La novela total, una exploración espacial

Cuando pensamos en el tipo de libros que nos llevaríamos a una isla desierta es común pensar que elegiríamos una obra completa, aquella que pudiera abarcar la mayor cantidad de temas, una obra que sea un mundo en sí, un universo contenido y autosuficiente que no necesitara de nada más, que fuera tesis y antítesis de sí misma, su afirmación y refutación a un tiempo. Un libro que a través de ciertas generalizaciones o lecturas frías diera pie a un sinnúmero de interpretaciones. En el siglo XX, esta tendencia ambiciosa y agotadora tuvo sus mejores representantes en el boom latinoamericano con obras como Conversación en la catedral (1969) de Mario Vargas Llosa; por poner sólo un ejemplo, aunque podríamos mencionar novelas como Paradiso (1966) de José Lezama Lima. Es posible distinguir este enfoque en obras posteriores al boom como Los Sorias (1998) y El jardín de las máquinas parlantes (1993), del que se conoce como el Thomas Pynchon argentino, Alberto Laiseca y en un representante tardío de este fenómeno, Roberto Bolaño, a quien se le considera como su continuador. La ambición de Bolaño lo condujo a realizar esa monstruosa y grandilocuente novela llamada 2666 (2004), obra póstuma en la que distinguimos sus fases de concreción hacia lo que hubiera podido ser ya que al autor le faltó salud para terminarla como es debido. Una actitud semejante de inclusión y totalidad la puedo distinguir en ese ladrillo inmenso de nombre La broma infinita (1996) de David Foster Wallace, más allá de su argumento y sus múltiples líneas ficcionales, el autor parece hacer una suerte de recopilación de datos relacionados con toda clase de temáticas. Publicada hace más de veinte años, La broma infinita tal vez sea la muestra más cercana de esa tendencia que consiste en erigir libros bíblicos, obras colosales que son como templos a la imaginación y que pretenden incluirlo todo, como un libro de libros. Aquí, el tamaño sí importa.

La idea de una obra total parte de una tendencia a considerar la realidad desde las más diversas aristas. Se busca crear un compendio o un tratado que abarque la mayor cantidad de perspectivas. Se rompe con las clasificaciones que sitúan a una novela como objetiva y a otra como subjetiva. Ya no hay discordancia entre realismo y romanticismo, entre la mitología y el cientificismo ya que, la obra sería una síntesis, una forma de sincretismo, o de coincidentia opositorum. Un ser humano no se comprende sin explorar tanto su parte racional, como su lado místico, la novela total irá a la par con esta actitud de pensar la realidad como un conjunto de pequeñas aproximaciones que forman un todo. La novela total pretende estar un paso más allá de la narración, su propósito es dar una visión del mundo, una especie de imago mundi, una «geografía de lo maravilloso». Es un río de navegaciones arduas, un torrente con sus rápidos y sus remansos. La motivación de los autores totales sería la de crear un mundo a través del acumulación de referentes y la adefagia libresca.

Es común decir que a cada hombre lo preceden treinta fantasmas, esa es la proporción en la que los muertos superan a los vivos; por eso todo escritor no hace más que tomar algo que ya existía, esos fantasmas que le preceden y lleva a cualquier parte como un largo equipaje. Como nos aferramos a la tradición a veces más que a la innovación, la creación es memoria cultural, deseo de consignar cierto universo cultural; como a veces nos inclinamos a la innovación, toda creación quiere respirar los signos que destellan en su presente, y desde ese Zeitgeist, absorber en mayor o menor grado el espacio cultural que le antecede. La tendencia totalizadora lleva al extremo la voracidad por datos y referencias para alimentar el paisaje, los escenarios, la estructura y los personajes de una obra en particular. La novela total es una travesía ambiciosa, de vastos escenarios, un intento —siempre infructuoso— de incluirlo todo y a todos. Dicha tendencia remite al autor a no ahorrarse ni las palabras ni los conocimientos para ascender y descender todos los niveles posibles de determinada realidad —Balzac consagró toda su vida en esa tentativa—. Se trata de conjuntar ideas, agotar temáticas, combinar estilos, confrontar miradas, interrelacionar obras culturales; referir, nombrar, detallar; experimentar con el lenguaje y sobre todo, incluir. Magnificencia de un muralismo narrativo. Recuerdo que alguien lo llamó «universo literario de flujos y reflujos, literatura de vasos comunicantes».

El novelista total cree que puede asumirlo todo, más que a esos treinta fantasmas; nada le es ajeno; su obra es una summa, el muestrario sin reservas de un universo personal e impersonal. Ciertas obras pueden confundirse con un collage —como el caso del Ulises (1922) de Joyce—, en otras obras es mucho más fácil descubrir una trama y un hilo conductor. Para Umberto Eco, todo esto es parte de las trampas que pone el autor quien aborda la conquista del lector deslumbrándolo, trampas que lo llevan a captar su atención. En ese bosque denso en que se ha sumergido el lector es fácil perderse: el barroquismo de escritores como José Lezama Lima, Alejo Carpentier y Miguel Ángel Asturias nos permite creer eso. «Ahora eres mío», parece decir el novelista, mientras que el lector novicio, por momentos camina desorientado y no tiene más remedio que avanzar en el barroquismo de la selva propuesta, abrirse camino a machetazos. Pero el despilfarro y la verbosidad también reflejan un deseo de recuperación, una manera de decir que estamos compensando un silencio impuesto o autoimpuesto. Y es que todo cabe, todo es consignable: de Las mil y una noches a Andy Warhol; del dios Júpiter a Superman; de nombres de filósofos a un tour de force de marcas comerciales; de la poesía a la cibernética; del descubrimiento del fuego a la conquista del espacio; o bien, como alguna vez dijo Carlos Fuentes, «de Quetzalcóatl a Pepsi-coatl». Todo es válido.

Novelista con propósitos experimentales que lo asemejan mucho a escritores del siglo XX fue François Rabelais, quien, apenas saliendo del medievo y con el lastre de la censura escribió un conjunto de novelas-crisol, los cinco libros de Gargantúa y Pantagruel (1532-1564). En Rebeláis es inimaginable la concreción o la economía verbal, no utiliza una sola palabra si puede usar cinco sinónimos de la misma, no se ahorra despilfarros eruditos, catalogaciones, enumeraciones. Su prosa tiene correspondencias posteriores en Sterne, Joyce y también en George Perec. Rabelais nos demostró que una obra podía ser parodia de sí misma y de sus lectores, de su realidad circundante, de su autor, quien se propone «divertir y enseñar», y realizar esta obra le llevó treinta años de su vida. Juegos entre la ficción y la realidad los libros de Gargantúa y Pantagruel abordan una gran cantidad de materias: filosofía, religión, medicina, crítica de las costumbres de la época, literatura, poesía, pedagogía, derecho. Rabelais también juega con los distintos estilos de narrar, todo subrayado con un extraordinaria libertad creativa; no sólo aborda múltiples temas sino que también juega con estilos y estructuras, y es uno de los primeros en demostrarnos las posibilidades de destrucción del lenguaje y hacer que las palabras «descansen» del peso de su significado y se conviertan sólo en forma, construcción fonética, descubrimiento sonoro; así mismo crea una erudición apócrifa, trucada: hace citas de obras y escritores que nunca existieron.

El novelista total, en su interés de poblarlo todo se saca planetas breves de la manga. ¿Ejercicios de futilidad? Claro que sí. En un mundo cerrado y autosuficiente de la obra todo cabe, Vargas Llosa define la novela total es esta manera: «una realidad total, enfrentar a la realidad real una imagen que es su expresión y negación […] se trata de una novela total por su materia, en la medida en que describe un mundo cerrado, desde su nacimiento hasta su muerte y en todos los órdenes que lo componen». Claro que Vargas Llosa hablaba sobre Gabriel García Márquez en Gabriel García Márquez, historia de un deicidio (1971), pero, en esencia, es la intención de Rabelais en su sincretismo de diversas posturas que, en esa construcción colosal parecen antinómicas: «tradicional y moderna, localista y universal, imaginaria y realista», nos dice Vargas Llosa. No es tan importante lo que sucede en libro como la obra «en sí», la novela es su protagonista y también, los divertimentos de su lenguaje. Después de todo, «muchos años después» de Rabelais, García Márquez mencionaría su deuda con ese escritor francés en otro paradigma de la novela total: Cien años de soledad con la fútil malicia de quien solo quiere poner «una cáscara de banana a los críticos para despistarlos».

La primera novela moderna, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605-1615) nos otorga un panorama total, incluyente, tiene mucho de novela total, desde luego. En su peregrinaje, Don Quijote y Sancho hacen que la escritura y la narración de una obra se enfrente a lo diverso y a lo abigarrado. El mundo es otra cosa, muy distinto a lo planteado en las novelas de caballería, y se intenta su descubrimiento con una nueva mirada. Parodia, crítica, guiños de ojo al lector, combinación de géneros literarios, discurso filosófico; es en El Quijote donde el autor puede ser un personaje más de la novela, desentenderse de su obra y atribuirla a otro o pretender que los personajes ficticios habitan la misma realidad que su creador: literatura de vasos comunicantes, puentes entre la realidad y la ficción. La «realidad» de la obra se desborda como un río crecido y nos inunda. Cervantes y Rabelais son puentes entre la Edad Media y el Renacimiento: aniquilan certezas, cuestionan cosmovisiones establecidas, como la propuesta por la escolástica y, a partir de ahí, se empieza a andar en lo vago y en lo indeterminado, todo esto repercute en una obra ora de impresión cómica, ora festivamente exuberante. El encanto de la travesía, de la navegación ardua, consiste en ignorar lo que nos depara el kilómetro siguiente. Cervantes hace un retrato de la sociedad de su tiempo, un retrato humorístico y sarcástico.

Novelista total es también Honoré de Balzac: el Balzac realista que cuida todos los detalles y atiende pormenorizadamente la apariencia y actitud de sus personajes, el Balzac naturalista, preocupado por dar un sustento científico a sus observaciones; el Balzac identificado con el romanticismo del relato folletinesco. El conjunto de obras que forman La comedia humana (1830-1850) es un microcosmos total, autosuficiente; su referencia siempre es precisa cuando se busca ubicar la atmósfera social de la primera mitad del siglo XIX en Francia, sólo Balzac es capaz de llevarnos ahí al hacernos cómplices de su imaginación y compartir la vida de sus personajes. La comedia humana es un tratado que pretende abarcar los modos de toda una sociedad. El mismo autor revela que sus obras son «estudios» que va a dividir en diversas «escenas».

Es en el siglo XX cuando la palabra «novela» nos empieza a poner en aprietos al remitirnos la vaguedad y al eclecticismo de estilos en un mismo relato; la combinación de géneros en una misma narración y a las intenciones experimentales; la construcción/deconstrucción del lenguaje, la supresión de signos de puntuación, la interacción con el lector, la intertextualidad temática, los excesos verbales. No quiero decir que esos fenómenos no se hayan presentado antes, pero es en ese siglo cuando se vuelven más notorios. Es común asociar la novela total con la experimental, más bien, la experimentación es una de tantas facetas que tienen dichas novelas. Joyce explora las posibilidades de una escritura oscura, intrincada, a veces de difícil concisión. Considerada como una obra destructiva, Ulises, para Gustavo D. Perednik es una «síntesis del hombre que ha asumido una milenaria experiencia, lo ha visto todo, lo ha experimentado todo». El relato se convierte en un vuelo que todo lo es, todo lo ve; un frenesí de ubicuidad, de ferviente anhelo de pertenencia y espacio, de «saqueo cultural». En Ulises, todo parece ser aluvión, torrente, melting pot, ciencia-fusión, sincretismo y chistes privados. Joyce es un bromista, un terrorista de las palabras. Lo veo desde aquí reírse de sus exegetas en la eternidad: «He llenado la obra de tantos secretos que van a necesitarse dos generaciones o más de investigadores para agotarla», dijo alguna vez. Cuando Elena Poniatowska habla de Carlos Fuentes en su prefacio de Cambio de piel (1967) afirma que «el terrorismo verbal se regodea con el infantilismo» y eso me lleva a pensar que la novela total tiene algo de broma y de ambición un tanto pedestre: el novelista es un niño en la cueva de Alí Babá jugando con abalorios —pensemos en Perec y sus constantes enumeraciones—. El gusto por las formas grandiosas y esforzadas que motiva la novela total también es propio de William Faulkner con la saga de novelas sobre Jefferson-Yoknapatawpha y de Thomas Mann con libros como Doctor Faustus (1947) y La montaña mágica (1924). Como Balzac, estos autores logran crear un universo imaginario completo en sí mismo.

Thomas Mann nos otorga una obra situada como Denkensroman o «novela de pensamiento» capaz de atraparnos para darnos una experiencia de transformación, de lectura como rito de iniciación, se trata de La montaña mágica, novela que asume la conquista del lector a través de sus hechizos de exuberancia. La obra es una declaración de amor a la vida y una celebración del intelecto universal, y también, un libro-síntoma que hacía eco de la Primera Guerra Mundial y que por momentos parece prefigurar la Segunda. Thomas Mann solicita circunspección y complicidades en esos paseos interminables de los protagonistas de la novela. Esas jornadas de ergotizaciones, aprendizajes e interrogaciones conforman la veta racional y sentimental de todo un caleidoscopio. El autor explora las tensiones entre el misticismo de Naphta y el racionalismo de Settembrini, quienes se disputan el alma del protagonista, Hans Castorp. No hay conclusiones en este aspecto pero la impresión total de la obra nos apasiona —otra propiedad de la novela total, sabe generar entusiasmo—.

El autor total es antoja imposible —y lo es—, la inverosimilitud es parte de su estrategia para seducir; el autor total no es modesto —no se lo perdonaríamos—; cree que vive en el centro del mundo —y escribe desde ahí—; es obsequioso y no se ahorra páginas. Cada palabra construye al autor como si quisiera recuperarse de un horror vacui. El autor edifica su mundo habitable, su espacio necesario. Los estímulos culturales hacia la novela total se vuelven tan numerosos que la novela termina por parecer un Agujero Negro capaz de devorarlo todo, incluyendo a los lectores.

Cuando iniciaron las caminatas espaciales después de Leónov, se solía decir a los astronautas y cosmonautas que no abandonaran la cápsula espacial, petición que tal vez resulte absurda. Para ello, se les recomendaba no dar la espalda a la nave, no perderla de vista. Se creía que si observaban mucho tiempo la simple y llana vastedad del universo ellos tendrían una especie de borrachera o brote psicótico espacial y se lanzarían al infinito, seducidos por la enormidad de lo que tenían enfrente, rompiendo ataduras. Obviamente se trababa de un mito. Sin embargo, la creencia tenía cierto peso: lo que más necesitamos es espacio. Sólo así se concibe nuestra incesante necesidad de conquista. Espacio que represente posibilidades de escapatoria. América es concebida en la historia como el u thopos, el espacio inexistente y al mismo tiempo posible, deseado y creado por la sensibilidad europea antes de su descubrimiento y conquista. Es la necesidad de un nuevo comienzo desde cero. Un autor total como Carlos Fuentes le hace decir a Guzmán, uno de sus personajes de Terra Nostra (1975): «Señor, España ya no cabe en España». En la literatura la creación se concibe como un viaje en el que muchas veces sólo son importantes los itinerarios y la acumulación de millas de vuelo, el destino parece disolverse, posponerse para otro día. ¿Se escribe para superar la claustrofobia en un mundo que parece cerrarnos el paso? ¿Construimos mundos imaginarios como sucedáneos de ese espacio vital? ¿Busca el autor la totalidad como la creación de un espacio poblado y al mismo tiempo respirable? Sabiduría como conquista de distancias. La imperiosa necesidad de saberlo todo e intuirlo todo, o bien, de poblarlo todo con algo de nosotros mismos, o de ser saturados por lo ajeno. El hechizo fáustico del «quiero saber o no quiero vivir» que en Sor Juana Inés de la Cruz se expresa en su Primero sueño (1692): la madre Juana soñando que se eleva y contempla el nocturno retablo de una totalidad inalcanzable, inasimilable. El sueño de un conocimiento que pueda abarcarlo todo. Afán totalizador e infructuoso. Sor Juana despierta desilusionada. Percibo en los autores totales una obsesión semejante a la de Sor Juana.

Fernando del Paso es otro novelista con intentos totalizadores y de conjunciones; autor que se empeña en la búsqueda de espacios; éste es capaz de confeccionar obras que funcionan como verdaderos centros de gravedad hacia muy variados costados del conocimiento. Cada una de sus novelas es producto de una investigación exhaustiva que le ha tomado cerca de una década. Siete años de indagación para José Trigo (1966), diez para Palinuro de México (1977) y otros tantos para Noticias del Imperio (1987). Todo es excusa para la aglutinación. Palinuro de México por momentos da la impresión de ser un censo de población real e imaginaria, humana y divina, viva y muerta. El escritor nunca niega sus influencias —entre las cuales está Joyce, desde luego— y acostumbra mostrarnos una escritura con intenciones experimentales. José Trigo nos habla de instantes que se bifurcan, de momentos que son desviados a muchos ámbitos. La escritura de Del Paso juega con el significado de las palabras, abunda en los neologismos y, como Rabelais, es dispendioso. La totalidad de sus novelas abarca la exploración lingüística y redunda en un barroquismo que por momentos se antoja gratuito. No lo es tanto. La novela es un desparpajo de voces en fecundidad expresiva y es también, la expresión de una necesidad incesante de referir, nombrar, detallar. La monstruosidad verbal de una obra abona el cultivo de una lengua, establece el canon cultural de una civilización. Las novelas totales dan forma a los diccionarios.

Equilibrio entre el rigor de la investigación histórica y la exactitud de la poesía Noticias del Imperio es otra novela total. Fernando del Paso retoma la figura de Carlota de Bélgica —la trágica emperatriz mexicana— y la convierte en un personaje-conjunción. Todo confluye en ella: su fantasía delirante es un surtidor de imágenes verbales en donde no existe ni la economía ni la concreción, todo es aluvión de imágenes delirantes y monólogo interior. La imaginación de Carlota toma los mitos, las creencias, los paradigmas de la civilización y busca apropiárselos, ser parte de ellos. Esa fantasía se nutre del conocimiento de la imaginación universal. Será preciso, entonces, referir toda clase eventos culturales, sucesos históricos, saltos temporales y geográficos, hacer una meticulosa recreación y recapitulación de la historia del Segundo Imperio Mexicano. En la imaginación divagante y de borrachera verbal de Carlota todo es excusa para la revisión. Carlota en su locura toma las personalidades de otros, finge saberlo e intuirlo todo, su locura también es anhelo de ubicuidad. Fernando del Paso, en la creación de sus personajes aparenta una erudición diabólica, da la apariencia de abrir los ojos en cualquier fecha de la historia, en cualquier lugar, a cualquier hora. ¿Es Carlota un alter ego o trasunto del autor? ¿Representa esta Carlota ficcional, creada por Fernando del Paso, nuestra ardiente necesidad de espacio?

Al principio del texto hablaba de La broma infinita de David Foster Wallace, esta novela parece quedarse ahí en el librero de muchos lectores, esperándonos, como invitando y proponiendo el salto del astronauta, completamente solo, en su borrachera de conquista de espacios. El libro total propone el reto de visitarlo, no hoy ni mañana, será cuando llegue el momento puntual, esperando la cita con el lector posible, porque todos sabemos en nuestro fuero interno que tarde o temprano nos enfrentaremos con una obra de semejantes dimensiones, quizá por curiosidad, o por cumplir un reto con nosotros mismos o por simple morbo. El lector es un personaje que parece dejar todo a la conjunción de los astros, porque sabe que hay un momento para todo, y de alguna manera, comparte con el autor esa necesidad de poblarse a sí mismo con el milagro de lo ajeno, como un cómplice que no concibe el vacío y disfruta del ruido de una soledad habitaba por sombras amigables y entre más grande esta soledad, mucho mejor.

∗Noé Vázquez (Puebla). Es escritor y ensayista. Cuaderno navaja es su espacio en la pecera. Publica en la revista Crash.mx y otros medios.

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