Las criadas malcriadas de Genet, o la decantación del desencanto

El segundo día del segundo mes de 1933, justo cuando Hitler celebraba dos días como Canciller Imperial en Alemania, en la ciudad de Le Mans, Francia, un par de cuerpos femeninos yacían inertes en el suelo de su casa. Eran madre e hija. Alrededor de las 18:30 fueron encontradas en el rellano de las escaleras, con las piernas rebanadas, exangües y el rostro desfigurado. No había luz en la casa, excepto en el cuarto de las criadas, las hermanas Papin, quienes recostadas en la cama esperaban el descubrimiento del cadáver de la señora Lancelin y el de su hija Geneviéve.

No negaron su crimen. No había motivo aparente para el doble homicidio, ni resistencia por parte de las homicidas. Lea y Christine Papin habían asesinado a quienes por contrato laboral debían servir. Debajo del cuerpo de su patrona estaba un cuchillo a medio encajar, el otro instrumento mortal fue una jarra de peltre que los policías encontraron en los escalones inferiores. Pero el punctum de la fotografía criminal no fueron los utensilios de cocina empapados de sangre, sino los cuatro ojos desperdigados sobre la alfombra. Más tarde, Christine confesaría que los extirparon a mano limpia, mientras las víctimas aún tenían vida. El caso congregó la atención de los medios. La extraña relación de codependencia y complicidad entre las hermanas atrajo la mirada de los estudiosos de la mente patológica, como Jaques Lacan y, por otro lado, provocó el azoramiento de una sociedad que adhería otro aberrante feminicidio en su historia nacional.

Años más tarde, Jean Genet (París, 1910) incursionaría como dramaturgo al escribir su ópera prima: Las criadas (1947), pieza inspirada en las hermanas Papin que fue estrenada en París el 19 de abril de 1947. Sin embargo, en la obra no hay la sangre y el salvajismo explícito que le dio la fama al caso verídico. En la escena inicial vemos a una falsa Señora que acosa a su criada con insultos mientras la pobre sirvienta acata instrucciones. La acción dramática es un juego sórdido. Una se enmascara con ademanes y ladridos imperativos para representar a la dueña de la casa, mientras la otra representa, no a sí misma, sino a la criada que se oculta entre joyas y vestidos pomposos. Suena un despertador, la Señora se convierte en Clara y la Clara inicial se convierte en Solange. Ambas son empleadas domésticas y hermanas que ensayan con locura religiosa las partes que habrán de llevarles a cometer el crimen.

Clara y Solange están en la habitación de la Señora. Muebles Luis XV y flores por todas partes enmarcan tres personajes femeninos y la suposición de un cuarto personaje, el Señor que llama por teléfono para avisar que ha salido en libertad después de que se le había cautivado por el falso testimonio de cartas anónimas que ellas escribieron. Ante tal evento las criadas determinan, aún más, envenenar a su patrona, quien al llegar envuelta en lamentos brinda una imagen diferente a la representada por sus empleadas. La noticia de que su esposo ha recobrado la libertad la entusiasma tanto que no toma el té envenenado y, al partir al encuentro de su amado, las criadas repiten el rito de representar a la dueña de la casa, llevando el juego a tal grado de sugestión que Clara bebe el fenobarbital como si fuera también utilería.

El texto registra la transustanciación de las criadas a partir de sus propios sentimientos ambivalentes. Odian a la Señora pero también la aman, y al revés. La patrona es buena, les da ropa y techo, pero siempre desde una altura inaccesible. No la aman a ella sino a su posición en la jerarquía social. No la odian a ella sino a lo que las hermanas se convierten en su ostentosa presencia. Y la rebelión consiste en invertir los papeles que, lejos de liberarlas intermitentemente de la condición detestada, termina evidenciando más la imposibilidad de eliminar la realidad del amo cuando su envés es la de ellas mismas.

Las armas para conquistar el territorio son tan ridículas como los objetos que las Papin usaron en el asesinato. El reloj de la cocina expande el dominio de Clara y Solange hasta la habitación de la Señora. Los guantes del aseo penetran en la habitación principal, tocan sus muebles como si ritualmente ungieran el recinto del reino sucesor. Objetos que guardan en sí una ironía, la misma que entraña el hecho de que una niña haya sido asesinada con la jarra de peltre, donde su asesina le calentó por años la leche de sus desayunos invernales. Lo que a este autor le interesa de la teatralidad, según Sartre, es lo falso, lo artificial, lo simbólico. Trasladar la carnicería familiar del 2 de febrero en Le Mans a su texto sería, en tal caso, desatender los elementos teatrales que lo constriñeron a escribir un guion.

Comédien et martyr

Sartre también hace referencia a esta poesía del símbolo que Genet utiliza en Las criadas. En el capítulo tercero de su Saint Genet, comédien et martyr, el escritor existencialista observa una prioridad para el dramaturgo: constatar la falsedad de los valores humanos. ¿Cómo radicalizar la falsificación de cuestiones abstractas como los valores? La falsedad, entonces, se desplegará en un ir y venir de máscaras. Sartre cuenta que Genet sugería que actores —y no actrices— interpretaran a las criadas, no por su consabida inclinación a la pedofilia, sino porque la simulación con la que ellos representarían desde lo masculino la feminidad sería la base para convertir lo femenino en un símbolo. “A medida que la materia se empobrece —dice Genet— a medida que aumenta la diferencia entre ella y la significación que sustenta, la naturaleza simbólica del signo se pone de manifiesto con más claridad.”

Clara es falsa desde su feminidad, es falsa cuando encarna a la Señora, y falsos los insultos con que se refiere a su hermana (porque si Clara es la Señora, Solange toma el papel de Clara), entonces lo que dice ella al interpretar a la dueña de la casa, se lo dice a sí misma, en un juego que entraña la ambigüedad del amor entre hermanas. La mugre no ama a la mugre, tal vez porque una es el reflejo de la otra y, en palabras de David Mamet: “No one enjoys being equal”. Las proyecciones de ellas mismas son la desaprobación de su ámbito, de su existencia y sus intenciones. Incluso la reflexión luminosa de sus conciencias se dirige también a los objetos. Recordemos que Solange ha visto cómo el reloj se vuelve contra ellas para traicionarlas.

Pero el intercambio de personajes en Genet no es un asunto meramente simbólico. La estética de la posibilidad de la transfiguración como recurso dramatúrgico es confesada por él mismo. Dos años después de que Sartre escribiera lo ya referido, Genet escribió una introducción que para la reimpresión que Editorial Gallimard hizo de Las criadas. En la parte final de ese prólogo refiere que un escritor amigo suyo le contó que vio a varios niños jugando a la guerra, el juego requería que el cielo anocheciera, sin embargo el reloj marcaba las doce del mediodía. Decidieron que uno de ellos, el más flaco y joven, sería la Noche, el cual se acercaría a las tropas lentamente. A medida que el niño-Noche se acercaba, los hombres de guerra se ponían tensos. Pero les pareció que la oscuridad avanzaba demasiado rápido, por lo tanto decidieron suprimir la Noche y convertirla en un soldado más. Genet concluye: “Solo tomando esta fórmula como punto de partida, un teatro podría entusiasmarme”. En Las criadas observamos esta poética de juego infantil, a la que él reviste de una personalidad cruel pero universal.

La decantación de las imágenes del crimen francés muestra que su prioridad es la sublimación del instinto, pero sin exaltarlo más allá de lo que su honestidad le permite. A Genet no le conmueven la sangre ni el crimen en sí mismo: fueron su pan de cada día. Lea Papin, la menor de las hermanas homicidas nació el mismo año que él. Paralelamente, los siete años que Lea y Christine sirvieron a la familia Lancelin fueron años que él estuvo en la cárcel. Y, remitiéndonos a la infancia, mientras su padre las sometía sexualmente, Genet se prostituía para comer. Clara y Solange son las hermanas Papin, pero la tragedia que vemos en ellas es previa a sus homicidios. Para el dramaturgo parisino la desgracia digna de contar no es la estridencia sanguinaria del acto, sino la falsa ilusión en los juegos de poder.

Pez Banana