Érase una vez en el Viejo Oeste kafkiano

Los hechos, aunque ya perdieron la urgencia de la noticia, son conocidos por casi todos y se consignaron más o menos así: una mañana, después de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa despertó y descubrió que era un monstruo. Eso no fue lo peor; ninguno de sus conocidos, ninguno que llegó a mirarlo hizo por entenderlo y Gregorio terminó sucumbiendo a la indiferencia y sevicia. Su historia es, quizás, menos triste que la vida del hombre elefante, que la creatura del doctor Frankenstein u otros seres destinados a la carpa de los freaks. El perpetrador, el culpable pues así lo probaron los hechos, de nombre Franz Kafka, atrajo gran parte de la atención y posteriores titulares y se convirtió en el transcurso del siglo XX en el enigma a resolver; nada sorprendente, si consideramos la afición de nuestra sociedad por la psique de hombres con tendencia al crimen y la maldad. Tampoco fue el único crimen que el tal Franz cometería; fue gracias a que se cebó que lograron identificarlo, ponerse tras sus huellas y detenerlo. Por desgracia, no pagó por sus acciones, pues murió de tuberculosis cuando esperaba ejecución en el corredor de la muerte. De la tragedia de Gregorio también se ha escrito, la mayoría de los textos culpándolo por exponerse voluntariamente a la sustancia que lo deformó (se habla de un agente químico tan poderoso que hasta los países combatientes en la Primera Guerra Mundial se rehusaron a esparcirlo en las trincheras, aunque su uso garantizaba la victoria), nada para escándalo, habituados como estamos a culpar a la víctima en lugar de al atacante.

Se presume que otra víctima fue Joseph K., ya que nunca se pudo probar que fuera cómplice de Franz Kafka y que más bien fue éste directamente el que lo implicó en busca de atenuar su condena. Figura trágica también este Joseph K., ciudadano promedio atropellado por un ciego sistema de justicia que lo juzgaría y condenaría sin dar explicaciones, a la usanza de los regímenes totalitarios que imperaron el siglo pasado. A la luz de estas historias, sin arredrarse por la montaña de explicaciones, interpretaciones y biografías, Cecilia Magaña (Ciudad de México, 1978) hace una nueva pesquisa que la lleva hasta el Viejo Oeste, donde es capaz de reunir y contar todas aquellas vidas que, bien que mal, se cruzaron en un momento con Franz Kafka, convertido en esta versión en un personaje más, un propietario de cantina a donde son convocados o se dan cita todos los seres del mundo kafkiano. Es la historia del Viejo Oeste la epopeya de un pueblo que casi se desaparece a sí mismo para dar paso al mundo moderno, donde no cabían ya salvajes, bandidos y cazarrecompensas. Fue, sí, un momento caótico (fuerzas que no acaban de acordar su idea de libertad) y que tuvo un límite claro, herencia quizás del viejo mundo: la ley se respetaba o se hacía respetar por medio de las armas. El Viejo Oeste es la historia de una búsqueda, de un destino que sólo se aclararía hasta que el polvo del camino y la pólvora se disiparan. Es aquí donde tienen lugar los hechos de Old west Kafka. K llega al pueblo a investigar la desaparición de Gregorio Samsa, ocurrida en extrañas circunstancias que parecen incumbir a todos los habitantes. A la par que se narra la búsqueda, que también parece una larga y absurda espera sin final previsible (pero con dosis de acción y humor que impulsan la trama, y viajes y leyendas de pistoleros famosos), se narra la historia de K, su relación con Frieda, Gregorio y Felice.

No es un reto menor retomar personajes y biografías ya clásicas en la literatura. Se corre el riesgo de volverlos chatos, romos, de simplificar todo aquello que los puso en el imaginario de los lectores y ganar su furia. Porque, sabemos, pocos individuos son más feroces que aquellos que defienden genealogías fantásticas como si de su propia sangre se tratara. Si bien todos los personajes ya están hechos cuando los encontramos y se supondría que nada hay que agregar, Cecilia Magaña los pone a andar de tal forma que la opinión que de ellos tenemos se transforma poco a poco y van adquiriendo un nuevo significado que nos lleva a preguntarnos si Gregorio Samsa y Joseph K., fueron en realidad personajes trágicos (o absurdos según se vea) o a repensar el papel del oportuno Max Brad, sin el cual no tendríamos la maravillosa obra del praguense. Puede ser esta una lectura, claro: la que lleva a repensar personajes del imaginario público. Pero Old west Kafka, aunque lo consigue, no se queda ahí, su historia se levanta y recrea de tal forma que parece que los personajes siempre han habitado ese páramo polvoso y sus miradas siempre han estado ahítas de melancolía y desesperanza, de violencia y anhelo de venganza. Lograr el cambio de un personaje cuando otro que no fue su autor lo retoma y reescribe es fácil; lograr el cambio de un personaje, su evolución (¿metamorfosis?) al momento que se va narrando (de tal forma que no es el mismo del principio aquel que llega al final de su historia) es algo que pocos narradores consiguen y Cecilia Magaña se cuenta entre ellos. Baste decir que el lector atento pronto nota que los motivos por los que K persigue el paradero de Gregorio son otros que aquellos que anuncia al llegar; más aún, el lector atento pronto descubre que hay otra búsqueda, además de la de Gregorio, la que mueve las botas y acciona la Colt Peacemaker de K.

Alfonso López Corral (Navojoa, 1979). Autor de La noche estaba afuera (Tres Perros, 2011), Musiquito del Talón (Tierra Adentro, 2013) y Cien caballos en el mar (Paraíso Perdido, 2017).

Pez Banana