ASILO DE ANCIANOS

La cuarentena se prolongó más de lo esperado: primero dijeron que un mes; después, otros quince días; al final, fueron 184. Ciento ochenta y cuatro. Se perdió el semestre en casi todas las escuelas y en ningún centro educativo se inició el siguiente: nadie estaba seguro de cuándo se podría regresar a la normalidad. La contingencia atravesó las vacaciones de Semana Santa. También las de verano. Las playas estuvieron solas. La venta de coco con cuerito disminuyó drásticamente. La venta de cerveza, por su parte, aumentó. También estuvieron vacías las casas de asistencia para personas mayores. La entrada estaba prohibida a ambos lugares. Aunque, para ser honestos, pocos acudían al segundo. Todos lloraron porque no tendrían su foto anual con la playa de fondo, los pies en la arena y el trago en la mano. No escuché a nadie quejarse por no poder ir a leerle poesía a los viejitos del asilo. Estuvieron muy ocupados haciendo trasmisiones en vivo por las redes sociales. Un pretexto más. Antes era el trabajo, la escuela, los hijos, el tiempo; ahora que no había nada de eso, era la cancelación de visitas. La mayoría de los residentes de las casas de retiro no notaron ninguna diferencia: siguieron solos y confinados durante la cuarentena, tal como la pasaban el resto del año. Al menos ahora podían culpar a algo. Al menos ahora no tenían que esperar a nadie.

Más que miedo, había desánimo. Y escasez. Y muchísima incertidumbre. Y deudas. Y también roces. Seis meses después del inicio de la cuarentena –que comenzó como voluntaria y no tardó en volverse obligatoria–, la gente perdió más que familiares, amistades, trabajos y ahorros. Perdió lazos. Perdió confianza. Perdió la cordura. Perdió las certezas. Sabíamos que era imposible regresar a nuestras rutinas.

Había demasiados huecos para que eso pasara.

Las personas mayores de sesenta años representaban el grupo más vulnerable ante el virus. Pero, para las personas mayores de sesenta años —que además tuvieran problemas cardiovasculares, diabetes, hipertensión o enfermedades respiratorias—, el virus era letal. Mi abuela entraba en prácticamente todas las anteriores. Más ser mayor no de sesenta, sino de ochenta. Más el alzhéimer. Más un esposo, seis hijas, un par de nietos y una vecina que se turnaban para cuidarla. Un escenario ideal para el desastre en medio de la pandemia.

Pintura: Jason Bard Yarmosky.

Las instrucciones por parte de las autoridades del área de la salud eran claras: las personas mayores no deberían recibir visitas, ya que tenían que estar lo menos expuestas al contacto humano. Esto incluía a familiares y amistades. Es decir, la casa de los abuelos estaría clausurada hasta nuevo aviso. ¿Quién cuidaría de ellos si todos debían permanecer en sus casas cuidando también de los suyos?

Cuando diagnosticaron a la abuela con alzhéimer, varios años antes de la pandemia, supimos que nunca más podría estar sola de nuevo. Siempre debería estar alguien con ella, al pendiente de sus medicamentos, su comida, su ropa, su aseo. Se armó un calendario, se repartieron tareas, se tomaron decisiones. Todas las hijas cuidarían de ella al menos dos veces por semana. Nadie su opuso, estuvieron de acuerdo sin dudarlo. Hacer el desayuno, lavar la ropa, tener la comida a tiempo, justo para el medio día. Acompañarla. Saber que se sentía bien. Que estaba bien. Que estaría bien.

La dinámica funcionó hasta la llegada del virus y, con este, de la cuarentena. Ahora solo una tendría que quedarse con ella durante los 30 días de confinamiento. Treinta días que se convirtieron en 184. Seis meses en los que la abuela convivió solo con su esposo, una de sus hijas y un nieto. No vio a nadie más. Las videollamadas no eran lo suyo. De vez en cuando contestaba el teléfono, pero no era de su agrado, prefería no hacerlo, lo evitaba. La abuela no veía ni la tele. Nunca la vio. Yo nunca la escuché siquiera cantar o prender la radio para entonar música. El geriatra mencionó alguna vez que eso ayudaba a estimular el cerebro. ¿Qué música le gustaba a la abuela? Nadie supo responder. ¿Qué le gustaba hacer a la abuela? Las plantas. ¿Las plantas estimulan el cerebro, doctor? Claro, sí, hablar de plantas puede funcionar, pero sería bueno que pensaran en otra cosa. ¿Qué otra cosa? ¿Qué más? ¿Qué disfrutaba la abuela? ¿Qué la hacía sonreír?

El anuncio lo dio el subsecretario. Quince días más. ¿La tía podía quedarse otros quince días más? Sí, le dieron oportunidad de seguir con el home office. Asunto resuelto. La tía seguiría cuidando de la abuela. Luego, otros treinta días más. ¿La tía podía quedarse otros treinta días más? Sí, cerraron la empresa donde trabajaba, al menos la liquidaron. Todos acordamos ayudar con los gastos. Pero eso significaba dos meses y medio sin ver a la abuela. Otra tía dijo que era lo mejor, seguir así, sin visitarla. Era por su bien. Era por nuestro bien. Ya podríamos regresar y estar con ella cuando todo esto pasara. Respiramos. Sí, cuando todo esto pase visitaremos a la abuela. Después, dijeron que nos quedáramos en nuestras casas hasta nuevo aviso. Algo así como el «nosotros te llamamos». La pandemia se salió de control en la fase tres. Sentí miedo. Envidié a la abuela: ella no se enteraba de nada de lo que estaba pasando. O, al menos, no lo demostraba. ¿Se dio cuenta que dejamos de ir? ¿Sabe cuánto tiempo ha pasado? ¿Nos extraña?

El abuelo fue el primero en respingar. Que qué era eso de estar encerrados. Que él ya estaba harto. Que él quería salir. Que seguro eran puras mentiras. Que en sus casi noventa años nunca había escuchado de algo así. La tía tenía las llaves de los carros escondidas. El abuelo las encontró. No sabemos donde estuvo, pero pasó varias horas fuera de casa. Cuando regresó, la tía ya le tenía una maleta con ropa en la entrada. Si quiere salir, sálgase, pero no vuelva hasta que pase la cuarentena; si se quiere morir, muérase, pero muérase solo, no se va a llevar a mi madre. El abuelo se fue a pasar el resto del encierro a casa de un hijo suyo. El hijo dice que el abuelo no volvió a salir en los siguientes meses. Ni siquiera al patio. Se asomaba por la ventana para saber si era de día o de noche. Su reloj se quedó sin pilas. Ya no sabía la hora exacta. Su hijo le preguntó si quería que se lo arreglara. ¿Como pa´ qué?, contestó el abuelo mientras corría la cortina.

La verdad es que el encierro nos tenía mal a todos. Y con la incertidumbre de no saber cuánto tiempo más pasaríamos así, la situación se puso peor. Me quedé sin trabajo. Nos recontratarían cuando las cosas se estabilizaran, pero quién sabe si pasaría eso. Papá comenzó a mandarme dinero. Subí de peso. Bajé de peso. Nos pedían paciencia y solidaridad. Es momento de estar unidos en la distancia. El número de muertes por la enfermedad causada por el virus aumentaba. Nos preguntábamos si el siguiente sería alguien de nuestra familia. Algún amigo. Ya sabía de un par de conocidos. De conocidos de conocidos. Yo pensaba en la abuela. En sus bronquios. Siempre se quejaba de que le dolía el pecho. Y la cabeza. Y las rodillas. Lo bueno es que inició el verano y ahora podría salir al patio a ver a sus plantas. Ya no le haría daño el frío, aunque seguro usaría un suéter de todos modos. Este año no la escucharía decir, mija, tráeme unos guamúchiles de con el vecino, ¿ya viste que el limonero ya dio sus primeros frutos?, corta unos limones y tráetelos también.

Yo admiraba mucho a la tía, aguantó los seis meses sin chistar. Aunque mamá me contaba que a ella le habló en más de una ocasión llorando. Al principio, lloraba por su trabajo; luego, por el abuelo; después, porque extrañaba salir, vernos, estar con nosotros; al final, ya no sabía por qué lloraba, pero lloraba mucho. No era la única, creo que todos llorábamos. Pero no todos teníamos que cuidar a nuestras mamás con alzhéimer. La tía sí. Mamá me llamaba por teléfono y me decía que ella quería cuidar a la abuela, que no le importaba. No la dejamos, la abuela estaba bien, nadie quiso arriesgarse. Una tía le dijo que, si iba a cuidarla y algo le pasaba, sería su culpa. No se discutió más el tema. La abuela seguiría confinada con la tía y el nieto. Nadie más podía entrar a la casa. Ni salir. Comenzamos a turnarnos para hacer las compras. Las dejábamos en la entrada, les rociábamos alcohol. La tía o el nieto salían por ellas. Nunca la abuela. A veces la veía asomarse por la ventana. Yo la saludaba. No estoy segura si ella alcanzaba a distinguirme a lo lejos. Yo seguí saludando a la ventana cada que iba.

El geriatra nos dijo que, si todo salía bien, no podríamos ir a ver a la abuela. No al mismo tiempo. No de golpe. Que primero fueran sus hijas, de una por una; luego, sus hermanas; después, los nietos. Nos dijo que era para no causarle emociones muy fuertes. Que podíamos confundirla. Que le diéramos su tiempo. Que también era por nuestro bien. Supe a qué se refería el doctor, no sé si los demás lo entendieron. La tía dijo que antes de que alguien fuera a visitar a la abuela, tendría que hablar con todas sus hijas. Quién sabe qué cosas habría visto la tía en esos seis meses de encierro.

Fue un sábado cuando el subsecretario dijo que a partir del lunes podríamos salir de nuevo a las calles. La cuarentena había terminado. Era el día 182. ¿Qué es lo primero que haríamos después del encierro? Ver a nuestras familias, abrazar a nuestros amigos. Comprar una nieve. Ir al parque. Mamá me dijo que en cuanto quitaran los retenes de las carreteras, iría a ver a la abuela. Yo no sabía cuándo podría ir. No sabía si estaba lista para ir. El geriatra fue claro. Esto también es por su bien, el encierro provoca poca actividad cerebral, la enfermedad avanza más rápido bajo esas condiciones, ¿se acuerdan de la música?, ahora podría ser un buen momento para retomarlo, tampoco la obliguen a hacer algo que no quiere, no la presionen. ¿Quién sería la primera hija en animarse? Mamá parecía muy segura. Creo que se negaba a reconocer que al menos existía la posibilidad de que aquello pudiera pasar. Traté de hablar con ella varias veces al respecto y me cambiaba de tema. No solo me preocupaba mi abuela, también mi madre. Sería un duro golpe. Le rompería el corazón. La cuarentena nos había dejado a todos muy sensibles. Poder ver a nuestras familias era una de las pocas certezas a la que nos aferramos. Eso incluía poder nombrarnos. Poder reconocernos.

Acompañé a mamá a casa de la abuela. La esperaría en el carro. Vi que la abuela corrió la cortina para asomarse por la ventana. La saludé como lo hacía cada que me tocaba ir a dejar las compras. Supe qué era lo que la hacía sonreír.

Pintura: «The Unicorn». Jason Bard Yarmosky. .

*Portada: Máscara I. Pintura de Jason Bard Yarmosky. Obra tomada de página Web del artista.

Pez Banana