Así como en esas amistades inglesas que menciona Borges, confieso que, dada mi torpeza social, he tratado poco a Franco Félix (Hermosillo, 1981). Lo mío consiste en omitir saludos, intercambiar silencios, encriptar mensajes que luego lanzo con la condición del alfil al que hay mirar de sesgo y con desconfianza, y al final, pretender que todo ello forma un lenguaje, quizás sí lo sea. También es posible que esto no sea una reseña sino otro correo cifrado. Pero, ¿quién podría saberlo? Conocí al autor de Los gatos de Schrödinger (Tierra Adentro, 2015) en Hermosillo, luego de la presentación de un adelanto de Todos me llaman pelmazo. Aquella noche, al terminar dicha exposición, caminamos hacia un bar que se encontraba cerca mientras cruzábamos algunas frases cortas. Quienes conocen a Franco Félix no me dejarán mentir: Franco tiene una voz pausada que se suspende en sus afirmaciones, como si las pensara dos veces, es muy cuidadoso con sus preguntas, se detiene en alguna respuesta para abundar en ella; no oculta la preocupación por los hechos de su entorno, siempre está alerta, piensa como un detective, o lo que es casi lo mismo, un sinólogo; le interesan las teorías sobre la metonimia, las metáforas, las ciencias biológicas, la robótica. Lo podemos imaginar caminando por una calle de Hermosillo en alguna noche mientras hace alguna observación por algún hecho que le parezca intrigante: el nombre de una calle, la clasificación taxonómica de un árbol, las urdes posibles de quienes ponen la música ambiental de algún parque.
Recuerdo poco de lo que hablamos aquella noche, pero tengo presente que, de manera natural nuestra conversación fluyó hacia a mito de Orfeo, no me pareció extraño, siendo Franco del autor de Los gatos Schrödinger y considerando que asocio la mitología científica de ese experimento imaginario con esto: Orfeo decide volver la vista hacia Eurídice antes de que la toquen los rayos del sol, el héroe incide con su mirada, concreta el dato de una Eurídice que se desvanece para siempre. Me di cuenta de que le intrigaban los estados superpuestos de una realidad que puede ser lo uno o lo otro mientras no la congelemos con la mirada, o no terminemos nosotros mismos convertidos en columnas de sal como la mujer de Lot del relato bíblico. Hay algo sensual en la observación derivada de la curiosidad que enriquece nuestra inteligencia y confirma nuestra humanidad y que también, nos libera de la tutela de los dioses. Descubrí que Franco es como una máquina de fraguar hipótesis, de encontrar correspondencias ocultas, detalles que a veces pasamos por alto, entonces pensé que si Franco no hubiera sido escritor, podríamos ubicarlo en algún campo científico como el de la física o la medicina.
A Franco le gustan los misterios, lo ha recalcado algunas veces, le preocupan las ciencias; sus cuentos y relatos lo demuestran, también abunda en él cierta fascinación por los hechos raros, por ciertos detalles grotescos, singulares y poco clasificables que parecen perturbar nuestra noción de la realidad. Estoy seguro de que le interesarían historias curiosas como aquella de Julia Pastrana, la mujer barbuda sinaloense, atracción circense del siglo XIX, o que disfrutaría de libros de rarezas médicas con enfermedades de uno o dos pacientes en el mundo. Tal vez piensa con frecuencia en el misterio de la Dalia Negra, aquella mujer de la que James Ellroy haría una novela. Hay en sus comentarios y en sus historias, la idea obsesiva de que no es posible volatilizar el misterio del Castillo kafkiano en donde K. buscará por siempre encontrarse con su empleador, la certeza de que observamos el mundo a partir de un modelo de «función de onda» en donde aquel hipotético gato permanece suspendido en ambos estados (ahora los físicos creen que no es necesario observarlo, basta con agitar un poco la caja). No creo que Franco Félix pudiera sentirse cómodo en un mundo con respuestas dadas porque la explicación de un fenómeno, cualquiera, sea social o de la naturaleza, sólo es la forma definida que adopta el encanto por el misterio que le precede. Su literatura está construida en la revisión de esas etapas intermedias entre la enunciación de la pregunta y la perplejidad por la explicación ofrecida. Gracias a la formulación de la incógnita se trama la ficción. Imagino sus insomnios mientras revisa una y otra vez la documentación que ubique a otra de sus obsesiones, Thomas Pynchon, dentro de una cronología definida y comprensible. Recuerdo que alguna vez mencionó sus dudas sobre la existencia de este mítico escritor. Qué tal si se tratara de algún colectivo, nos dijo. No creo que lo haya dicho en serio. Tuve mis dudas, no imaginé que pudiera ser como uno de esos eventos inclasificables como Luther Blisset, autor de la novela Q. Tal vez para algunos, el mundo pueda ser un evento inerte que cruzamos anestesiados, no para Franco, quien distingue en todo momento un encadenamiento de efectos y causas.
En su nuevo libro de relatos Mil monos muertos (BUAP, 2017) Franco Félix ratifica sus obsesiones constantes y notorias. Al libro lo conforman los siguientes cuentos: «La inutilidad de volar», «Chicas suicidas», «Anotaciones de un salto al vacío», «Muertes falsas», «Esto es, innegablemente, una pipa», «49 flatulencias», «Este pueblo es propiedad de Irán Castillo» y «Objeto A goza la muerte». Los títulos revelan tramas en las que algunos de sus personajes son conducidos a situaciones límite: un hombre que recibe el don de volar, una artista-fotógrafa conceptual que convierte su propia muerte en un espectáculo, una joven hermosa con un extraño tatuaje que un día decide suicidarse, un fraguador de notas falsas cuyos escritos rompen los límites entre lo real y lo imaginario, un diálogo que sucede en un intervalo de tiempo cuántico, una situación estilo «efecto mariposa» en la que un mosquito define la vida y la muerte de los personajes. Hay algo, al mismo tiempo chacotero y fúnebre en esas historias, también, una serie de referencias y símbolos como en el caso de los cráneos. En Mil monos muertos, esos relatos conducen a finales abiertos, pausas congeladas previas a la desgracia, a sugerencias que conducen al lector a imaginar posibles finales, a la fracción de segundo desdoblada en tramas imposibles que anteceden a la muerte. Esas historias transcurren en la brecha límite entre lo objetivo y verificable, contra lo alucinatorio que, en algunos de sus cuentos no parece resolverse. En esa brecha notaremos la convulsión de una realidad detonada por una comprensión cáustica que indaga y señala la polisemia de los signos del mundo.
Hablando de los símbolos y pensando en el acto de fumar, en uno de sus cuentos, «Esto es, innegablemente, una pipa», un cráneo humano es usado como una pipa y no puedo evitar asociarlo con Alberto Laiseca, uno de los autores de cabecera de Franco. En El jardín de las máquinas parlantes hay muchos diálogos que nos hacen desternillarnos de risa por la locura y la exageración de sus invenciones, por esas conversaciones emanadas de la exaltación. Esas charlas corresponden a locos que ríen, locos exagerados que dicen tener más mujeres que el rey Salomón, o de buscar a sus posibles amantes incluso en el futuro y el pasado. Si hablamos de fumar, el medio puede ser una pipa en forma de cráneo, un húmero, unas falanges, o un gigantesco bosque de cannabis que pudiéramos incendiar para aspirar el humo y darnos el golpe, imagen parecida a las perpetradas por Laiseca. Seguro que si Franco Félix hubiera escrito los argumentos shakesperianos, sus diálogos hubieran sonado así mientras alguien sostiene un cráneo: «Oh, Yorick, pobrecito de ti. Horacio, yo conocí a este hombre, era un ser sumamente gracioso…ahora es, indudablemente, una pipa de mota». Y hablando de objetos singulares para fumar, qué tal un gordo ejemplar de La broma infinita de David Foster Wallace usado como pipa para redondear la experiencia de las lecturas espesas y fumables que son parte del bagaje de Franco Félix y de paso, para sentirnos artistas conceptuales. Lo delirante del humor de estos cuentos también se contagia.
Ahora pensemos en la imaginería derivada de símbolos como el de la calavera, éste signo no es ajeno a ninguna cultura: los memento mori de algunos cuadros antiguos, la pared de cabezas sanguinolentas del Tzompantli, la iconografía de los grupos de rock, o bien, de los cigarrillos marca Death, los ejemplos son abundantes pero, lo que en la mayoría es tabú y fascinación, incluso empleada en la publicidad subliminal de algunas campañas comerciales, en Franco Félix revela la intención de enriquecer ese signo, de reinterpretarlo hacia otros significados, como si se tratara de construir nuevos códigos. La muerte es una y la misma siempre pero este símbolo es cargado con nuestra manera personalísima de morir.
Humorismo llevado a los límites del delirio. Algo hay de esto en los cuentos de Franco, como en «Este pueblo es propiedad de Irán Castillo», episodio de sexualidad arrebatada en donde el mismísimo doctor Kafka será un taimado ángel tutelar. Así, frente a una edición de la revista H que contiene fotos de Irán Castillo en cueros, le dirá a su protegido: «Es intolerable que a estas alturas, la censura tenga tentáculos tan largos. Arranca el plástico amiguito, yo también quiero verla». Franco Félix sabe reír para reírnos con él. Su humorismo está hecho de sobrevuelos sobre cualquier orden lógico como en esas conversaciones del cuento «La inutilidad de volar» en donde puede incluir datos científicos, combinarlos con los equívocos y quid pro quos de una conversación filosófica al mismo tiempo que nos golpea la mirada con la aparición súbita de un demonio que nos dice que habrá de concedernos un deseo, como el de volar, así como los djins del Corán y los íncubos de la imaginación medieval. La ciencia, la pseudociencia, las teorías de conspiración y la invención no están peleadas en absoluto, al contrario, contribuyen con nuestro entendimiento del mundo, nos acorralan para cortocircuitar la comodidad de nuestras certezas. Esas tramas transcurren en líneas paralelas en las que serán importantes los pies de página y las constantes notas aclaratorias, como en el caso de «Muertes falsas». Estos cuentos pueden congelarnos y llevarnos al silencio que antecede la reflexión. Son relatos que los caracteriza lo imprevisto, la súbita sensación de caída vertical que forma en nosotros la sensación de perplejidad.
El ánimo para el relajo que es propio de sus historias, también lo expresa en su vida privada. El autor es de aquellos que pueden pedir un café en un Starbucks y decir que su nombre es William Williamson para que, como es de esperarse, la barista puede incurrir en la feliz equivocación de decirle: «Señor Stephen Stephenson, su café está listo». O bien, llegar a un hotel y registrase con el nombre de Samuel Beckett, tal vez con la idea de que el verdadero Beckett (o su fantasma) se presente, borre su ese nombre y diga: «Hola, soy James Joyce». La risa en Franco Félix revela la noción de que el mundo que le rodea es sorprendente, una ensalada de secretos que le divierte escudriñar y verificar. Su nuevo libro confirma lo que de él ya sabemos y nos enriquece el vocabulario para nombrar muchas de nuestras obsesiones, para pensarlas. Estos cuentos funcionan como un mecanismo en el que somos abducidos hacia lo macabro desde una perspectiva festiva y al mismo filosófica. Mil monos muertos es un detonante del desconcierto, un pistoletazo sobre muchas de nuestras convicciones, sus tramas nos sirven tender un puente hacia un mundo en el que siempre prevalecerá la incógnita y la duda, hacia eso pasajes misteriosos de la realidad que entretienen los insomnios del autor.
∗Noé Vázquez (Puebla). Es escritor y ensayista. Cuaderno navaja es su espacio en la pecera. Publica en la revista Crash.mx y otros medios.