Virulencia

Estando ahí en el techo de nuestra casa me vinieron a la mente esas imágenes de las películas norteamericanas donde las familias de poblados pequeños se suben a sus tejados a ver un lanzamiento espacial, los fuegos pirotécnicos del 4 de julio o por el simple hecho de disfrutar la suave brisa veraniega. Un close-up a una mano que saca una cerveza escarchada de una mini hielera. Camisas a cuadros. Levis. Sonrisas iluminadas por la luna. Pero nosotros no sonreíamos. Nosotros estábamos atrapados en la vida real. Mi madre, mi padre, mi hermano y yo, cada uno empuñaba uno de los cuchillos afilados de la cocina. Incluso habíamos subido el machete con el que mi padre acicalaba los mezquites y arbustos del patio. Armas domésticas que no se comparaban con las de ellos, los intrusos, quienes hablaban inglés y habían puesto en práctica con orgullo su derecho de comprar tantas armas de fuego como les fue posible antes de que el virus se propagara a nivel mundial.

Mis padres eran químicos, ambos trabajaban en el sector de la salud para compañías farmacéuticas desde una maquiladora que se ubicaba a los linderos del poblado. Desde un principio pronosticaron el caos que se avecinaba. Cada que cenábamos frente al televisor y veíamos las noticias, mis padres afirmaban que nuestro país no estaba preparado para una ola de contagios, que no había infraestructura para atender a la población. Ningún país estaba preparado, pero nuestro territorio sufriría mucho. Sobre todo, lugares como en el que vivíamos por ser fronterizo. Los noticieros que seguía en mis redes sociales utilizaban un lenguaje más amarillo, decían que la Muerte había colocado sucursales alrededor del mundo, y que las más grandes las inauguraría en Latinoamérica. Recuerdo bien cuando mi padre dijo: el virus matará mucha gente, pero el comportamiento de las personas que de este derive será lo preocupante.

En mi casa, mi familia y yo armamos desde los primeros días un kit de supervivencia con comida enlatada, herramienta básica y artefactos para defendernos. Quizás todo el asunto sobre la pandemia polarizado en las redes sociales, con pizcas de nuestro bagaje cultural permeado por el género post apocalíptico del cine y la literatura, más lo que se decía por ahí, nos hizo exagerar un poco. Pero el miedo de nuestros padres que apenas mantenían a raya para no preocuparnos a mi hermano y a mí hizo que, a final de cuentas, nos preparáramos de la manera más adecuada. No era ninguna exageración.

Pocas familias lo entendieron como nosotros y casi nadie se preparó para lo peor. La gente se mantuvo escéptica pues no había gente vestida a lo Mad Max ni nubes en forma de hongos que nublaran los cielos, o zombies torpes devorando cerebros. Lo que sí había eran todos los servicios públicos y privados, alumbrado, internet, telefonía celular, agua, la tiendita de la esquina, pizza a domicilio, caguamas frías envueltas en periódico. Esto no es el fin del mundo ni algo que se le parezca, decían, nunca nada ha sucedido aquí, decían, y no tiene por qué cambiar. Quizá lo más novedoso que llegó a agitar al pueblo fue la instauración del narco en nuestra comunidad. Parecía que todos estaban más al tanto de lo que sucedía con las cada vez más frecuentes balaceras que con el virus. A final de cuentas era una situación que cobraba vidas a plena luz del día y que la gente podía presenciar. A diferencia de un fantasma oriental, la situación del narco la sentían como una especie de tradición propia. Sin embargo, esa otra realidad paralela, la menos atendida, cobró fuerza y el sol cayó más rápido de lo que pensamos.

Nuestro vil y poderoso vecino del norte, el gabacho, como se le dice por acá, había actuado de la manera más soberbia posible contra el virus. No aprendieron de todas las otras grandes poblaciones cosmopolitas del mundo y para pronto, ciudades como Nueva York, Los Ángeles, Washington y San Diego se convirtieron en focos desmedidos de propagación. A pesar de ser estandartes del primer mundo, la situación los rebasó y el pánico se hizo de las personas. La televisión nos advirtió que detrás de ese gran muro se apresaba un peligro más tangible: saqueos, incendios provocados, tiroteos, robos, asesinatos. Brutalidad en todos los niveles que florecieron en unos cuantos días. Si el virus se propagó rápido, la psicosis fue aún más veloz: la gente enfermó de violencia.

Corrimos a escondernos y el arnés del galón que sostenía mi hermano se venció ante la inercia que siempre resulta traicionera con los movimientos bruscos. La esfera de plástico que encapsulaba el agua voló por el aire hasta partirse contra el zacate. Ni una gota pudo ser rescatada. Ya arriba en el techo, estábamos conscientes de que el humano promedio sólo puede sobrevivir de tres a cinco días sin beber agua, entonces al segundo decidimos idear un plan. No teníamos la certeza, pero por lo menos vimos a cuatro sujetos. Tres caucásicos y uno de corte latino. Cada uno cargaba rifles rusos y blandían puñales componiendo la perfect American nightmare. Al asomarnos, concluimos que era probable que alguno de ellos había recibido entrenamiento militar o habían sido adoctrinados por el cine de acción. Cada cierto tiempo se turnaban la guardia de a dos en dos para cubrir la entrada delantera.

La ciudad hermana que estaba justo del otro lado del muro era habitada en su mayoría por familiares y personas vinculadas en gran medida con el lado mexicano. Fue un golpe anímico muy fuerte cuando el Presidente de la República mandó cerrar las garitas de la frontera. Cientos de familias quedaron separadas y muchos perdieron su única fuente de ingreso. Este hecho histórico generó tanta presión en las comunidades, que cuando el muro cayó nadie pudo prever que serían ellos quienes lo derribarían y que se trataría de un ataque. No se había considerado que personas de otras regiones de la tierra de las barras y las estrellas comenzarían a migrar hacia zonas del sur de ese país, contaminando física y mentalmente a los demás. El suceso nos tomó por sorpresa.

El noticiero comenzó con noticias globales, luego nacionales y después hablaron del virus, que pertenecía a ambas categorías. Del otro lado de la pantalla estábamos nosotros en la sala. Mi hermano y yo yendo y viniendo de una red social a otra, mi madre mandando mensajes por WhatsApp a sus familiares, mi padre renegando ante cualquier estupidez que saliera de la televisión. Parecía otro día normal de confinamiento. El estruendo fue inesperado. Vivíamos a escasos veinte metros del muro de Trump, por lo que fuimos de los primeros en enterarnos del hecho. Caravanas de gringos salvajes que, cegados por la ira, el miedo, la desesperación, el pánico, habían decidido saquear las ciudades fronterizas. Por la ventana pudimos ver la llegada de un pick-up adornado al estilo NASCAR. Era un mausoleo a Budweiser sobre ruedas del cual bajaron sujetos de ojos fríos que cargaban calibres gruesos. Los intrusos hacían su aparición.

Sin otra salida para escapar o un mejor lugar para escondernos, subimos al techo por una escalera metálica que ya estaba preparada ahí desde que la compró mi padre para impermeabilizar la casa hacía varios años sin haberla usado realmente, como si ahora estuviera cumpliendo su verdadero propósito. Una vez que los cuatro estuvimos arriba, también subimos la escalera. No nos alcanzaron a ver, pero creíamos que era cuestión de tiempo que intentarían subir a explorar. Mis padres pudieron apagar la televisión y las luces antes de salir. Quizá lo único que podría delatar nuestra presencia era un iPad conectada a un enchufe de la barra de la cocina. Estuvimos esperando que lo hicieran hasta que escuchamos Sweet Child O’Mine desde el estéreo de la sala.

Lo más difícil de soportar ahí arriba fue el sol. A pesar de que aún no llegaba la época donde el calor levantaba espíritus del pavimento, estar tantas horas bajo la exposición de los rayos UV terminaba por desquiciarte. Lo mejor que podía hacer era meter mi rostro en mi camiseta y pensar en momentos mejores, noches donde mis amigos y yo escuchábamos un playlist de todos los éxitos de la generación MTV mientras tratábamos de atinar qué edad teníamos cuando salió cada canción y qué momento de nuestra vida atravesábamos. Luego no podía respirar más, volvía agitado hacia el techo de nubes, las paredes lejanas, un vacío en el pecho que se conectaba directamente con mi cabeza. Antes de morir deshidratados nos volveríamos locos. En parte, creo que por eso no hubo objeciones en contra del plan de escape.

Acordamos que todos íbamos a correr el mismo riesgo; bajaríamos en un momento oportuno y a base de rapidez y sorpresa los intrusos sentirían el filo de nuestros cubiertos. La idea podría resultar un tanto fantasiosa ahora, pero en ese momento, bajo las circunstancias extraordinarias que acobijaban no solo a nosotros, sino a todo el mundo, lucía como nuestra mejor opción. Al segundo día, por la noche, esperamos a que los sujetos comenzaran con su ronda de vigilancia donde cada hora que pasaba salían más alcoholizados.

Mis padres se conocieron en Acapulco a la edad de 25 años. Aurelio había asistido a un ciclo de conferencias para químicos esperando poder conectarse con el gremio y encontrar un buen trabajo. En realidad era una borrachera de tres días disfrazada de networking, aunque así era como los químicos lograban entablar sus relaciones laborales con éxito. El último día se fue con varios a tomar una un par de cervezas bajo el sol, frente a la playa. Era la mejor temporada para los clavadistas y a mucha gente le parecía un espectáculo sinigual. A él no le generaba tanta curiosidad. Estaba ahí para entrar a una empresa a la cual dedicarle el resto de su vida. Y de alguna manera la encontró. Uno de los químicos comenzó a chiflar para que todos presenciaran a una mujer que estaba a punto de lanzarse a la quebrada. Quizás la única mujer clavadista. Se llamaba Marisol, también había acudido a las conferencias, pero su verdadero motivo era el mar. En el segundo que Aurelio giró su cuello para observarla caer, quedó flechado con la línea perfecta que trazó Marisol en el aire hasta la profundidad de su corazón. Aurelio hizo cuanto pudo, incluido perder el vuelo de regreso, para poder conocerla y ganarse su confianza. Marisol cedió, se agradaron, se casaron, viajaron por el mundo y a los 32 nos concibieron.

Mi hermano y yo verificamos que nadie se encontrara en el patio para bajar la escalera. Debíamos esperar una señal de nuestros padres que nos diera luz verde. Ellos observaban hacia la parte frontal de la casa, al pendiente de que la ronda de vigilancia que hacían los intrusos comenzara. Estábamos a la expectativa de que alguno asintiera o nos dieran un pulgar arriba, pero lo que obtuvimos fue una mirada abrazadora por parte de mi madre. Una mirada profunda que se sintió eterna. Después, empuñó un cuchillo y se lanzó como el mejor de sus clavados, como cuando voló en la costa de Guerrero, en dirección a uno de los intrusos. Este, quien se había apartado de la vista de su compañero de guardia para vaciar su vejiga, nunca esperó el impacto frío que le cercenó la garganta. La sangre le empezó a escurrir a borbotones hasta alcanzar a mezclarse con su chorro de orina. Despistado, pero aún de pie, logró identificar a mi madre que yacía débil sobre el suelo. Se dejó caer sobre ella y ambos comenzaron un duelo de puñaladas hasta quedarse sin fuerza y sin vida.

No hubo pausa para asimilar lo que acababa de suceder. El otro intruso escuchó los sonidos soeces del incidente, por lo que sujetó su rifle y avanzó con cierta discreción hacia el spot donde solían orinar. Sin titubear, sin más remido, sin nada que perder, mi padre terminó imitando a mi madre y se arrojó con ambos pies por delante. Sus cálculos fueron certeros, pues logró impactar justo la nuca del intruso con un golpe seco que le fundió la luz por completo. Sin embargo, mi padre corrió con la misma suerte. Después de impactar a su víctima, la gravedad hizo que girara casi 360 grados en el aire, su cabeza se fue directo contra la esquina de la banqueta y en un parpadear de ojos teníamos cuatro cuerpos inertes frente a nuestra casa, dos de ellos, mis queridos padres.

Nací tres meses antes de lo normal, por lo que durante mi infancia fui bastante enfermizo y más débil que los demás. Desde la primera vez que enfermé de gravedad, a mi hermano se le dijo que siempre debía cuidar de mí. Así que cuando llegaba a sentirme mal, ahí estaba mi hermano. Cuando alguien quería enfrentarme, ahí estaba mi hermano. Éramos muy unidos. Íbamos a todos lados juntos, probablemente porque él sentía que si no estaba junto a mí, algo malo podría pasarme. En la adolescencia me sacó de varios problemas ocasionados por mi rebeldía estúpida. Muchas veces arruiné sus planes personales por ir a rescatarme. Fui todo lo que representa el cliché del hermano menor, y él cumplió su parte como el mayor. Al ir madurando, pude darme cuenta de esta situación, así como también logré distinguir que era una persona muy despierta, que todo el tiempo estaba al tanto de lo que sucedía a su alrededor, más presente en cada momento que las demás personas. Tal vez era una cruz con la que debía cargar, pero eso lo convirtió en la persona que era. Ambos nos complementábamos.

El crujido de los huesos hizo reaccionar a mi hermano. Me jaló de la camiseta para continuar con el plan. Nos apresuramos a colocar la escalera y bajamos con sigilo. Nos dirigimos hacia los cuerpos por un pasillo que conectaba el patio con la parte frontal de la casa. Por un momento creí que huiríamos, que buscaríamos la casa de algún conocido para que nos diera refugio. Pero mi hermano preciso que recuperáramos nuestro hogar. Lo dijo de una manera tan solemne que no expresé ninguna objeción. Nos hicimos de las armas como si supiéramos lo que hacíamos. Evitamos ver el rostro sin luz de nuestros padres. Sabíamos que llegaría el momento de desbordar ese dolor más adelante. Regresamos al patio y nos movimos por los puntos ciegos del interior que conocíamos de memoria después jugar cientos de veces a las escondidas cuando éramos unos niños.

Entramos por el cuarto de lavado. Reconocimos ropa ajena sobre un cesto. Seguimos de largo con cautela por una puerta sin chapa que conecta directamente con la cocina. Había cientos de latas de cerveza, colillas de American Spirit, una bonga de medio metro para fumar mariguana y varias bolsas de frituras. En la estufa habían cocinado alrededor de diez cuadritos de Ramen en una olla. Olía a sudor y pasta. Conforme nos acercamos al corazón de la casa pudimos escuchar la televisión. Rodeamos el comedor que quedaba detrás de la sala. Desde ahí pudimos observarlos sin que ellos nos vieran a nosotros. En la pantalla estaba puesta nuestra cuenta de Netflix con alguna película de Mark Wahlberg como protagonista. También escuchamos dos alientos agitados. En el sofá más largo, el sujeto de corte latino y una chica rubia que no habíamos visto estaban fornicando sin preocupación. Mi hermano me hizo una seña y nos acercamos más por sus espaldas. Nos dimos cuenta de que había otro sujeto dormido en el sillón individual. Vestía sólo una camiseta interior de tirantes.

Mi hermano y yo nos vimos a los ojos y sin mencionar palabra nos pusimos de acuerdo. Él dispararía a la pareja y yo al sujeto que dormía. Asintió un par de veces y a la tercera apretamos el gatillo. Su rifle dio una descarga múltiple de balas que perforaron los cuerpos desde la espalda del chico, atravesando el torso de ambos, quemando el hule espuma, hasta anidarse en la duela por debajo. Mi arma tenía puesto el seguro, por lo que el sujeto del sillón individual se levantó de súbito y corrió hacia un costado. Buscaba una pistola de cañón corto sobre el stand de la televisión. Mi hermano se percató de esto y, con la mano engarrotada sobre el percutor, no dejó de disparar mientras dirigía la mira hacia el blanco en movimiento. Dejó una estela de agujeros por toda la pared, cuadros, adornos, libros, hasta reventarle la carne del muslo, glúteo, tórax, antebrazo, cuello y finalmente perforarle en dos ocasiones el rostro. Prácticamente mi hermano tuvo que aventar el arma para dejar de disparar.

Nuestros oídos zumbaban. Como si el sonido hubiese sido secuestrado por el fuego. Hubo una pausa. Respiramos hondo. La sala donde solíamos cenar se llenaba de sangre. Un par de lágrimas recorrieron mis mejillas. Estaba furioso. Como si todas mis emociones hubiesen quedado obstruidas con el rifle. Sentía la tensión en mi espalda. En mi garganta. En mis sienes. Mi hermano se acercó a mí y le quitó el seguro a mi arma como indicándome que liberara esa sensación. Como si eso fuera a curarme. Tal vez a él lo curó. Levanté el rifle y les apunté. Estaba listo. Pero no pude. Dispararle a un par de cadáveres no me daría paz. No lo creía así. Disparar no había curado a todos los que invadieron nuestras casas.

En medio de ese letargo, unas cabezas se asomaron por el pasillo que va hacia los cuartos. Eran dos niños rubios con mullet de entre cinco y siete años vistiendo trusas blancas y camisetas interiores de tirantes. Pequeñas versiones de los intrusos. El mayor se puso un paso por enfrente del más joven. Me recordó a mi hermano y a mí. La protección hipotética que ofrecen los años de diferencia. Conocer el terror de este mundo unos años previos. Me les acerqué con el arma de intermediaria. Pude verme a mí mismo como tantas veces había visto en películas a soldados estadounidenses pararse frente a familias de vietnamitas aterrados. Mis ojos se incrustaron en los suyos. Nos rodeaba la fragancia de la sangre quemada. La luz del televisor generaba una danza de sombras en las paredes, también en nuestros rostros. La inocencia los rodeaba con un aura esmeralda. Comencé a creer que no tenían la culpa de nada. Que los culpables éramos todos nosotros. Somos una repetición de una repetición. Un refrito de un refrito y no queremos darnos cuenta. Estábamos condenados a un loop infinito. Bastaron un par de días para que la invasión fuera erradicada. El narco que estaba instaurado en la ciudad reaccionó antes que las fuerzas armadas nacionales. Varios convoyes acudieron al rescate de la mayoría de las casas tomadas y los demás intrusos salieron huyendo de regreso a su país. El virus siguió pululando en cada región y después de varios meses se controló bajo métodos de un nuevo sistema de convivencia, un nuevo orden mundial que poco a poco volvería a ser el de antes. Parado ahí frente a esos chicos, con el arma en mis manos, no pude hacer nada más que cerrar los ojos y esperar por un mundo mejor.

*Vladimir Galindo (San Luis Río Colorado, Sonora). Dice que porta un título de Licenciado en lengua y literatura de Hispanoamérica y otro de Maestría en traducción e interpretación, pero a todo el mundo le recomienda estudiar medicina. En la actualidad se dedica a traducir documentos jurídicos y a veces se hace de algunas horas para escribir ficciones; por lo pronto, prefiere el cuento. En marzo de 2020 adoptó un perro llamado Fariseo.

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