Juego de niñas

La gente en la Ciudad de México no sabe aceptar los volantes que otros les tienden, pero cuando se trata de una tarjeta de la Santa Muerte, reaccionan como si les extendieran el cadáver de un ave. Atención garantizada y discreta, se lee en la tarjeta azul. A un lado de la dirección (Río de los Remedios, calle Valle del Oro, colonia Valle de Aragón), se encuentra una Virgen María, con la mirada baja.

«Lectura de cartas, limpias, veladoras preparadas»: su voz tiene un dejo infantil, parece hablarle a las almas cuando su volumen baja hasta el susurro. Cuando se mueve adelante y atrás de su pequeña mesa, lo hace con saltos de pajarito de la suerte. “Lectura de cartas, limpias, veladoras preparadas”. Nadie le pide que suba la voz. Nadie le busca la mirada.

Aunque en su invitación hay amabilidad, no sonríe.

No se escucha a las palomas recién nacidas, pero ahí están, bajo el puente vehicular que brinda una sombra helada. Es un día nublado, de esos en los que la mañana no avanza. Hay once puestos extendidos en líneas paralelas desde la avenida hasta el metro Nezahualcóyotl; los vendedores alineados parecen resguardar un mausoleo. Ocho son de comida, dos de ropa y el último es un altar para la Santa Muerte, rodeado de una atmósfera de miedo reverencial, atávico. La mayoría de las personas se oponen a que se le denomine Santa, pues además de los arcángeles, sólo los hombres pueden alcanzar el grado de santos.

A los costados del altar de medio metro, hay tres cabinas telefónicas, ninguna sirve. Aquí trabaja Regina. Ella no sabe que su nombre viene del latín y significa “reina”. Una lona cuelga a su lado.

Lectura de cartas y palma de mano, amarres, retiros y desamarres. Veladoras preparadas para el amor, trabajo, dinero. 100% garantizado. Rituales para la mala suerte.

Para algunos, ese nombre remite a la reina de los cielos: la Virgen María. Para ella, no.

Las palomas que se ven a diario en la ciudad, en el mundo, son originarias de Europa, Asia occidental y el norte de África. Llegaron a Norteamérica hace varios cientos de años. Según la Biblioteca Pública de Nueva York, los europeos llevaron estas aves a las costas de Estados Unidos, probablemente en el siglo XVII, para criarlas como hobby o como alimento. Algunas se escaparon y llegaron a las ciudades, donde hallaron en las cornisas de los edificios un sustituto de los acantilados en los que anidaban en estado salvaje

El culto a la Santa Muerte llegó en una época similar: se tienen registros desde 1795, año en el que algunos indígenas servían a un esqueleto al que llamaban Muerte. En el 2012, la Santa Muerte, como movimiento religioso, contaba con más de doce millones de creyentes: su naturaleza universal atrae a miles de personas al año. Aunque se reconoce que la Santa Muerte es de origen prehispánico, a la mayoría de sus creyentes se les considera ajenos al medio mexicano y muchos se han ocultado por años alrededor del país.

La excelente adaptación de las palomas hizo de su especie una plaga invasora; su presencia no está considerada en la dinámica ecológica. De las 308 especies existentes, con individuos acusados de ser intrusos, cuatro ejemplares han decidido salir del nido esta mañana y se encuentran volando bajo alrededor de la escultura que venera a la Santa Muerte en metro Nezahualcóyotl.

Regina llega en punto de las nueve, barre su lugar, riega un poco de agua y se dirige a una farmacia que está a unas cuantas casas: paga semanalmente al dueño para que le deje guardar sus cosas en la bodega de los medicamentos; imposible llevarlas en el transporte público.

Le toma tres viajes sacarlo todo. Arma su mesa redonda, la cubre con un mantel de poliéster rojo y acomoda ocho veladoras en zigzag. Los transeúntes avanzan con el cuello vencido como dolientes: lo único que a veces los hace levantar la cara es un esqueleto de un metro que no está sometido a un ataúd y lleva un vestido azul y plata de tela gruesa, sombrero con velo, uñas pintadas de rojo. Las únicas partes en hueso vivo son las manos: la izquierda sostiene una paleta de caramelo y la derecha una esfera con textura de puño de tierra: podría ser el mundo. A sus pies, descansa una pequeña versión de ella misma, pero de una tonalidad blanco percudido, como el de una suela vieja.

Unos cuantos centímetros al frente, también sobre la mesa, un pequeño perro dorado, con marcas en el pelaje, se sienta sobre monedas sin centro, entre los dientes lleva una cadena con más monedas; su cuerpo entero es un lingote de buena suerte. Regina se toma un momento para tocar las cuatro manos con el pulgar y el índice, acaricia ambas figuras con ternura, como un niño mimando a un ser indefenso. El perrito estira en quietud su cuello de oro, pero Regina no lo toca. Extiende la baraja del tarot en el perímetro de la mesa, saca una botella de mezcal de su mochila y vierte un poco en la sonrisa desprotegida de la Santa Muerte. Mientras el licor se filtra por los poros de arcilla, Regina sonríe como una niña jugando al te.

Una mujer robusta, de aproximadamente sesenta y cinco años, tiende una pequeña lona a tres metros de Regina. Con una franela, limpia uno a uno varios pares de zapatos usados y los acomoda en filas irregulares que no llegan a ser un zigzag. Hay once pares: botas, zapatillas y tenis. Algunos están demasiado dañados y es imposible quitarles el tono de cera vieja. La mujer los mira, parece preguntarse algo. Regina se acerca.

—¿Qué precio tienen? —levanta un par de botas negras a las que les cuelga un moño de piel sintética—. Estos

—100 —los tres números salen de la boca de la mujer, que no deja de limpiar mientras mueve los labios, tan pegados al pecho que se le forma una pequeña papada.

Después, le muestra a Regina unas zapatillas del mismo tono del vestido de La Santa Muerte. Regina los mide en el aire, luego acomoda ambos pares en el suelo, desanimada.

Regina es de complexión pequeña, tiene veinte años, es una persona tímida y aniñada que vive al filo de dos mundos. Su labor es sencilla: canalizar al local principal a quienes pidan informes. Manda, aproximadamente, dos personas cada quincena a sus empleadores y recibe por ello un sueldo semanal. Cuando lleva a más personas, obtiene un pequeño bono.

—Hace unos meses iba para la casa en la que se hacen los trabajos: dos señoras querían una limpia —mientras habla, la gente pasa a su lado con paso firme, con los mismos movimientos bruscos que usan para asustar a un ave de mal agüero.

—Sí, bueno, no está tan lejos —continúa Regina, ignorando los movimientos—: son dos estaciones a Río de los Remedios. Íbamos muy rápido porque dejé encargado el puesto. Cuando todavía faltaba una calle para llegar, ya no las vi. Desaparecieron sin decir nada. Me regresé y ya, pero el dinero de los boletos, ¿quién me lo devuelve?

Parece pensar en su bono.

Miles de cruces sin cuerpo se difuminan en las avenidas, se hacen parte del entorno; la gente camina al lado de nombres adornados con latas vacías.

Gerardo Álvarez 1982-2002.

La cruz negra se encuentra a medio camino en diagonal entre el puesto de Regina y la farmacia. Cargada de polvo como un umbral, pasa desapercibida. Un florero espera como un perro sentado en la hierba, solo lo acompaña un tronco casi muerto, pintado de amarillo, donde las aves no alcanzan a posarse. Descansa en paz.

Recuerdo de tu esposa, hijos, familia y amigos.

—La gente es muy desconfiada. Hace unas semanas, un hombre al que le di la tarjeta, llamó, pero le dio los datos mal a mi compañera, para que no supieran cómo iba vestido.

Una mujer inicia el recorrido hacia el metro, se tambalea un poco con cada paso, empieza a persignarse cuando pasa frente a la mesa de Regina: los dedos a la frente, luego en el pecho y los hombros.

—Cuando ya se dirigían al lugar para que le hicieran el trabajo, dijo que tenía que comunicarse con alguien y desapareció.

La mujer continúa en línea recta hacia el tubo blanco que sostiene en las alturas al pequeño altar para la Virgen María, adornado con flores sintéticas; parece una casa de pajaritos, una donde llegan a anidar las Aves Marías. La mujer baja las manos cuando ha pasado ambos altares, sin mirar ninguno.

―En la tarde, estuvieron llamando para insultarnos: era la hermana de aquel hombre. Dijo que queríamos secuestrarlo, que publicaría nuestros datos en internet porque somos unos estafadores. Nosotros sólo queríamos ayudarlo.

Prende un cigarro y lo acomoda en los dedos cadavéricos de La Santa Muerte. El humo se desprende en un hilo muy fino que emprende el vuelo y le toca el cabello a Regina. Ambos hilos le unen el pensamiento.

―Sé que hay gente que trabaja con animales, pero nosotros no hacemos eso porque…

Su mirada está fija en las veladoras, apagadas, sobre la mesa, luego se posa en un par de palomas: una de ellas brinca con una sola pata. Las dos aves se elevan y van a posarse bajo el puente; el aire que dejaron sus alas podría apagar todos los altares de la ciudad.

―Tenemos cinco perros ―parece dar una explicación sobre el porqué no trabajan con animales―, todos llegaron solos: están en el lavadero para que los niños no los agarren mucho. Es que no están vacunados.

Se interrumpe con brusquedad: un joven se acerca de prisa, trae las manos en los bolsillos. Regina da un diminuto paso hacia atrás, apenas perceptible, para luego retomar, poco a poco, el control de su cuerpo. Su precaución es automática, y justificada, porque la gente a su alrededor suele adquirir el gesto rabioso de un animal condenado al matadero: como si las palabras de Regina fueran las últimas antes de morir esa misma noche.

Su trabajo es el de una confidente, no muy distinto al de un cura o un psicólogo. Labora en la Ciudad de México desde hace ocho años, aconsejando siempre a alguien. Ha visto y hablado con todo tipo de personas.

―Llegan muchos padres y pastores, algunos sólo quieren espiarnos, pero la mayoría regresa.

El joven llega hasta el altar, toma la versión pequeña de La Santa Muerte y se persigna con ella, saca un par de monedas y las deja con cuidado en el cesto forrado con papel aluminio, junto a los dulces, después regresa la figurilla a su lugar. Regina evita su mirada.

—Yo no sabría qué decirles: no leo las cartas, no veo nada. Algunas veces he llevado a secuestradores, a ladrones. Lo sé porque mis compañeras lo ven en la lectura.

Sigue la espalda del joven hasta que desaparece, luego sube la mirada: las palomas ahora descansan sobre una lámpara cuadrada pegada al soporte del puente.

Un pequeño borde triangular de concreto se levanta cuando alguien pisa el extremo opuesto, luego baja; parece que la calle hace una reverencia. Hay cortes en el pavimento, como si la calle se hubiera desgarrado la ropa: los empleados municipales han levantado el viejo concreto de las banquetas que está en el paso hacia el metro, pero todavía no terminan de retirar los trozos sobrantes. La gente tropieza constantemente.

Una paloma café chocolate descansa en el barandal de la escalera del metro y desde ahí observa a la gente esquivar los trozos de concreto. Inclina la cabeza hacia la avenida, donde cuatro hombres comparten la energía de sus vehículos. Una distinta vuela hasta posarse a un lado del puesto de tamales: busca migajas.

La vendedora ha terminado su mercancía, es una mujer joven y corpulenta de rostro duro, sin embargo su voz es maternal. Las manchas en su piel muestran que ha trabajado toda su vida bajo el sol. Sus labios combinan con la sudadera que le llega casi a las rodillas. Mira la mesa de Regina y piensa en su casa, en la habitación que perteneció a su hijo y que ahora está vacía. Piensa en su familia. De pie, amarra las hojas de tamal mientras habla con su ayudante. Cuando termina de juntar sus cosas, sujeta el triciclo lleno de tablas y ollas. Una motocicleta pasa por la avenida, el sonido le provoca un ligero temblor; le es imposible no recordar el accidente de su hijo, la ausencia, la habitación vacía; su sonrisa se tensa. Baja las gafas que se oscurecen con la luz del sol, se talla los ojos y se oculta tras la sombra de la gorra, para no mirar más, en la mesa de mantel rojo, el rostro de quién cree se ha llevado a su hijo.

Frente al altar de La Santa Muerte, a unos metros, un puesto de ropa está instalado casi en su totalidad. Cuando por fin termina de acomodar su mercancía, la mujer comienza a vestir dos maniquíes con prendas deportivas. Al verla, Regina baja un momento a su Santa para acomodarle el sombrero y limpiarle el rostro, con cuidado. Casi un mimo. La mujer del puesto de ropa divide su atención entre los maniquíes y su hija pequeña, que apenas sabe caminar y da pasos inseguros alrededor del puesto, como sobrevolándolo.

—Ella me cuida, es difícil que alguien se meta conmigo, aunque a veces viene gente que me dice que no existe ―Regina se toma una pausa, mira a la niña junto al puesto de ropa―. Yo les digo que sigan su camino. Que todos sigan su camino.

Ese «todos» echa a volar detrás de cada auto en los carriles, abarca las vías y desciende sobre la estación de metro. Regina observa los rieles que se extienden junto a la Avenida Central, los durmientes viejos del tren de carga, que corren paralelos a las vías del metro, pero separados por una avenida.

—Dicen que aquí cada año el tren se lleva a una persona: debe ser culpa del puente —dirige la mirada hacia los soportes sobre su cabeza y los sigue hasta su unión con el arco, donde anidan las palomas—. Es como el mar en Semana santa: se tiene que llevar a alguien o se enoja.

Una señora se acerca para dejar un frasco de líquido para burbujas cerca de los pies, recién pulidos, de La Santa Muerte, después se persigna. Regina toma una botella y le vierte el contenido en las manos: huele fuerte, a hierbas y templo. La mujer lo frota en su cuello, en su frente. Saca un billete de veinte pesos y lo sujeta con un alfiler al vestido de La Santa Muerte.

—Gracias, mi niña ―Regina sabe que no se dirige a ella.

La mujer continúa frotándose el líquido en las manos, no se da cuenta de que una niña pequeña, que sigue tratando de descifrar cómo se camina, casi choca con ella. Corre de un puesto a otro y cuando su madre por fin tiene la mercancía lista, juega a asomarse por el espacio entre las piernas de los maniquíes. Cuando la mujer se va, Regina le sigue el juego: se oculta detrás del vestido de La Santa muerte. La niña corre, como puede, hacia el altar. Regina toma el frasco que dejó la señora, lo abre y sopla burbujas que caen sobre el rostro de la niña. Ambas sonríen, la pequeña tiene jabón en el cabello, en las manos, pisa las burbujas a su alrededor.

Saben apreciarse una a otra, no se reservan miradas ni palabras. Juegan por un rato hasta que, sin más, la niña pierde el interés: las burbujas parecen caer más despacio mientras se acerca a su madre, quien ha capturado el aire del ambiente, cargado de palomas, en una bolsa que así, inflada, parece un globo. Se lo da a su hija y ella, con una sonrisa, libera el aire, que se mezcla con el piar de las palomas recién nacidas. Avanza con pasos inseguros, que todavía conservan un poco de cascarón, levanta la bolsa del suelo y la lanza de nuevo: la madre y Regina la observan, ambas saben reconocer un acto de amor.

Regina viajó a la Ciudad de México por primera vez en el 2012. Antes de trabajar en el altar, conoció los problemas de venir de una comunidad rural, sin muchos papeles escolares. Dejó a sus padres en Puebla para irse a Veracruz, de donde vino a la ciudad donde ahora cuida de La Santa Muerte. Se ríe al recordar lo pequeño que era el pueblo en el que vivía, habla de sí misma como si describiera a otra persona, pero en sus comisuras esa división desaparece.

—Allá las casas estaban muy separadas, no como aquí. Vivo con un familiar, casi no salgo, a mis papás les da miedo desde que le apuntaron con un arma a mi compañera: el señor se desesperó, no tenía fe, quería un trabajo para quedarse con su ahijada, hacerla su mujer —su voz adquiere profundidad, sus labios se separan pero no dice nada, suprime a la segunda voz que trata de salir. Baja la mirada y saca unas galletas de la mochila―. Pero mi compañera dice que mientras pague…

Acomoda el velo del vestido, con cuidado.

—Ese señor era guardia de seguridad y estaba armado cuando fue a reclamarle, pero al final no le pasó nada ―continúa alisando la tela que cubre a la efigie―. Ella nos cuida. Cuando solo teníamos el zaguán, allá donde se hacen los trabajos, ni una puerta más, asaltaron varias casas en la calle, pero a la nuestra no se atrevieron a entrar: teníamos una Santa más grande que yo.

Sus palabras surgen en un tono que hace que toda la conversación adquiera un tinte espiritual, conspiratorio.

Es mediodía. Regina ha tomado su banco plegable, recarga un brazo sobre la mesa y empieza a quedarse dormida. Palomas intrusas bajan a recoger las migajas de galleta que están alrededor del altar: su jornada, y la de Regina, está lejos de terminar. Deja de escuchar los autos, a la gente que sube a los microbuses. Los puestos cambian conforme pasan las horas, ninguno de los vendedores se despide al partir ni saludan al llegar. Regina ahora descansa adormecida, los transeúntes tratan de no pasar demasiado cerca del altar y algunos voltean para dirigirle una segunda mirada de reproche antes de seguir su camino.

A las seis de la tarde, los faros de naranja urbano comenzarán a despertar y le darán a la piel de Regina un tinte celestial, de deidad en folletos religiosos. Las palomas volverán a sus nidos a esperar un nuevo día. Regina, un poco adormecida, se verá como la virgen en sus tarjetas.

*Izel Shamaní (Estado de México, 1991). Cuentos, ensayos y poemas suyos aparecen en diversas revistas impresas y digitales, como Vertedero Cultural, Monolito, Nocturnario y Plástico. Es estudiante de la Licenciatura en Creación Literaria, de la UACM. Asiste al Taller de Creación Literaria del FARO Indios Verdes.

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