Prosa rica en calorías

Sé que el índice de masa corporal nada tiene que ver con nuestra capacidad deductiva, pero para mí es un hecho que, al menos en literatura, los mejores detectives son obesos. Sobre todo a partir del siglo XX, si bien el anterior le pertenece al esbelto Holmes y su dieta de opiáceos, el siguiente contó con un excelente repertorio de detectives fuera de forma, ya sea con unos kilitos de más, o con indicios de desnutrición, debido al alcohol o a lo poco que recibían de honorarios.

Con excepción de esos cuarentones pálidos que producen las novelas suecas, el buen detective, por lo general, sigue una dieta concupiscente; exigua en los azares del inframundo; pantagruélica en escenarios rimbombantes. No sé cuáles detectives configuren mejores novelas, pero estoy seguro de que si el día mañana alguien decidiera convertirme en cadáver agradecería que mi caso lo tomara uno bien nutrido. Prefiero al rollizo Poirot de Agatha Christie, al pesado Maigret de Simenon, al llenito Padre Brown de Chesterton, o al gordinflón Nero Wolf de Rex Stout, antes que a un investigador famélico.

De los pesos pesados anteriores, profundizaré un poco en torno a la figura del más desconocido y el más agudo en mi opinión, Nero Wolf, quizá también el más chistoso de los cuatro. Amante de la cerveza artesanal, paciente cultivador de orquídeas, escéptico, cínico y brillante, Wolf ostenta una barriga curvilínea sin rebasar las fronteras de su hogar. Al igual que Isidro Parodi, detective de Bustos Domecq (fusión de Borges y Bioy Casares), Wolf medita en su trinchera; a Parodi no le queda otra porque está en prisión a diferencia de Nero Wolf, quien vive encerrado por su propia voluntad, no por miedo, pura pereza.

El detective de Rex Stout vive a la búsqueda de la felicidad pascaliana[1] (aka: flojera) y encarga todas las tareas de investigación a su asistente Archie Goodman. Archie es quien recaba testimonios, minucias, detalles y le lleva la información a su descomunal jefe, cuya perspicacia es tan enorme como su barriga, para que resuelva los crímenes desde la comodidad del sillón. En la novela Orquídeas negras (1942), la pereza de Wolf llega a tal grado que prefiere provocar el suicidio del culpable con tal de no salir a declarar al ministerio. Aislado en su invernadero, Wolf urde teorías y conjetura el misterio, sus movimientos son lentos y ciclópeos, es necio como los buenos detectives y no teme al qué dirán, se aferra a su ostracismo: “Sería inútil que un hombre se esforzara en crearse una fama de excéntrico si al menor acontecimiento obrase de forma normal”, le recuerda a Archie cada que éste le achaca sus conductas.

Algo me dice que el exilio voluntario de Nero Wolf no sólo responde a su excéntrica fatiga, también obedece a un sentimiento de vergüenza e incomodidad social, misma que todos los gordos padecen de vez en cuando. Si bien su corpulencia es en parte responsable de su astucia, ya que los gordos, al ser estigmatizados de tajo con una etiqueta conveniente, por lo general y paradójicamente pasan desapercibidos y pueden observar con mayor escrutinio los defectos de la sociedad, ya que ésta no los mira de vuelta, al menos no con un ojo estricto para averiguar qué está detrás de la botarga; de cualquier forma, este estigma también le acarrea un fastidio corporal que lo aísla del resto, y por eso Wolf y Poirot y el padre Brown son excelentes investigadores, por esa frialdad en el razonamiento y en su concepción de la justicia, que algo tiene de rencor social a causa del retraimiento al que ésta los obligó debido a su apariencia.

Así como existen agudos personajes obesos, también hay sagaces autores regordetes, detalle lógico de la profesión si se toma en cuenta que tanto la lectura como la escritura son actividades estacionarias y no queman muchas calorías. No recuerdo qué columnista de la actualidad proponía elaborar una antología de escritores pesados con Alfonso Reyes a la cabeza. Sin duda Reyes manifiesta un caso emblemático, ya que también como lector tenía un apetito insaciable y un excelente paladar. En repetidas ocasiones oímos la analogía de la escritura como cocina literaria, pero pocas veces tomamos en cuenta el condimentado banquete que deglutimos a la hora de leerla.

Mi librero de cabecera conocía a fondo tales circunstancias. Se llamaba Sergio y le decían “Porrúa”, solía poner un puesto ambulante en la intersección de Churubusco y Universidad, vendía libros piratas o robados a un precio digno del consumidor, pero lo más llamativo de su negocio era la manera en que lo promocionaba. “Porrúa” recetaba libros como el mejor nutriólogo, verlo en acción era gratificante y, si resultabas presa de su diagnóstico, podía ocurrir un desenlace vergonzoso. “Te veo pálido amiguito”, solía decir, “se me hace que te hacen falta unos cuentitos de la Mansfield”, lo decía como un homeópata antes de darte unos chochos, “tres en la mañana y tres antes de dormir, y échate un poema de Lizalde cada ocho horas”. “¡Oiga no se exceda con Isabel Allende!”, le gritaba a las señoras. A los clientes antiguos ya les conocía el historial. “Óyeme Bruno”, le oí decir en una ocasión, “cuidado con el exceso, mucho Pérez Reverte, ¿y nada de Piglia?”, lo decía como el doctor que reclama: “Muchos dulces, ¿y las verduras?”

“Porrúa” era la combinación perfecta entre un nutriólogo y un bibliotecario, me engordó con muchas lecturas en mi juventud, pero también trató ciertas tendencias excesivas que mi metabolismo no iba a tolerar. Hace unas semanas fui a buscarlo y no lo encontré en su sitio de costumbre, pregunté a un par de transeúntes y nadie se acordaba de él; la ciudad cada vez está más cambiada, ni las tortas ni el hombre sin pierna ni el malabarista estaban ahí, en cambio, me encontré con un crucero remodelado, un Oxxo oculto bajo el puente, una pizzería cuyo estacionamiento obstruía el consultorio literario de “Porrúa”.

Sin mi nutriólogo literario de cabecera, temo que mi régimen lector tienda a los melodramas saturados, a las ficciones con colesterol churrigueresco, a la poesía refinada. Me gustaría contratar los servicios de Poirot, de Maigret, del Padre Brown, o de Nero Wolf para averiguar el paradero de “Porrúa”, desafortunadamente, lo más parecido que hay a esos míticos detectives en la actualidad son los rechonchos policías de la Ciudad de México, que merodean hostilmente las calles para cobrarte el alquiler cotidiano por vivir en su ciudad.

[1] “Toda la desgracia de los hombres viene de una sola cosa, que no saben quedarse tranquilos en una habitación”, apunta Pascal.

* Alejandro Espinosa Fuentes (Ciudad de México, 1991) Narrador, poeta, traductor y ensayista. Ganador del Premio Nacional de Relato “Sergio Pitol” 2015 y el Premio de Novela “José Revueltas” con la obra Nuestro mismo idioma (Tierra Adentro, 2015).

Pez Banana