Si alguien piensa en regalar Viajes en la América ignota (Joaquín Mortiz, 1972) a un amigo alemán que pretende descubrirse a sí mismo en un viaje por la Latinoamérica profunda —viaje en el que conocerá la orografía del Perú y los ecos del viaje del Che en su paso por Chile y la latente opresión colonial, a quinientos años de la Conquista—, ese alguien posiblemente sea un imbécil. En cambio, si regala el libro esperando que el mismo amigo alemán disfrute de un testimonio desfachatado y sincerote sobre las contradicciones latinoamericanas, la tremenda aburrición del día a día norteamericano y la naciente demagogia revolucionaria del régimen cubano, uno se puede dar una palmadita en el hombro (con el riesgo de verse ridículo) y felicitarse.
Jorge Ibargüengoitia (1928) es de alguna manera “un ingenierote —provinciano, guanajuatense, muy guanajuatense— bajado del cerro a tamborazos”[1] que toma el té, como buen inglés, a las cinco de la tarde. Si bien los escenarios y personajes de su narrativa son completamente mexicanos –incluso en Maten al león (1969)–, su humor cáustico abreva de los satíricos británicos Jonathan Swift y Evelyn Waugh, más que de ningún escritor mexicano. Lejos de ser dos influencias contradictorias —la inglesa y la guanajuatense—, sumadas, o revueltas o meneadas, acentúan lo “chistoso” y perspicaz en su persona.
Para bien o para mal, a Ibargüengoitia no se le puede pedir otra cosa que no sea ser él mismo. Su mirada se acerca más a la de un antropólogo desvergonzado y sin adornos, que escribe en su diario de campo, que a la de un cronista, profundísimo y enmarañado, cual Carlos Monsiváis. Si en el prólogo de Los indios de México (1989), de Fernando Benítez, Carlos Fuentes habla del viaje como “el movimiento original de la literatura [que nos hace descubrir] nuestra fisura trágica.”[2] Jorge Ibargüengoitia, en cambio, en Viajes en la América ignota nunca intenta definirlo; aunque sí explica, entre otras cosas, cómo identificar a un mexicano en un aeropuerto nórdico.
Llevaba una gorra de piel de las que usan los rusos […] y un pesado abrigo negro. Esto no daba ninguna pista. Los bigotes finos y bien recortados lo hacían sospechoso, pero lo que precipitó mi conclusión fue que del abrigo negro salían unos pantalones de gabardina azul pavo y, de ellos, unos zapatos amarillos, que es una combinación que sólo se encuentra entre las personas nacidas en […] Moroleón, estado de Guanajuato.[3]
Sin embargo, este libro no es únicamente un diario de viajes. Es también, y sobre todo, un instructivo[4]cuya base es el sentido común (si bien, como se sabe, el sentido común ni es sentido ni es común). Anima a las universidades a que abran cursos de bombística, que versarían sobre “el arte de sentarse en un banquito y poner un biombo enfrente […] muy útil para feos.”[5] Advierte de lo que pasaría si las criadas, “el núcleo más importante de la población del país”, se juntaran: “constituirían el sindicato más grande y poderoso [y] si exigieran sus derechos, habría que formar […] un instituto de seguridad social que sería tan importante como los ya existentes, sumados[6]”.
En “Revolución en el jardín”, relato que hace del viaje a Cuba en el que recibió el premio de Casa de las Américas por Relámpagos de agosto (1964), se permite ver, gracias a una honestidad llana—que no busca ser virtud, por fortuna—, otro lado del venerabilísimo Fernando Benítez. En plena Habana, Benítez, miembro del jurado, le confiesa a Ibargüengoitia la congoja que le provoca no poder llevar consigo una serie de fotografías del pueblo cubano, de las que se expresa calurosamente: “¡Mira nomás qué culos!”.[7]
Dentro de lo menos agradable del libro, que es muy poco, está que pese al título que indica que se leerá de viajes, sólo ocho artículos de veintinueve tocan este asunto. Bien se podría hacer una recopilación de Ibargüengoitia que incluyera textos exclusivamente de viajes[8]. Además, a diferencia de otras recopilaciones de la obra del guanajuatense[9], ésta no incluye ni en qué periódico o revista fueron publicados los artículos, ni cuándo.
Otra cosa que desconcierta un tanto es el artículo de “En busca de la moscardeta”, de nueve ilustraciones a blanco y negro con subtítulos como “El desayuno (choloepus didactylus) en el árbol”, “Quick lunch” o “El fiel Batanga observa a los indios charandas bailando la pipifonga”. Ni viene incluido el nombre del ilustrador (¡¿las habrá hecho el mismo Ibargüengoitia. pues no son de Joy Laville, viuda del escritor), ni a qué viene a cuento. Tampoco habla bien de la editorial Joaquín Mortiz, considerando la mofa que Ibargüengoitia hacía de cualquier cosa que oliera a solemnidad, que se refiera al escritor como “uno de los pilares de la literatura contemporánea del país”… el guanajuatense se partería de la risa, estoy seguro.
1] Jorge Ibargüengoitia, “La vela perpetua”, La ley de Herodes, p. 76.
[2] Carlos Fuentes, Los indios de México, XXI: España, p. 11.
[3] Ibargüengoitia, “Mexicanos en el extranjero”, Viajes en la América ignota, p. 95.
[4] Es digno de un tema de tesis la curiosa insistencia de Ibargüengoitia de dar instrucciones a diestra y siniestra. Cabe recordar el libro que por título lleva Instrucciones para vivir en México.
[5] Jorge Ibargüengoitia, op. cit., “Nuevas carreras”, p. 132.
[6] Ibíd. pp. 71-72.
[7] Ibíd. p. 45.
[8] Todo el cuarto capítulo, “Manual para viajero”, de La casa de usted y otros viajes (1991), por ejemplo.
[9] v. gr.: Ideas en venta, Misterios de la vida diaria, La casa de usted y otros viajes.
*Asael Arroyo (Ensenada). Estudió en la Universidad del Claustro de Sor Juana. Es director de la revista “El Septentrión”. Ha publicado en Apuntes de Rabona y Pez Banana. Ganó el Premio Estatal de Literatura de Baja California 2016, en el rubro de Periodismo Cultural.