Diario encontrado después de anunciarse la pandemia

Estaba enredada en un árbol, sus páginas abriéndose con el viento de abril. Estiré la mano para alcanzarla. Al mirar arriba descubrí una terraza en cuya orilla pendía una hoja suelta en la que se distinguían palabras como hormigas aplastadas. De la ventana salía la voz de Jeff Buckley cantando Lilac Wine. Me puse de puntillas para liberar el cuaderno de las ramas.

Me quedé a escuchar.

I lost myself on a cool damp night

gave myself in that misty light

When I think more than I want to think

I do things I never should do

Lilac wine, I feel unsteady, like my love

Miré hacia arriba esperando que alguien saliera a reclamar el cuaderno levantándolo con un gesto ridículo, como quien finge adelantarse a devolver un objeto robado un segundo antes de ser descubierto.

Una ráfaga de viento hizo caer la hoja que pendía de la terraza. La esperé en mis manos para que fuera el destino, no yo, el culpable de la intromisión. La hoja cayó en el suelo y fui yo, no el destino, quien la recogió para corroborar que formaba parte del diario que abierto entre mis manos empezaría a vivir como lo haría un muerto en el inframundo.

I lost myself on a cool damp night

La canción se repitió una y otra vez en un bucle mientras mis ojos se escurrieron en aquellas palabras sin quererse detener.

21 de marzo de 2020

Estoy sola en medio de una pandemia en la Ciudad de México con veinte millones de habitantes.

Alarma: contradicción. No se puede estar sola en un lugar así.

Leo en las noticias que las calles han empezado a vaciarse. No saben lo inquietante que es no ver a nadie, lo que en mi mundo es normal, porque donde yo vivo las personas se mueven en cápsulas de dos, tres o más para desplazarse de un lugar a otro. Más en el verano, que no hay manera de escapar de una cápsula sin tener que entrar en otra, hasta tienen su propio aire del que se puede respirar fresco; aunque también hay cápsulas colectivas en las que un grupo de personas se mueve del trabajo a la casa, pero esas no se podrían considerar como tales porque lo que más distingue a las cápsulas es el hermetismo que hace que poquitas personas, las privilegiadas, entren en ellas como en un club exclusivo de pago. Pero aquí en la Ciudad de México todo parece colectivo, excepto los Uber, que son lo más parecido a las cápsulas que dejan a la colectividad fuera. La dueña de la casa que me renta la habitación donde vivo temporalmente me pregunta: ¿Estás tomando transporte público? Es mejor que te muevas caminando o en auto. Salir lo mínimo. Estamos en fase 1, pero se dice que se va a poner feo. ¿Realmente tienes que ir a la biblioteca? Vine a hacer una estancia de investigación, caminar hasta allá es lejos. Me pondré una mascarilla, me transportaré en la cápsula, entraré en la biblioteca y cada cierto tiempo me lavaré las manos cantando “El patriarcado se va a caer, se va a caer”, como vi hacer a unas feministas en Internet, hasta que se acabe el jabón del baño –que en las bibliotecas públicas suele ser poco– para después sumergirme en las fuentes documentales en las que busco explicarme el proceso mismo de documentar.

¡Mente positiva! –me gritan las portadas de los libros de autoayuda que veo en el puesto de periódico de la esquina mientras una ráfaga de voces empieza a ganar terreno: coronavirus, coronavirus, coronavirus.

Apuro el paso al leer una portada que cuelga de un alambre: Fase 1. No es necesario detenerse.

Ilustración: Carolina Palafox

22 de marzo de 2020

Afuera de mi habitación hay una terraza llena de plantas tropicales. Desde la calle sube una jacaranda que alcanzo a tocar si extiendo la mano. Me gusta hacerlo como una manera de contacto; imagino su hoja como otra mano que acepta y me devuelve el gesto. Eso ahora es imposible. Nos acaban de ordenar no tocarnos y mantener distancia humana. No es una parálisis, le llaman distanciamiento sano, algo así. No tengo tiempo de leer los periódicos porque saqué muchas copias de libros que debo leer para mi investigación, así que sólo me permito las ráfagas de imágenes periodísticas de camino a la biblioteca, al doblar la esquina en el puesto. Algo me dice que dentro de poco no podré salir. Parece que algo se viene encima, como cuando va a llover y un golpe de viento húmedo te hace quitar la mirada del teléfono para corroborar lo que ya con el cuerpo sentiste: que una nube gris colmada de sí misma se acerca para descargarse en ti. Tengo claustrofobia. Mi más terrible pesadilla es que alguien me diga que no puedo salir de donde estoy; no importa si es un espacio pequeño o grande, lo que desencadena mi enfermedad es la prohibición. No es mental, es físico, me empieza a doler el pecho.

Dentro de lo difícil que es concentrarse, hoy por lo menos logro entender que lo documental, como fuente de creación, implica dos operaciones: la primera, aprehender una realidad que está muy próxima al tiempo vivido; la segunda, no querer imitar la manera en que ha sido mirada esa realidad sino lo contrario: reconstruirla.

23 de marzo de 2020

La dueña de la casa me acaba de decir que ella y su hijo no saldrán más, ni a pasear a la perra. Ahora sí es definitivo, el mundo se puso feo allá afuera. Espera mi respuesta, pero lo que a mí me apura es soltar las bolsas del supermercado. No sé muy bien qué hacer, dejarlas en el suelo, lavarme las manos, guardarlas rápidamente o correr a la terraza a tomar un poco del aire que ya empieza a faltarme.

No salir. Quedarse en casa. Lo han hecho en otros lugares. En Europa. En Argentina.

Suelto las bolsas. La dueña de la casa aprovecha para continuar. Esas son las reglas de la casa no escritas en ningún contrato imaginable de Airbnb; si quiero estar ahí debo seguirlas por el bien común.

Me lavo las manos. Le digo que necesito unos momentos para pensar lo que haré. Miro a la perra adoptada por la dueña que se acerca a olerme una vez más y siento lástima. Tal vez me veo en ella.

La acaricio. Me pongo gel antibacterial.

Subo las escaleras hasta llegar a mi habitación, abrir la computadora y sentarme a escribir lo que estoy escribiendo mientras me imagino que estoy corriendo por un campo verde, subiendo por el valle como Heidi en un mundo de colores, animales, abuelos de una barba blanca que se parece a las mismísimas nubes del cielo azul, de camino a una casa feliz a la que se puede entrar y de la que se puede salir rumbo a aquél valle que espera verme correr.

Acaba de regresarme el aire al pecho. Mi segunda peor pesadilla es no poder respirar.

24 de marzo de 2020

Es de noche. No puedo dormir.

Me asomo a la terraza y veo parejas que pasean a sus perros con correa; a sus hijos en carriolas. No estoy muy segura si es al revés. Después de un rato descubro que las parejas dan vueltas en un mismo sentido, como las manecillas del reloj. Algo de seguridad deben encontrar en eso.

Regreso a la cama, pero no puedo dormir pensando que en algún momento el virus que anda suelto en la ciudad se me metió porque, por más que quise, no pude seguir las recomendaciones de no tocarme la cara; nunca es tarde para descubrir una manía.

27 de marzo de 2020

Llevo dos días sin salir.

Hace un momento leí en el periódico una carta que un profesor escribió a sus alumnos pidiéndoles que escribieran sobre la pandemia para que quedara memoria. Una memoria individual que combata la historia oficial que no contará con lo que piensan esas otras cabezas fuera de su sistema. De eso se trata también documentar: tejer memoria fuera de los hilos del poder.

Me senté frente a la computadora y pensé: es cierto. Nos queda vivir el momento.

Sobre todo, escribirlo.

28 de marzo de 2020

Sueño que un largo y espeso moco sale de mi nariz. Lo saco lentamente y parece no tener fin. Cuando por fin logro sacarlo consigo respirar. Me despierto. Tengo la nariz congestionada. Me levanto y expulso la mucosa que perturbó mi sueño llenándolo de imágenes grotescas. Me siento cansada, con ganas de dormir. Después de desayunar regreso a la cama. Cierro las cortinas. Pongo un aleatorio de spotify y me acuesto tapándome con las cobijas a pesar del calor.

Me despierto y leo el periódico. Encuentro un post sobre los síntomas del coronavirus: cansancio, congestión nasal y escurrimiento. No estoy segura si lo leí antes de acostarme.

Recuerdo el sueño de mi moco extendido, la congestión de la mañana. Estoy agotada. Me duele el estómago. El artículo dice que el virus también puede provocar diarrea. Quito el dedo de ese artículo y me brinco a otro. Es un video que un hombre filmó mientras cuidaba de su mujer enferma de coronavirus. El hombre narra en off el relato que va de lo bueno a lo malo y al final acaba bien, como suele pasar en muchas historias. El video comienza con el hombre y la mujer cocinando en un lugar minúsculo, después él cocina solo y le deja una bandeja de comida a su mujer en la entrada de otra habitación minúscula. Más tarde entra disfrazado de astronauta para saber cómo está. Ella lo corre, pero el hombre se queda; al otro día la lleva al hospital, los doctores le dicen que está muy mal, pero al final logran curarla.

Me sudan las manos, las axilas. ¿Hace calor o es mi imaginación?

29 de marzo de 2020

Leo un artículo en El país de Leslie Jamison, una escritora norteamericana con coronavirus que encerrada en su departamento en Nueva York cuida de su hija de dos años. La escena de la escritora teniendo que sentarse a medio camino entre su recámara y la cocina –que en los depas neoyorquinos suele ser muy corta– para no desmayarse, haciendo una pausa antes de lograr tomar un vaso de agua, se me queda en la cabeza. Otras escenas me brincan como rollo de película de súper ocho:

La niña: su mirada.

La mujer inventando un nuevo juego para su hija mientras intenta contener la alucinación que le produce la fiebre.

El sudor que la despierta de una pesadilla.

Los juegos tirados por la casa en señal de un desorden amoroso mezclado con una enfermedad.

La ventana de otro edificio enfrente.

Alguien dentro sentado en el suelo porque no alcanza a llegar a la cocina para tomar un vaso de agua sin desmayarse.

Ilustración: Carolina Palafox

6 de abril de 2020

No sé si todavía hay alguien viviendo en esta casa. No escucho ningún ruido dentro ni fuera.

Me despierto pensando en mi investigación. Lo documental reconstruye la realidad defendiéndola como verídica frente a otra oficial. Para comprobarlo utiliza documentos y con ellos arma el drama. Pero ¿qué es la realidad? ¿La realidad que construimos será más real que lo que llamamos real? ¿Por qué la nombramos “realidad” en una obra si al estar reconstruida, extraída de un pedazo del mundo, ha dejado de ser lo que era para convertirse en una mezcla en la que no sólo es imposible distinguir falso de verdadero, sino que además no tiene ningún sentido hacerlo?

El investigador de los procesos documentales tendría que proponerse construir historias de la misma manera que lo hacen aquéllos a quienes estudia. Así no sólo entendería los procesos al experimentarlos; también pasaría por su cuerpo el efecto liberador de la imaginación.

Tengo hambre. Esa es una realidad factual: el rugido de mi estómago lo comprueba.

6 de abril de 2020 – más tarde.

Bajé a la cocina y no vi a nadie. Las puertas de las habitaciones están cerradas; podrían estar guardados en sus cápsulas.

Pongo otro aleatorio de spotify.

Me asomo a la terraza. Los padres empujando a sus perros en sus carriolas y arrastrando a sus hijos con sus correas desaparecieron.

Suena Jeff Buckley cantando Lilac Wine.

I lost myself on a cool damp night

gave myself in that misty light

Extiendo la mano para tocar una hoja de la jacaranda. Una ráfaga de viento hace que mi diario se desprenda de mis manos como un pájaro que lucha por recuperar el vuelo.

When I think more than I want to think

I do things I never should do

Logro quedarme con una sola hoja como si fuera la pluma de un pájaro despelucado, mientras veo caer mi diario y quedarse enredado en las ramas del árbol.

I lost myself on a cool damp night

Termino de contar lo que me estaba sucediendo en la hoja suelta hasta que al darle vuelta descubro que no hay más espacio.

Vencida, me dejo caer en la hamaca cediendo mi cuerpo a Lilac Wine para que se enrede en mi piel sin más palabras.

I lost myself on a cool damp night

I gave myself in that misty light

Was hypnotized by a strange delight

Under a lilac tree

*Mafer Galindo (Hermosillo, 1977). Es realizadora cinematográfica. Estudió Literatura y un Máster de Documental en Barcelona. Trabajó en la producción de Sangre, de Amat Escalante (Premio de la Crítica en el Festival de Cannes). Fue jefa de producción de La Influencia, de Pedro Aguilera, seleccionada en la Quincena de Realizadores.

Carolina Palafox: instagram.com/carolapr1

Pez Banana