Si de relaciones conflictivas hablamos, entre filosofía y arte parece que estamos ante unos viejos amantes que incapaces de abandonarse del todo, a intervalos, se atraen y convocan mediante códigos secretos. Un detonador de sus múltiples desencuentros se funda en algo muy simple: los artistas en verdad no requieren del discurso filosófico en su quehacer cotidiano. Lo que es más, sólo parecen recurrir a él –no siempre con éxito– cuando buscan alguna respuesta o explicación al sentido, la potencialidad o la especificidad de su labor creativa y sus productos. Dicho con claridad, el artista no necesita ser filósofo. Tal vez por eso en no pocas ocasiones resulta tan desafortunado escuchar a un creador cuando trata de conceptualizar, argumentar o atraer la voz de algún discurso filosófico para dar cuenta de su labor. Algo desarticulado y reseco se siente en muchos de esos esfuerzos. Hay que tener cuidado con esta afirmación de cualquier modo, porque eso no significa que los creadores no reflexionen sobre su quehacer. Los ejemplos sobrarían, sobre todo desde principios del siglo XX cuando el arte se distanció de los presupuestos clásicos sobre la simple y directa percepción sensorial del objeto artístico. Pero –también hay que decirlo– pensar no es hacer discurso filosófico. Hacer filosofía tanto como ser un creador artístico no es poca cosa. Y la forma en la que se reflexiona sobre la autonomía y la interdependencia entre arte y filosofía es ya una toma de postura, incluso política, sobre los alcances de ambas.
Así, entre desencuentros, enfrentamientos, momentos de abandono y de desprecio mutuo, se enhebra una historia en la que, sin embargo, por sus efectos, se puede leer el sustrato nutricio desde el que ambas configuran las formas del sentir y el pensar de un tiempo. Por ejemplo, si bien la filosofía se ha ocupado del arte desde sus orígenes, el estatuto que le ha otorgado no siempre ha gozado del prestigio contemporáneo. Platón expulsó a los poetas de su república ideal, Hegel consideró el arte como una forma de expresión del espíritu anterior en tiempo y densidad a la filosofía, etc. Comprender el porqué de estos desencuentros, sin estrechar, entonces, la relación entre arte y filosofía –o también con cautela habría que decir las filosofías– al hacer práctico y su interpretación conceptual, involucra el complejo escenario en el que forma teórica y forma estética se despliegan. Devela las atmósferas de una época. Las maneras del ser, dirían algunos filósofos, o la visión de mundo o el ethos. Eso que es como un plus que se expresa en esta relación y que inevitablemente indica tanto el sentir como el pensar específico de una época.
Por esto, al cuestionarnos sobre el estado de la relación arte y filosofía y sus articulaciones en la actualidad, de cierta manera nos preguntamos por ese modo particular del ser de nuestro tiempo. Ése que por tan próximo resulta escurridizo al tiempo que nos parece diáfano, y que para muchos sigue siendo el de la modernidad. Para sondearlo vale la pena invocar, entonces, a uno de sus mejores intérpretes: Walter Benjamin. Crítico literario y filósofo, Benjamin fue sobre todo uno de los más agudos lectores de los efectos de la modernidad en la percepción humana y en las relaciones con el tiempo-espacio y con los objetos. Hizo un diagnóstico a partir de las transformaciones que contrajo el revolucionamiento tecnológico y su consecuente aplicación en el arte. En su célebre ensayo La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica de 1936, cuestiona las tendencias de desarrollo del arte bajo las actuales condiciones de producción y trata de desdoblar sus posibilidades ante la marcha desmesurada de la tecnología y de las relaciones sociales en la economía de mercado. Busca pensar la situación de hecho del arte, el aquí y el ahora de la producción artística y de su potencial, dándole un carácter prospectivo que le otorga una enorme vigencia.
Para comprender la actualidad del arte, piensa, es necesario hacer de lado las viejas formas de comprensión del fenómeno artístico; ésas que hacen del arte el producto de la genialidad o del misterio y que consolidan una relación fundamentalmente contemplativa. Cree que el arte desde principios del siglo XX tiene que ver ante todo con el reconocimiento de las condiciones actuales de la percepción y con el impacto específico de las transformaciones tecnológicas sobre el trabajo artístico. Es la época de la reproductibilidad técnica, cuya clave no yace en la repentina posibilidad de reproducir una imagen en infinidad de ocasiones, gracias a la fotografía o al cine, por ejemplo, liquidando con ello la posibilidad de la originalidad y la unicidad del objeto artísitico, sino en el quiebre que estas transformaciones han producido en la recepción del arte. Es decir, lo que se ha transformado de forma radical con el desarrollo y la utilización de la tecnología en el arte es la percepción del producto artístico.
Se trata de una nueva experiencia que contrae lo que Benjamin llama ‘la decadencia del aura asociada al antiguo carácter ritual del arte para el culto religioso’. Ella, el aura, representaba el momento sublime del arte gracias a su consistencia material y a su singularidad que aproximaban al espectador a lo divino, al misterio, a lo eterno etc.; era un entretejido entre espacio y tiempo: el “aparecimiento único de una lejanía, por más cercana que pueda estar”. El aura fue el efecto de un modo de transmitir un trabajo artístico cuyos privilegios eran la originalidad y la autenticidad. Pero en el tiempo del cine y la fotografía, espacio y tiempo son capturados por la contingencia, obligando a que la percepción de sus productos sea todo menos aurática. Las nuevas formas de expresión artística directamente relacionadas con el desarrollo tecnológico contraen, sin escape posible, la desauratización como síntoma de la transformación de la estructura de la experiencia estética.
La tecnología ha reemplazado la perfección de la singularidad del arte aurático para dar cabida a una nueva praxis de la creación artística. El arte postaurático se caracteriza por eliminar la autoridad de la tradición, renovando la experiencia estética a través del acceso de las masas al arte. La época de la reporductibilidad técnica propicia una nueva incorporación espacial del arte, facilitada por el cine, por ejemplo, así como la construcción de un nuevo habitat colectivo donde el espectador-masa se puede convertir en agente de su propia experiencia –piensa con optimismo Benjamin–. E implica una nueva cultura de la distracción y de la fragmentación nunca antes vistas, con un enorme potencial emancipador.
Contra la sociedad de masas, la estandarización y la destrucción de la individualidad que provoca y requiere la modernidad-capitalista, Benjamin percibe la ambigüedad del desarrollo tencnológico: su carácter cosificador frente su potencial artístico-emancipador. Diagnóstica nuestra época en su más profunda contradicción. Nos da el pulso de un tiempo y abre la puerta que nos permite pensar una refuncionalización de los recursos producidos por la acelerada competencia tecnológica de la sociedad de mercado, desde la producción artística. Los ejemplos para el caso, hoy por hoy, son muchísimos. Los usos de la web, la creación de sistemas operativos o aplicaciones que producen derivas en las que las artes visuales dialogan con la música y la danza; el perfeccionamiento de la imagen digital, la masificación de los textos y las publicaciones digitales, etc. Ejemplos todos en los que, más allá de sus tensiones efectivas, las masas emergen con una creatividad y con un potencial estético que en el pasado era legado de unos cuantos.
Es quizá, entonces, por los rasgos de su evaluación, Benjamin uno de los filósofos más convocados para estos temas. Pero, a mí modo de ver, también lo es porque coloca a la filosofía en el lugar que le corresponde en la situación actual del arte y de la vida contemporánea: el de la crítica. La filosofía que pretendía ser la interpretación, la conceptualización formal o incluso la evaluación prescriptiva del arte, ha entrado en colisión desde hace algún tiempo. Por ello, el artísta contemporáneo bien podría renunciar a la búsqueda de la filosofía para redactar las fichas técnicas que expliquen sus propósitos, no así para evaluar el escenario de su actividad. La forma en la que la filosofía hable del ethos de nuestro tiempo dará siempre luces al arte sobre su quehacer cotidiano.
∗Diana Fuentes (Ciudad de México, 1979) Filósofa y ensayista. Profesora en las facultades de Filosofía y Letras y de Ciencias Políticas de la UNAM. Becaria del FONCA, Jóvenes Creadores (Ensayo creativo), período 2011-2012.