Fábula de la cucaracha y el desempleado por Alejandro Badillo

Está por ahí, merodeando en la entrada del edificio, indeciso, medio achispado después de unas cervezas en el bar. No fueron tantas botellas. Parecieron muchas por su frágil estado mental. Pero sólo bebió un par, quizás tres, no más. Es sabido que el alcohol aguijonea a los de espíritu atribulado. Aún recuerda el bar y el bostezo casi infinito del dueño, un bostezo que parecía tragarse toda su soledad, el mundo entero. El bostezo pronunciaba, en secreto, el verdadero nombre de la ciudad. Nuestro héroe, en la mesa, fue único participante en el juego de mirar y mirar los autos en la avenida. Pero hablemos de lo que importa: del sudor en su frente y el tic nervioso que le hace parpadear de prisa. Acaba de llegar a la entrada del edificio. La noche se vuelca, toda caliente, sobre el asfalto. El termómetro no hace más que subir: es una máquina de vapor, un globo que sube todo rojo hasta el cielo. En las paredes aún se siente el espíritu del fuego. Son las 11: la hora de los espantos, de los desamparados, de los que acaban de perder su empleo. En esto último piensa el hombre porque, justo esa mañana, acaban de despedirlo. ¿La razón? Una equivocación en la nómina de la fábrica. Los números mostraron un faltante que no pudo justificar. No era mucho dinero, sin embargo, los ojos de su jefe se encendieron, hubo malas palabras y lo demás fue mero trámite. Seguramente esperaban el mínimo error para correrlo. En un instante estaba fuera de las oficinas corporativas, con dos o tres cosas que le permitieron sacar. Rumió, en la calle, su desesperación. Después, como falaz consuelo, sin atreverse a enfrentar a su esposa, se refugió en un bar cercano. Ahí siguió haciendo cuentas: sumas, multiplicaciones, equívocas y desesperadas divisiones. Pero los números, simplemente, no cuadraban, quizás nunca iban a cuadrar. Harto, dejó los cálculos y, para no pensar en nada, se aleló mirando las burbujas de su cerveza. Cuando comprendió que el dueño iba a cerrar, suspiró y se encaminó al edificio.

¿Cómo decirle a su esposa que acaba de perder su empleo? Las palabras no bastan. Ella trabaja dando clases de inglés, pero sus ingresos no son suficientes como para sobrevivir una larga temporada siendo el único sostén. Quizás racionar los gastos. Quizás tragarse la vergüenza y pedir prestado. No es temor, es no saber qué hacer, cómo lidiar con la situación. Cavila y cavila en la entrada del edificio. Para alguien extraño a la historia, quizás apostado en la banqueta de enfrente, la escena es la antesala de un suicidio. En realidad el hombre sólo tiene ganas de quemar el traje que viste y arrojar a la calle la corbata. No quiere entrar al departamento. Mientras tanto da pequeñas vueltas en el recibidor, esperando que la situación cambie. Tiene ganas de caminar y caminar hasta que su problema, de alguna manera, se solucione. Sin embargo sabe que tendrá que subir al noveno piso y dar la cara a lo que venga. Se rasca la cabeza mientras espera el elevador. El edificio es viejo. El tiempo se alarga en la sangre. El corazón bombea. Las sienes laten y los latidos parecen, por su resonancia, los pasos de un gigante. En el recibidor se acumula el polvo y el calor. También se acumulan las cartas que nadie recoge. Están en montoncitos, como dunas en los estériles azulejos. Piensa que todas sus desgracias ocurren en verano. Siente que nada en un mar pegajoso y revuelto. La planta baja parece iluminarse por su derrota, por la órbita apesadumbrada que lo recorre. Las puertas del elevador se abren. El hombre entra arrastrando los pies.

Una vez adentro se quita el saco y pulsa el botón en el tablero correspondiente al noveno piso. Las puertas se cierran. Se escucha un tintineo pero no ocurre nada. No hay movimiento. El elevador es un auto viejo que, de repente, decide no avanzar más. Sólo que, en este caso, el pasajero no puede bajar para pedir ayuda, ni remediar el desperfecto por su cuenta. El hombre está sumergido en una lenta pesadilla. Nunca debió entrar al elevador. Alguien tuvo que haberle avisado que no funciona, al menos poner un letrero que diga “no entre”. Se lleva la mano derecha a la cabeza y siente el sudor que se acumula en su nuca. Sus axilas están húmedas. Tal vez las puertas estarán cerradas durante años y él morirá y sus huesos se convertirán en polvo. Y el polvo, de alguna forma, conspirará en la oscuridad del elevador, se llenará de odio fosforescente y eterno. Se debate en estas alucinadas suposiciones cuando escucha una voz que surge de algún punto del piso:

–No te desesperes, amigo.

El hombre da un pequeño salto. El asombro le gana terreno al miedo. No hay nada que lo amenace. Mira a todos lados. Extiende los brazos al frente como si tuviera, muy cerca, a un guerrero dispuesto a clavarle un cuchillo. Pero no distingue enemigos. Sólo una soledad tramposa. Se siente como un pez a punto de picar un anzuelo. No atina a identificar al culpable de la macabra broma. Su desesperación arde. Su alma es una piedra a punto del abismo.

–Aquí… abajo –vuelve la voz.

El hombre percibe que el sonido se desplaza entre sus pies. Es como el calor que asciende y sube en oleadas al techo. La voz lo asedia. Escucha el “aquí… abajo” como un eco que nunca termina. El sonido, casi un cuchicheo, es una dentellada, un breve latigazo de luz. Entonces descubre una cucaracha. Está muy quieta, en una esquina del elevador. Es de unos 6 centímetros de largo, marrón y, quizás por la mala luz, sus alas despiden un brillo turbio, como el de una moneda trabajada por el tiempo. Se dispone a aplastarla cuando escucha un “¡no lo hagas, pendejo!”. El hombre retrocede un poco. Después, se pone en cuclillas y se acerca al bicho. Desde esa distancia es como todas las cucarachas, al menos es muy parecida a las que pululan en el edificio en temporada de calor. Brotan de las alcantarillas en persistentes oleadas. Sin embargo, un examen más detenido revela una chispa de inteligencia, algo distinto. Quizás es la tímida vibración en sus dos largas antenas o la luz que ilumina su cabeza y que parece dibujarle una amarga sonrisa. La voz vuelve:

El hombre retrocede otra vez. Parece un desconfiado habitante de las cavernas, acercándose por primera ocasión a la orilla del fuego. Sin embargo toma arrestos y vuelve a su posición original. La cucaracha parece satisfecha o, al menos, poco temerosa. Su voz es diminuta y autoritaria. Hay algo de armonía en el tono, un matiz preciso en la dicción, elegante a pesar de la mala palabra que ha dicho antes. El hombre se acerca al bicho. Los dedos tiemblan. Su mente es una reunión alborotada de insectos, como cuando se enciende un foco y hay, en el ámbito luminoso, un agasajo de ellos. La cucaracha da unos brinquitos. Podría huir y desaparecer por algún resquicio casi imperceptible del elevador. Sus movimientos son voraces pero, al mismo tiempo, calculados. El hombre no puede dejar de sentirse ridículo cuando le pregunta:

–Soy el diablo –responde la cucaracha.

El hombre retrocede, sorprendido. No le impresiona que la cucharacha hable sino el tamaño de su afirmación. El diablo, un engendro mostruoso, con dientes que trituran acero y un tridente que puede ensartar a varias decenas de pecadores, está ahí, convertido en una simple cucaracha marrón. Quizás la aparición del extraño es fruto del estrés, quizás las cervezas tienen un lento veneno que, hasta ese momento, empieza a surtir efecto. Piensa en cualquier cantidad de perturbaciones mentales: la contaminación de la ciudad, el despido y la necesidad de un remedio eficaz a sus problemas. Sí, es el despido, su nerviosismo es tanto que creó una realidad alterna, una realidad en la que una cucaracha habla y afirma que, ni más ni menos, es el señor del mal, temido por tantos siglos.

El diablo comprende que el hombre naufraga en sus suposiciones y toma de nuevo la palabra:

–No te haré nada. Sólo quiero ayudar.

–¿Quieres mi alma? – le dice el hombre, recordando de pronto algún cuento leído en la infancia.

–¿Tu alma? No, no la quiero –dice el diablo y endereza las antenas para mostrar determinación –conozco tu problema –continúa– pues paso mucho tiempo aquí. Te veo ir y venir todos los días al trabajo. Escucho tus pensamientos y estoy al tanto de todo.

–¿Cuál es mi problema? –le pregunta el hombre, dispuesto a someterlo a una última prueba.

–Acabas de perder tu empleo –le dice el diablo mientras mueve las patas delanteras, quizás para darle más seriedad a sus palabras.

El hombre se rasca la cabeza y endereza un poco el torso. Su situación, dicha por el diablo, parece aún más grave. Antes de continuar, quizás para evadir el tema, le pregunta:

–¿Y qué estás haciendo en el elevador?

El hombre espera la respuesta aún en cuclillas. Se arrepiente. La pregunta no es la correcta. No quiere escuchar detalles de cómo el diablo esparce la maldad por el mundo desde ese insignificante edificio. Tal vez el elevador es su base de operaciones y desde ahí convoca el calor y hace que la gente se vuelva loca, explote bombas, se emborrache, insulte a sus conciudadanos en las largas jornadas de tráfico detenido e hirviente.

Entonces el diablo le cuenta una larga historia. Su narración, puntillosa en varios momentos, recupera episodios conocidos por la humanidad hasta llegar a la mañana en la que, sin previo aviso, sin ningún síntoma, despertó convertido en cucaracha. El diablo intentó un conjuro poderoso y, lo único que pudo lograr, fue articular las nerviosas patitas que se movían sin control. Pronto se dio cuenta de que dependía únicamente de sus habilidades como insecto. Sería difícil sobrevivir. Lo único que no había perdido era la razón y su espíritu maligno. Estuvo meses aprendiendo a desplazarse hasta que dominó los rudimentos básicos de navegación, huída y, por supuesto, alimentación. Extender las desordenadas alas para nutrirlas de luz fue, acaso, la más trabajosa de las faenas.

–Espera –le dice el hombre antes de que continue –si ya no tienes poder, ¿entonces quién está a cargo del mal en el mundo?

–No sé –le responde el diablo con un tono apesadumbrado, como si fuera una pregunta fastidiosa, hecha demasiadas veces–tal vez ustedes, los humanos.

El hombre se encoge de hombros. El diablo le cuenta que trató de encontrar explicaciones para su nueva condición. Pensó en su vida milenaria. No podía arrepentirse de nada, pues iba en contra de su naturaleza. Desde hacía mucho no tenía contacto con Dios. Lo recordaba como una conciencia sin nombre, encerrada en el tiempo; una fuerza sin rostro que nunca contestaba preguntas. Sólo estaba ahí, flotando, invisible y ausente de todo. Cuando aceptó su abandono se dedicó a navegar de noche por las calles. Después de unas jornadas de vida vagabunda, llegó al edificio y se internó hasta llegar al elevador. Encontró un hueco, justo en la esquina derecha, donde una parte del recubrimiento del piso se había levantado, para ocultarse de la gente. Las largas horas en las que el elevador estaba desierto salía de su escondite y se dedicaba a reflexionar. Contemplaba su nuevo hogar como una planicie monótona, un terreno estéril que hacía más grandes sus pensamientos. Nadie lo tomaba en cuenta y era casi invisible para los hombres. Antes era temido y, ahora, despreciado si se atrevía a mostrarse en público. Un vago sentimiento de humildad creció en las madrugadas inmóviles, alejadas del barullo del mundo, mientras las luces de la ciudad caldeaban la oscuridad, fermentaban basura, elevaban el calor hasta las cimas de las construcciones más altas. Algunas veces, un poco harto de su soledad, intentó salir del edificio, pero pronto comprendió que no tenía caso: los peligros de las calles son muchos, así que prefirió deambular en los pasillos y, de vez en cuando, explorar las intrincadas tuberías y algunas galerías subterráneas. Miró con asco a sus congéneres cuyas vidas se reducían a un comportamiento instintivo, casi mecánico. Descubrió que el lugar más seguro era el elevador. Ahí estaría a salvo de los ataques de otros insectos y, sobre todo, de las fumigaciones que hacían los vecinos. Con el paso del tiempo y para matar la ociosidad pensó que, si no podía alebrestar el mal y contagiar el caos, al menos le jugaría bromas a la gente. Un día descubrió que, tras el tablero de control del elevador, había dos cables que tenían un falso contacto. Un delgado cable amarillo estaba apenas unido con uno de color rojo. Después de varios intentos, logró separarlos. El elevador se quedó sin energía. Tuvo que practicar bastante para mover ambos cables a voluntad y no morir electrocutado en el intento. El diablo le cuenta, con un tímido orgullo, cómo dominó la técnica. Ahora sólo espera que lleguen las víctimas. Deja que pulsen el botón que cierra las puertas y, aprovechando la penumbra en el espacio cerrado, se dirige al tablero para desconectar los cables. El elevador, de inmediato, se detiene. Los pobres infelices piensan, al inicio, que es una falla temporal y que sólo basta una breve espera para reanudar el viaje. Conforme transcurren los minutos, pesados por el calor, comienzan a desesperarse. A veces hablan por teléfono y, entonces, algún familiar o algún vecino piadoso, se acercan al recibidor para tratar de arreglar el desperfecto. Nunca tienen éxito. El diablo, una vez que se ha divertido, vuelve a conectar los cables. La luz regresa y el elevador, como una bestia que despierta de su letargo, se pone en movimiento como si nada hubiera pasado. El diablo los ve salir, resoplando, sudorosos, como náufragos apenas conscientes de su rescate fortuito. Algunos son impacientes desde los primeros segundos de encierro y maldicen, golpean las puertas, intentan abrirlas con sus dedos. Otros, más metafísicos, se sientan en el piso y comienzan pensar. Por sus mentes desfilan episodios de sus vidas, escenas que el diablo puede ver como si estuviera ante la pantalla de un cine. A veces esos minutos son suficientes para cambiar una decisión, arrepentirse de algo, replantear el rumbo de sus días. En algunas ocasiones esos cambios llevan sus vidas a la desrgacia. El diablo, entonces, siente que tiene un papel importante en el mundo, que recobra, aunque sea por unos segundos, su gloria.

El hombre escucha con interés el final de la historia. Comprende que el diablo, reducido a una cucaracha bromista, no es un sujeto atemorizante. Incluso siente como si hubiera estado escuchando la confesión de un viejo amigo.

–Bueno, creo que me tengo que ir –le dice el hombre aún con la esperanza de que los minutos anteriores hayan sido producto de una alucinación y, cuando vuelva a mirar el piso, no encuentre nada.

–Espera, te puedo ayudar – le dice el diablo moviendo con frenesí las antenas. Sus alas vibran un poco. El brillo turbio de su armazón es el de un faro perforando la niebla.

El diablo da un saltito a la izquierda e inclina el cuerpo, como si su natural orgullo hubiera sido herido en lo más profundo. El hombre se arrepiente, está a punto de decirle algo más cuando escucha:

–Te puedo aconsejar. Verás que tu situación puede arreglarse.

El hombre sonríe. Piensa en los probables consejos del diablo: ¿Quemar su departamento? ¿Asesinar a su esposa? ¿Amenazar a su jefe con una pistola para que lo recontrate?

–En primer lugar no le puedes decir que has perdido tu puesto. Ella no te lo perdonaría.

–Tienes que fingir que sigues en el mismo empleo mientras encuentras otro lo más pronto posible.

El hombre suspira. El consejo es demasiado obvio. Sin embargo, el segundo escenario, el de la simulación, parece tentador. Si se esfuerza lo suficiente, si persevera, quizás consiga revertir su infortunio antes de que ella se entere. Fingir no hace daño a nadie. No es equiparable a una gran mentira, a una infidelidad. Simplemente es dejar de mencionar cosas, evitar temas, rodear pláticas espinosas. Nada pierde con intentarlo. Mira con agradecimiento al diablo que mueve las alas al unísono, con complacencia.

–Te puedo ayudar –insiste el diablo –conozco muy bien las debilidades de los hombres.

Esa última afirmación acaba por convencerlo. ¿Quién más que el señor del mal para diseñar un plan de ataque? La maldad no sólo es un efecto sobrenatural, no son rojas lenguas de fuego o risas macabras, es un pequeño gérmen, una raíz que anida en el corazón de todos los hombres. Y él lo conoce.

–Muy bien, trato hecho –le dice con seguridad.

–Te acompaño a tu departamento. Ella tiene un rato esperándote.

El diablo no espera la contestación del hombre y sube hasta el tablero para reactivar la electricidad. El hombre pulsa el botón número nueve y comienza el ascenso. Una vez en el piso, vence el asco, suspira y sujeta al bicho por la parte más ancha del cuerpo. Después, sin pensarlo demasiado, como si siempre lo hubiera sabido, lo mete en el bolsillo izquierdo de su camisa. Mientras camina por el pasillo siente su cuerpo apretado, un poco cálido, muy cerca de su pecho.

–¡Adelante! –le dice el diablo desde el bolsillo, como si estuviera dirigiendo el ataque de un ejército imaginario.

Llega al departamento. Su esposa lo saluda con el beso de costumbre. De inmediato ella nota algo raro. Quizás es la mirada dudosa, la sonrisa que parece desbaratarse en el calor o la mano insegura que deja el portafolio en uno de los sillones, cuando siempre lo coloca sobre el escritorio que está en la esquina. Él se percata de su error y le dice que tuvo un día difícil en la fábrica. “Ya sabes, puro papeleo. Creo que ya merezco unas vacaciones”. El diablo sigue atento, desde el bolsillo, las palabras. Sus antenas vibran pero no por nerviosismo sino por satisfacción. Hay un halo de conformidad alrededor de su cuerpo. La complacencia lo recorre. Ella termina por convencerse de que su marido tiene una mala racha. Tal vez unas vacaciones puedan solucionar el asunto. El hombre, antes de cenar con ella, se quita la camisa para que su reciente amigo pueda escabullirse y no ser descubierto.

Al siguiente día ella sale rumbo a su primera clase de la mañana. Él le prepara el desayuno y le envuelve unas galletas. Estará fuera toda la mañana. Él le dice que entrará un poco más tarde por un inventario. Después, desde la ventana, la mira alejarse. El diablo sale de uno de los pliegues del sillón y le dice que hay que poner manos a la obra. El hombre le enseña su currículum en la computadora. El diablo le hace recomendaciones y vigila a un lado del monitor. A veces le dice que borre una palabra o una frase completa. Le indica cuál detalle conviene resaltar. Se pasea frente al monitor mientras afirma que el egoísmo es la natural perdición de muchos empleadores y que debe poner aquellas aptitudes valiosas pero que, al mismo tiempo, no sean amenazantes para sus posibles jefes. “El temperamento humano tiene un equilibro sutil y delicado. Hay que aprovecharlo”, le dice, como si estuviera dictando una conferencia. Después despliega un poco las alas y se mueve entre plumas, clips y papeles sueltos. El hombre tiene que hacer un gran esfuerzo para que no lo venza la costumbre y aplaste a su consejero de un manotazo.

El hombre finje que la vida sigue su curso normal. Plancha sus camisas todas noches y deja documentos sobre el escritorio para simular que ha estado revisando pendientes de la fábrica. Por suerte ella odia todo lo que tenga que ver con cuentas. A veces trata de evitar aquellos temas que se puedan relacionar con el trabajo. Para sufragar los gastos empieza a disponer de sus ahorros. Pronto llegan las primeras citas. El diablo siempre lo acompaña en el bolsillo de su camisa. Antes de entrar a las oficinas le susurra un último consejo. El hombre tiene miedo de que una de sus largas antenas sobresalga y alguien se percate del pequeño viajero que lo acompaña. Las citas se acumulan pero el teléfono no suena para una confirmación y su correo electrónico sólo tiene propaganda. Al final de la primera quincena no ha habido resultados, quizás alguna vaga esperanza depositada en el sujeto de traje barato que le prometió llamarlo en cuanto se abriera la nueva sucursal de un banco. “Tiempo…tiempo” murmura el hombre mientras finge una llamada a la fábrica o simula un nuevo problema del empleo que ya no tiene. A cada comentario de ella sobre la fábrica inventa una historia o, peor aún, prolonga una mentira que dijo un día antes. A veces tiene que recordar cada una de las afirmaciones que hizo para no contradecirse. El diablo le dice que escriba cada una de las anécdotas, que mezcle realidad con ficción, para que la mentira no sea totalmente ajena a él y pueda recordarla sin problemas. El hombre comienza a sentirse culpable por el mundo de fantasía que le inventa, por la tranquilidad que se puede venir abajo en cualquier momento.

Al inicio de la tercera semana, mientras ella camina por la banqueta con su maleta bajo el brazo, le dice al diablo:

–¿De verdad no tienes poderes? ¿Algún truco para convencerlos? Quizás podría amenazarlos.

–Nada de eso. Lo he intentado, en serio. Quizás con el tiempo regresen mis habilidades.

El hombre asiente en silencio mientras piensa, desesperanzado, en la escala temporal del diablo: siglos, miles de millones de años.

El tiempo pasa. El diablo, para concentrarse en su tarea, duerme en la sala y casi no visita el elevador. El hombre supone que, para alimentarse, medra entre las migajas de la cocina y los diminutos restos de comida tirados en el piso. No le dice nada para no lastimar su ancestral orgullo. El diablo es amo de la oscuridad y no acepta, al menos públicamente, los mendrugos de los hombres. A veces aguza el oído para escuchar el sonido de las patitas, el ir y venir concentrado, meticuloso, en la profunda madrugada. Mientras intenta dormir se le ocurre que el bicho no es el diablo sino una cucaracha que evolucionó sin control y que, en un delirio de grandeza, ha decidido adoptar un personaje. Sin embargo, la convicción del bicho, los detalles de su historia, hacen que deseche esa teoría. Su mujer está tan cansada que se duerme de inmediato y no hace demasiadas preguntas. El hombre tiene la sensación, la vaga certeza, de que en las noches el diablo revolotea por la sala como lerda mariposa. Quizás se detiene en los libros, curiosea entre los estados de cuenta de la tarjeta de crédito. Espera que, al menos, esa información le sirva para su misión. Una vez sueña que ambos tienen un espectáculo circense: él está en el centro de la pista y, encima de un pedestal redondo de color amarillo, domina la escena una cucaracha. Una voz surgida de un megáfono dice que el bicho ejecutará suertes y cabriolas. El hombre fustiga un látigo y la cucaracha brinca y hace vuelos arriesgados; después se hace la muerta y, de un solo impulso, vuelve a su posición original. La luz de los proyectores los ilumina y se escuchan fanfarrias. El público estalla en aplausos y arroja billetes al escenario.

Una noche, demasiado calurosa para dormir, el hombre se levanta de la cama y va por una limonada al refrigerador. Está por regresar a la habitación cuando distingue en la mesa de centro, medio cubierto por la penumbra, al diablo. Se acerca y le pregunta:

–¿No puedes dormir?

El hombre piensa en los lapsos de sueño de las cucarachas. Piensa en otras cosas que nunca se había preguntado: su esperanza de vida, su mecanismo respiratorio, si sufren con los estímulos dolorosos, si es una especie proveniente de otro planeta. Se sienta en la mesa del comedor y, de frente a la ventana, mientras la ciudad parece un cielo caliente y estrellado, le murmura:

–¿Entonces hace mucho que no tratas con Dios?

–Hace tanto que casi no lo recuerdo.

–¿Pero crees en él?

–No sé si exista. Es curioso, ¿no?

El hombre no sabe qué responderle. Ante su mutismo, el diablo le regresa la pregunta:

–Debería de creer en él, pero ahora estoy confundido.

El hombre baja la mirada y le da un trago a su vaso. Le cuenta del juego de sillones que apenas acabaron de pagar y del viaje a Acapulco que hicieron un verano, cuando estaban recién casados. El viaje fue un desastre y, sin embargo, lo recuerdan como una aventura que, de alguna manera extraña, los unió. El único recuerdo que tienen de esa aventura es una esfera de cristal con un barquito en su interior. El diablo mira el mar azul y se acerca hasta que una de sus antenas toca el cristal. El hombre acaba su limonada y, después de darle las buenas noches, regresa a la habitación.

La siguiente mañana, minutos después de que ella sale del edificio rumbo a la escuela de idiomas, se enfrasca en revisar las ofertas de empleo en la computadora. Mientras sus ojos revisan enlaces y sus dedos teclean, comprende algo: el veneno del diablo, es la mentira. Cada nueva historia que le cuenta a su esposa es alimento espiritual para el maligno. Le gusta, sobre todo, que las mentiras se entretejan hasta formar situaciones complejas que ameriten, por supuesto, más invenciones. Quizás sea la única manera de provocar un caos que, en su caso, es una reacción en cadena. Los ahorros disminuyen día tras día. Pero no puede echarse atrás. Su mente se satura, es un vaso con agua a punto de desbordarse. Sus ojos siguen fijos en el monitor pero sólo puede pensar que, con cada mentira, se activa una oleada de placer que estremece el esqueleto del diablo. Para que dure la situación el diablo hace que fallen sus intentos por conseguir empleo. Es la única explicación. Su experiencia laboral es buena. Nadie puede tener tan mala suerte. Sus sienes le laten y los latidos son tan rápidos que parecen un golpe agudo y definitivo. Se levanta de la silla y descubre al diablo en la sala. Le grita:

–¡No quieres ayudarme, sólo te interesa que mienta!

El diablo vuela hasta el quicio de la puerta principal. Nunca lo había visto volar. El movimiento, aún torpe, demuestra que aún no domina. Se acerca al bicho. No sabe si gana más su enojo o el siniestro placer de tener acorralado al diablo. Le sigue reclamando con voz cada vez más fuerte. No le importa que lo escuchen los habitantes de los departamentos vecinos, que imaginen una pelea marital, que discuta con las paredes, que esté loco de remate.

El diablo parece acorralado. Sus antenas tiemblan mientras intenta justificarse:

–No es verdad. Yo quiero ayudar. Hay que esperar.

–Ya no puedo seguir engañándola.

–El diablo se acerca al quicio de la entrada, dispuesto a huir. Sin embargo, se detiene y, después de dudar unos instantes, le dice:

-Muy bien… te voy a decir un secreto. Es una de las últimas cosas que he conservado de mi antigua condición. Es muy peligroso, por eso no te lo había dicho porque…

El diablo no puede terminar la frase porque alguien abre la puerta: un grito llega con temor y con furia:

Su esposa acaba de entrar, su regreso prematuro quizás se deba a que ha olvidado algo. La mujer mira al bicho que, sorprendido, no sabe si huir, atacar o esperar a que ella se distraiga para buscar la salvación bajo la puerta. La situación se resuelve cuando ella, dominada por el asco pero también por un impulso veloz, aplasta al diablo de un pisotón. Después se limpia la suela en el tapete de la entrada y mira con asco el cadáver maltrecho, sin muestras de vida.

Los siguientes minutos son confusos. Ella habla y habla de las cucarachas. Hay que reunir de nuevo a los vecinos para una fumigación de emergencia. El hombre escucha su voz como perdida entre un amasijo de palabras irreconocibles. Ella le dice que no puede demorarse más y se despide con un beso. Antes de cerrar la puerta lo mira y, con el ceño fruncido, le dice:

–¿No deberías estar en el trabajo? Ya es tarde.

–Salgo en un momento.

La puerta se cierra. El hombre quiere creer que la gravedad del golpe no es mortal. Se acerca al bicho. El diablo no se mueve. Las alas están resquebrajadas y ha perdido una antena. El interior del hombre es recorrido por mareas calientes, burbujas de fuego explotan en lo más profundo de su estómago. Coloca al diablo en la palma de su mano derecha y lo lleva al escritorio. Aparta papeles y lo examina con mejor luz. Le da golpecitos en el armazón, trata de mover las alas para generar, aunque sea, un acto reflejo, una chispa de movimiento. En vano. Desconsolado, abre un sobre amarillo y mete con cuidado los restos del bicho. Lo deja en el escritorio. Pasa los siguientes minutos en silencio, mirando la superficie de madera como si estuvieran, frente a él, las arenas de un desierto infinito. ¿Cómo revivir a una cucaracha fragmentada en pedazos casi invisibles? Es, el cadáver del diablo, un rompecabezas casi microscópico, el reto imposible de un relojero. Con el paso del tiempo se convierte en un fetiche, un objeto de insesata adoración.

El siguiente día siente que el peso de la mentira es sustituido por el desamparo. ¿Qué secreto le iba a decir el diablo? Mira el sobre amarillo una y otra vez, como si el puro deseo fuera suficiente para resucitarlo, cambiar la historia, extraer de los restos un hilo de voz que termine la frase que quedó incompleta. Recorre la ciudad, pero ya no visita las agencias de empleo. Sólo vagabundea y se mete a bares baratos. A veces una cita espóradica hace que compre una solicitud, planche su mejor traje y se presente a la entrevista. Sin embargo, no hay resultados. Cuando llegue el momento le dirá todo aunque aún no sabe cómo prever el impacto de su declaración. La última semana de julio, con su cuenta de banco casi vacía, sale del departamento. Cuando entra en el elevador siente que puede fallar en cualquier momento, detenerse. Pero el viaje es puntual hasta la última escala.

*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977). Ha publicado, entre otros, los libros de cuentos Ella sigue dormida (Tierra Adentro), Tolvaneras(Secretaría de Cultura de Puebla. Reedición Cuadrivio), Crónicas de Liliput (BUAP), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y la plaquette Ajuste de cuentas (Paraíso Perdido). También ha publicado las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta), Por una cabeza (Ficticia Editorial/UAN. Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo) y El último día de septiembre (Libros Magenta/Secretaría de Cultura de Puebla). Coordinador de talleres literarios.Ha participado en varias antologías de narrativa y en publicaciones como Casa del tiempo, Luvina y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador dela revista Crítica y exbecario del Fonca.

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