Retrato de una mujer en llamas

Retrato de una mujer en Llamas (2019), película dirigida por Céline Sciamma (Pontoise, Francia, 1978) y protagonizada por Noémie Merlant (Marianne) y Adèle Haenel (Heloïse), ha sido celebrada desde su presentación en sociedad. Las nominaciones no se hicieron esperar y fue contendiente en muchos premios de la industria cinematográfica. Por supuesto, decir esto o aquello, listar premios o halagos, careció de relevancia cuando la vi por primera vez puesto que no sabía prácticamente nada de ella, ni de la directora. Como drama romántico-histórico no se le puede pedir más. Fue el mismo desconocimiento inicial el que me llevó a una genuina curiosidad por el resto de trabajo de la directora.

La historia de Retrato de una Mujer en Llamas ocurre en el siglo XVIII, Francia, cuando Marianne, pintora residente en París, recibe un encargo especial por parte de una condesa: hacer el retrato de su hija, Heloïse, con el fin de que se case, sin que esta última se de cuenta. Heloïse se niega a posar y Marianne tendrá que pintarla en secreto. De esta manera, Marianne se muda a la casa donde residen y funge como dama de compañía durante siete días. Sin embargo, durante el proceso del trabajo, surge un romance tan instintivo como terminal entre ambas. Junto con Sophie, desarrollarán un lazo de hermandad, atrapadas por la mirada omnipresente del hombre del siglo XVIII.

Uno de los puntos destacables en Retrato de una Mujer en Llamas es la economía en el uso de sus recursos y su eficacia. Céline Sciamma utiliza el silencio (la falta de diálogo y música, predominante en la mayor parte de la película) para acentuar y enfatizar las miradas, suspiros, risas y sonrisas de sus personajes, escena a escena, cuadro por cuadro. La hegemonía del silencio va más allá de su uso práctico: es la onerosa presencia que, de alguna manera, simboliza la profunda sumisión de las mujeres de la época. Sin prisa, introduce bajo este velo el resto de los elementos que componen a la película, tanto a nivel narrativo como simbólico. La soledad de los personajes se revela con la llegada de Marianne, ocupando esta un rol distinto, al inicio de la película, para cada mujer en la casa: como una trabajadora para la condesa, como dama de compañía para Heloïse y como otra mujer que atender para Sophie. El caso de la madre es también otra cara de la soledad. Poco después de llegar a la vivienda, la pintora platica con la condesa y, en el proceso, rompe el silencio de la casa. “Me has hecho reír, hace mucho tiempo que no me pasaba”, le comenta a Marianne. “Yo no he hecho nada”, le contesta, a lo que la otra responde: “Estás aquí. Hacen falta dos para divertirse”. Es entonces cuando se deshace del rol impuesto y se convierten en pares por breves momentos. Eventualmente sucede lo mismo con Sophie y Heloïse, aunque su lazo en realidad se convierte en uno de profunda amistad para la primera y de romance para la segunda.

Por otra parte, la música, símbolo de la vida, disponible únicamente en el convento y en misa para Heloïse (en la primera mitad de la película), cataliza y resalta las emociones ocultas de los personajes. Con esto como antecedente, el canto de una comunidad de mujeres, reunidas alrededor de una fogata en medio de la noche, se manifiesta como una rebelión al orden establecido. Entendemos que el carácter del orden y la civilización es de vigilancia y fatalidad, donde no hay escapatoria, al menos para la prometida, y es su búsqueda de libertad e identidad, temas principales de la película, el motor verdadero de la trama.

Heloïse no acapara la desgracia de la mujer en su posición: su hermana se ha quitado la vida para ser libre del matrimonio, y, en una carta de despedida, le pide perdón, se entiende, por heredarle únicamente un bordado sin terminar y un compromiso por cumplir. La condesa, su madre, sufrió en su momento de lo mismo, sólo que su aprisionamiento toma forma de otra manera: su propio retrato, pintado antes de que se casara, cuelga en la casa, como un recordatorio de su voluntad doblegada. Lo acepta, triste, con gracia, y recuerda que es como si la hubiese esperado a ella, su retrato. Así, la situación de Heloïse es doblemente terrible: no tiene elección para decidir su matrimonio, y, en realidad, no importa realmente quién sea ella; lo único que importa es que hay una mujer disponible para casarse. Esto lo expone Sciamma en algunas tomas: tras el vislumbre del primer retrato (fallido), donde la próxima esposa es retratada con un vestido verde, la siguiente toma sigue los pasos de alguien que utiliza el mismo vestido verde y se presume que es Heloïse, cuando en realidad es Sophie, la sirvienta. Sin escapatoria, el hombre ejerce su dominio sobre la mujer, aun cuando sólo se cuente con su ausencia en aquella casa.

Más cosas se podrían analizar, merecidamente, de Retrato de una mujer en llamas. Sólo se me ocurren dos reclamos, aunque sean más bien para uno mismo: el primero es que, siendo una película que exige tanta atención a cada cuadro, es una lástima no dominar el idioma francés, pues es obligatoria la lectura de subtítulos. La otra: mi análisis deja completamente a un lado, debido a mi desconocimiento, cualquier referencia de pinturas dentro de la misma película. Ambas cosas carecen de relevancia, de cualquier manera, en el gran panorama: Retrato de una mujer en llamas es un filme donde, como producto de un cuentista experimentado, el capricho no tiene lugar: cada gesto, cada roce, cada elemento anecdótico ocupa un espacio tan suficiente como necesario y que el público experimentado sabrá apreciar.

*Omar de Felipe (1997). Es estudiante de Ingeniería en Sistemas. Textos suyos han sido publicados en el diario «El Popular» de Puebla. Tutor del Centro de Escritura UPAEP.

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