Borges: la lectura y el lector como personaje

Es inevitable decir que Jorge Luis Borges (1899-1986) es inevitable: leerlo, citarlo, estudiarlo, escudriñar los laberintos que propone, mencionarlo de pasada en cualquier conversación, concebirlo como modelo a seguir por parte de muchos escritores. Año tras año es revisitado, sus cuentos se descubren el asombro de sus nuevos lectores que ganan en excelencia. Conforme pasa el tiempo, la exegesis de su obra se vuelve más sofisticada y especializada. Abunda en su lectura la atribución de segundas o terceras intenciones, se buscan motivaciones ocultas, se le atribuye el don de la anticipación, a sus obras se le descubren correlaciones insólitas. La lectura borgeana se inaugura desde la incomprensión y en ocasiones, el asombro y el estupor del lector ingenuo que se enfrentaba a un autor que suscitaba la fascinación y la envidia entre sus coetáneos que lo ven como un escritor solo para entendidos hasta terminar en la popularización entre los profanos y el culto de la intelligentsia que se pierde en sus laberintos inextricables, la geometría de sus exposiciones, la perfección de su prosa, en sus paradojas matemáticas, su erudición trucada, sus mitologías personales — que se centraban en temas recurrentes como Dios, la eternidad, las realidades alternas—; esas minorías borgeanas se deleitan en sagas y gestas de las literaturas germánicas, sus teologías apócrifas, sus bestiarios al mero estilo medieval, sus enumeraciones caóticas, sus matemáticas fantásticas, sus descripciones repletas de paradojas, sus sentencias y aporías memorables. Hay mucho de sentencioso en las frases borgeanas que se han quedaron fosilizadas como cita citable.

Sin importar el camino a tomar, se podría decir que todo confluye en Borges, cuya imaginación feliz y libre de todo compromiso nos entregó esas páginas de prosa deslumbrante. Con una escritura depurada, cierta economía de un lenguaje, eficiente y exento de afectaciones, Jorge Luis Borges abordó temas que quizá hubieran desanimado a otros. Existe en la obra borgeana la invocación y el rescate de los hitos más notorios de la cultura: Grecia, los presocráticos, Platón, la historia del cristianismo, Roma, la filosofía árabe, la tradición judía, la historia de las literaturas germánicas, la poesía del Siglo de Oro en España, el Renacimiento, la Edad Media, Shakespeare, Cervantes, Las Mil y una Noches, la literatura inglesa, las sagas germánicas. Todos estos rumbos se vuelven recurrentes en distintos relatos como «En busca de Averroes», «La lotería de Babilonia», «La Biblioteca de Babel», «Pierre Menard, autor del Quijote», «El inmortal», «El Aleph», «La muerte y la brújula».

Borges nos enseñó —o mejor dicho, nos hizo recordar— que cada hombre es todos los hombres, que cada ser representa el centro del Universo, que no hay nada nuevo bajo el sol y que cada novedad no es nada más que un puntual y acertado olvido —como quería Francis Bacon—. Retomó la doctrina que todo evento no es más que una repetición, versión o perversión —como esboza en «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz» o «El jardín de los senderos que se bifurcan»—. Sus temas eran variados y pero también recurrentes: Dios, el infinito, las bibliotecas legendarias, la muerte, los laberintos, la eternidad, la teología, las doctrinas filosóficas, los misterios del universo, los tigres —que le apasionaron desde su niñez—. Para un lector experto es fácil reconocer una de sus líneas, se advierte una unidad de expresión inconfundible. Se habla de lo borgeano como una señal de identidad que incluye cierto temperamento y actitud: la caballerosidad, el desinterés por lo mundano, el estoicismo.

Borges decía que toda su obra era una recapitulación o una incesante recuperación de esos temas apenas sugeridos en la poesía de su juventud, una manera de revisitar las obsesiones incesantes que permanecían en el tintero. En el interlineado de la obra borgeana siempre se adivina la presencia de algo insondable, inabarcable —Dios, el infinito, la eternidad, la muerte—. Quién no recuerda esta frase: «Algo que no me atrevería a llamar azar rige estas cosas», refiriéndose a esa otredad que gobierna las casualidades, la sincronicidad de ciertos eventos, las coincidencias felices. En sus cuentos, su erudición jamás ocultaba sus fuentes, incluso las presumía, las desplegaba reconociéndose como un heredero de sus lecturas, producto de ellas. Su obra se nutre de la misma historia de la literatura, la cual difunde y le hace recobrar actualidad. Gracias a Borges, De Quincey, Stevenson, Burton, Milton, Johnson, Carlyle, se vuelven actuales. Puede haber muchos temas en la obra borgeana, lo que es un hecho es que el gran tema de su obra es la misma literatura y la experiencia de Borges como lector quien siempre se enorgullecía las páginas fatigadas por su curiosidad infinita.

No hay autor que me parezca más universal que Borges, desde su condición de escritor latinoamericano podía manifestar una cultura cosmopolita sin que su circunstancia de porteño, de argentino, pudiera limitarlo y podía verse como un argentino sin que su cosmopolitismo nos pareciera una señal de afectación, de pose. Sus alcances son mucho mayores en relación a cualquier escritor de su generación, su prosa, en una etapa madura, mucho menos alambicada y adinerada que en su juventud, parece situar cada adjetivo en su mejor oportunidad —conocedor de etimologías sabía recuperar el sentido original de muchas palabras—y hacer que cada frase pareciera aligerada y al mismo tiempo eficaz. Dando uso a cierta economía del lenguaje y poder de síntesis, Borges creó una prosa depurada que parecía vertida y traducida—según algunos— desde la contundencia de la literatura inglesa. Al leer a Borges, se podría pensar que sus textos fueron traducidos de alguna otra lengua, o bien, que podríamos traducirlos directamente al inglés sin que exista menoscabo de su poder y significación poética. Otros muchos pudieron —o quisieron— ver gestos de caballerosidad en su pluma, dada una ausencia notoria de apasionamientos y de exabruptos, de muchas señales de modestia con su condición de escritor insólito y notorio.

Hay en Borges una forma de honestidad que lo ponía a salvo de la autocomplacencia. Los temas borgeanos y sus obsesiones forman una literatura que es subproducto de la misma historia de la imaginación y del pensamiento, su sustento son las noches y tardes ociosas del lector de todos los tiempos. El tema de la obra borgeana es también el de la historia de la lectura. Desde Homero hasta el mismo Borges, el lector fascinado también aparece en sus páginas. Borges lector también es un personaje de sus cuentos. Con frecuencia lo veremos en sus relatos mostrándose deudor ya sea de una cita o frase, de un espejo, de un dicho de Bioy Casares o Macedonio Fernández, de un sueño, de una lectura de su niñez, del tema propuesto por alguien más, de un manuscrito perdido y encontrado en alguna obra notoria o en alguna enciclopedia apócrifa. Confiesa haber extenuado enciclopedias, atlas, compendios, toda clase de obras insólitas —la biblioteca de su padre le aportó un sinnúmero de obras de rareza excepcional sin la cual, el autor sería inexplicable—. El Borges lector inspiró un personaje del libro de Umberto Eco El nombre de la rosa (1980), este personaje, Jorge, era un monje ciego que había leído miles de libros. El culto a Borges estaba en su apogeo en la fecha en que apareció la novela.

Ya en su vejez, Borges fue ese peregrino ciego que vagó por muchas universidades del mundo dando conferencias o viajando por varios países recibiendo distinciones de monarcas y jefes de estado. Se convirtió con el paso de los años en la personificación del culto al libro como fetiche, como ideal. Imposible no a asociar a Borges con una biblioteca. Según Ricardo Piglia en El último lector (2005), Borges inventó al lector como héroe «a partir del espacio que se abre entre la letra y la vida». Borges es lector por antonomasia, el lector paradigmático. Los cuentos borgeanos hablan de Borges leyendo. También es cierto que no le bastaban los libros escritos, existentes. Era necesario el libro imaginario, la creencia romántica de su existencia. Así, la enciclopedia que se menciona en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» es el texto perdido y digno de ser encontrado, fomentando la creencia en una realidad alterna en donde existe un reino secreto. Así como la imaginación romántica del personaje quijotesco llámese Alonso Quijano, Madame Bovary o Ana Karénina, los conduce a vivir lo que han leído, el caso del lector borgeano es distinto: es un lector en estado puro que busca el texto por el texto mismo, olvidándose de su propia vida, como si el libro tuviera un valor intrínseco capaz de otorgar el placer estético y la vivencia negada: puede ser el bibliófilo que valora el manuscrito raro, la edición prima o legendaria, el incunable valorado como anomalía. La historia universal de la destrucción de los libros engendra la saga de la búsqueda del manuscrito perdido, del libro mitológico valorado por su posible inexistencia. El lector puro sentirá fascinación por las obras no escritas de Venerabilis Beda —el monje que escribió la Biblia visigótica—, las obras perdidas de Aristóteles, las tragedias destruidas de Sófocles en la biblioteca de Alejandría. Siempre el libro inexistente, deseado por su unicidad.

Pero este movimiento hacía dentro del libro contradice el espíritu romántico tradicional que busca los campos abiertos, se regodea de su inadaptación social, añora los paraísos perdidos, elogia la rebelión, evoca las Arcadias y se reencuentra con la naturaleza y reacciona contra la civilización y la tecnología. El culto del libro es otra forma de misticismo: busca el retiro monacal, casi religioso y ascético en donde no se vale la distracción, hay algo de autocastigo en ello. Pienso en esa frase mencionada en «La biblioteca de Babel»: «Si el amor, la sabiduría y la felicidad no son para mí, entonces que sean para otro, que el cielo exista aunque mi lugar sea el Infierno, que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un solo instante, en un solo ser, Tu enorme biblioteca se justifique». Buscamos el ideal del libro como un sitio seguro y burgués —allá aquellos que decidan vivir lo que leen—, el libro es el amigo incapaz de traicionarnos, la biblioteca es la oscura cueva kafkiana o la torre de marfil de Montaigne o Goethe, las madrugadas silenciosas de Proust. La lectura es el Santo Grial fuera del tiempo y de las exigencias materiales. Nuevamente, de acuerdo con Piglia en la obra citada, el lector es un monje en busca de la sabiduría, de una verdad que sólo se encuentra en los textos.

Borges representa un gesto –sin ninguna afectación— de lo que es el lector como personaje épico, de lo que representa el escritor como lector perdido en la vasta geografía de la imaginación literaria, del lector como personaje activo y cómplice, del hábito y el culto por el libro como máximo fetiche cultural y como mapa de otros libros. Así, el libro podrá concebirse como ruidosa soledad, camino y guía a un tiempo, excusa para el insomnio, mapa de otros libros, cápsula del tiempo, amante clandestino, sitio de encuentros, cómplice de dudas y certezas, depositario de existencias pasadas, bosque de palabras, instrumento del retorno, geografía donde ubicamos voces perpetuas. Desde la invención de la imprenta y su posterior desarrollo a partir del siglo XV, la lectura inicia un proceso que la convertirá en un fenómeno de masas. Luego de que el ser humano nace como lector a partir de la invención de la escritura, tiempo de vida no sólo es el tiempo de sobrevivir precariamente, también es el tiempo de acceder a mundos más allá de lo formal. La lectura es una forma de celebrar el espíritu y la memoria de la Humanidad. La muerte es la gran analfabeta, la separadora del hombre de su biblioteca. La biblioteca es la nave que nos permite atravesar incólume, intacto, la dictadura del tiempo. Toda forma de cultura escrita es un ejercicio de mnemotecnia, una manera de perpetuar el espíritu. No es extraño que algunos consideren que la obra de Borges prefigura la autopista de la información, la totalidad babélica que encontramos en la red de redes, el auge de Internet, así como la existencia de Wikipedia.

En esa sed libresca siempre hay otro libro, el libro posible, el libro que hubiera sido y que no fue escrito. Si para algunos no hay peor libro que el que no se escribe, para Borges, el único libro verdadero es aquel que no fue posible emprender. Hubo libros que no escribió Macedonio Fernández o el mismo Borges. Hay quien dijo que, por ejemplo, Los detectives salvajes (1998) es el libro que hubiera deseado Borges escribir, yo pienso que es El péndulo de Foucault (Umberto Eco, 1988) el libro posible de Borges, pero también creo que el libro posible es una especulación vana, un tanto ociosa, buena como divertimento —y tal vez por eso, algo digno de asociarse con la literatura—. Para Ricardo Piglia, la subjetividad del lector en su soledad ruidosa se vuelve la protagonista. El lector es el héroe de las batallas y los continentes literarios, lo es como un Robinson Crusoe quien, con una Biblia en la mano logra vencer su desasosiego y su locura. El lector héroe logra trasplantar su civilización a cualquier lugar; Alonso Quijano es un loco con la cualidad de transmitir viralmente su impostura, enloquece el mundo a partir de su visión caballeresca producto de las novelas, mientras que El Salvaje de la obra de Huxley Un mundo feliz (1932) dota sus relaciones con un mundo demasiado inocuo de toda la fuerza dramática producto de sus lecturas shakesperianas.

Especular un Borges novelista resulta impensable, pero, ya que él creó la figura de un Pierre Menard reescribiendo El Quijote podemos tomarnos la libertad de imaginarlo a él escribiendo tal novela. Y aquí podemos abundar, siempre ociosamente, en las diferencias entre la novela y el cuento. Novelar es crear un cosmos que lo incluye todo: la tiendita de la esquina, el perro sarnoso en el pórtico y el borracho durmiendo la mona en la banqueta, a diferencia de algunos relatos cortos que representan una operación de supresión del detalle a través de generalizaciones: un bosque de utilería y siempre reciclable para otras historias que siempre es «el bosque» como idea general y no como particularidad, una «hada madrina» que como actriz de segunda, siempre se repite en una escena u otra; o bien, una «oveja negra» como símbolo de la particularidad y unicidad que hay en todo. Un rey es todos los reyes. Al hablar de una rosa abarcamos todas la rosas del mundo. Siempre el símbolo, la alegoría, la noción generalizante. Para qué crear un mundo con todos sus detalles si podemos, con un nombre cualquiera y dar una idea sobre él. Ahí está la esencia del cuento.

En la novela corta de Vladimir Nábokov descrita como endemoniadamente ingeniosa, La verdadera vida de Sebastian Knight (1941) el autor juega con la idea de que cualquier persona puede ser Sebastian Knight, el mismo autor, el lector, el narrador, quien al final llega a la conclusión de que él podría ser Sebastian Knight. Cualquier persona puede llegar a ser otra con sólo poner atención en las ondulaciones de las almas: duplicidad y ubicuidad en el ajedrez de los roles literarios. El knight o caballero del ajedrez es la única pieza que puede saltar sobre otra y dar la apariencia de estar en dos lugares al mismo tiempo. En la novela de Nábokov se es Sebastian Knight como una forma de empatía, de transmigración. Ser uno mismo es también ser otro. Para Borges «somos el pasado, somos nuestra sangre, somos la gente que hemos visto morir, somos los libros que nos han mejorado, somos gratamente los otros». En la obra borgeana se es un ser humano como generalidad, paradigma o prototipo, modelo para armar e intercambiar, patrón de muestra sobre quien se puede integrar una personalidad, cimiento desde donde se construye un carácter. Carlos Fuentes en Terra Nostra (1975) utiliza un proceso semejante de fundición y transmigración donde cada personaje es una especie de ejemplar engarzado en un relato —por momentos sólo se puede concebir al personaje a través de la narración de su propio yo—, una especie de arquetipo. En este esquema de consolidación, varios reyes españoles pueden ser uno solo; varios pintores barrocos se sintetizan en un solo personaje. Otro ejemplo es el de Virginia Woolf quien en Orlando (1928) pudo crea un personaje que empieza a vivir como hombre en la época victoriana y en un lapso de cuatro siglos se transforma en mujer. Para qué crear personajes masculinos y femeninos para una historia que abarca cuatrocientos años, basta uno solo: hombre y mujer sucesivamente.

Si la novela construye una especie de imago mundi a partir de las palabras, el cuento es el medio a una sabiduría espontánea. El poder de condensación o fundición del cuento nos lleva un estado de iluminación súbita. Si la novela es el viaje lleno de sinuosidades —el espejo que se pasea por el sendero, según Stendhal—, el cuento es atajo, la captura instantánea de alguna verdad furtiva o inasible, el congelamiento del rayo, la fugacidad como sistema de escritura, la navegación de cabotaje que no se aparta de la costa sabiendo que no es necesario, el encuentro rápido con esa verdad que muchas veces es una revelación íntima para cada lector, en este sentido se parece mucho al verso. En el cuento borgeano predomina una suerte de afán o intención discursiva que propone cierto convencimiento hacia el lector: los cuentos borgeanos abordan la discusión, la enunciación, el corolario, el teorema, la refutación, la dialéctica, el discurso filosófico; en cada cuento se plantea la existencia de un pequeño universo, el cuento sabe articular una forma de conocimiento esotérico que no siempre puede ser falso.

Hay en Borges una celebración rigurosa —aunque suene antagónico— y recurrente de los paradigmas de la cultura universal y de la historia del pensamiento. Una exaltación de la imaginación de todos los tiempos. Cada hombre que alguna vez ha imaginado desde el origen del hombre, está contemplado en la obra borgeana, no de forma enunciativa, desde luego, sino de manera sucinta, implícita en alguna frase, basta enunciar la idea de alguien que lee, crea, o imagina, o alguien que es leído, creado o imaginado, bastan unas cuantas líneas para exponer la imagen de un mundo, basta un resumen o un comentario para la dar la idea de que un libro existe o ha existido —procedimiento que pudo haber tomado de Thomas Carlyle en el Sartor Resartus, 1833—.

En la sucesión de temas borgeanos se dan cita en sus obras primeras el rescate de un criollismo que lo ponía en contacto con la mitología cuchillera del barrio, las historias del hampa lunfarda y del arrabal porteño, los lances entre compadritos, los ánimos exaltados al calor de unas cañas, el slang del barrio. Otro Borges retomará temas históricos que piensa que le conciernen: gestas heroicas de sus antepasados, el eterno conflicto entre civilización y barbarie que se dio en Argentina en su proceso de conquista. En el mundo borgeano basta un escritor: Homero, William Shakespeare, Cervantes… todos comparten el mismo arquetipo platónico, todos son uno y basta una sola personalidad de escritor que se va moldeando a través de varias generaciones tal y como se menciona en «El inmortal» cuyo protagonista es el mismo autor de La Odisea. En «Pierre Menard, autor del Quijote», un escritor de segunda fila decide volver a escribir El Quijote letra por letra como si él fuera Cervantes, no estamos hablando de una nueva versión del Quijote sino de la mismísima obra vuelta a escribir de forma idéntica. Tal procedimiento linda con el absurdo y la locura, Borges justifica a su personaje Pierre Menard diciendo que su labor es «el término final de una demostración teológica y metafísica –el mundo eterno, Dios, la causalidad, las formas universales…» Podemos notar en el cuento cierta ironía, cierta sorna ante los ejercicios intelectuales que, después de todo, terminan siendo meros capítulos de la historia de la filosofía.

Otros cuentos buscan una correspondencia con la teoría de la armonía preestablecida de Leibniz como es el caso de «Deutsches Requiem» en donde uno de los personajes se concibe como un mero actor de un drama preestablecido por un oscuro demiurgo. Otra forma de representación es la vertida en «Tema del traidor y del héroe» en donde toda una ciudad participa en una gigantesca representación teatral para falsear la historia y embaucar a un posible investigador del futuro. No sabemos si Borges escribía con un mazo de cartas en la mano pero la función de las artes combinatorias, el azar, la suerte, las loterías, parecen tener una importancia capital en algunos cuentos. Puedo referir «La biblioteca de Babel», en donde todo libro no es más que el resultado de azarosas permutaciones que nos llevan a concebir todo, absolutamente todo lo que es dable a decir en palabras, basta dejarlo todo a la casualidad y la coincidencia, o bien, «La lotería de Babilonia» donde todo destino, personal o universal está regido por un sorteo llevado a cabo por funcionarios secretos y clandestinos. Si para Piglia el sistema borgeano de lectura consistía en leerlo todo como ficción y al mismo tiempo creer en el poder de esa lectura entonces podemos concebir a Borges como una especia de cabalista quien le dio poder a la palabra como un mecanismo creador, una suerte de treno que invocaría la vida, su repercusión buscará ir más allá de la página escrita.

A Borges lo leen los matemáticos que se distraen en quintas dimensiones, teseractos, espacios hiperbólicos, geometría fractal, sistemas de numeración, paradojas y conjuntos infinitos, estadísticas; lo leen los físicos cuánticos y los cosmólogos preocupados por universos tangenciales o alternos, multiversos e hiperespacios; lo leen los historiadores que se entretienen de sus rigores académicos para solazarse en la casuísticas, ucronías, sincronicidades, efectos mariposa; lo leen los místicos y los teólogos que sueñan con manuscritos perdidos y objetos mágicos; lo leen los neurolingüistas y psicólogos interesados en la taxonomía y el idioma analítico; lo descubren los informáticos que ven en Borges un precursor de los teóricos de la red de redes global que propusieron Xanadú como un sistema infinito de almacenamiento e información y de referencias cruzadas; lo leen los filósofos que descansan de sus áridas lecturas en pos de las huellas de Schopenhauer, Hume, Spinoza, Berkeley, Russell; lo leen los lingüistas quizás pensando en la discrepancia y afinidad entre lenguaje y realidad. Una sentencia que me gusta de Borges es esta: «Cualquier hombre puede leer cualquier libro», de esta manera, cualquiera puede leer a Borges. Decir que no se tienen suficientes lecturas para entenderlo es una excusa poco convincente, se pueden seguir las tramas de los cuentos borgeanos aun siendo un profano, basta poner atención. Por último, a Borges lo leen los dilettanti como quien escribe estas líneas tal vez pensando que no hay más remedio o porque consideramos que es inevitable o simplemente porque a los lectores, si bien nos separan las credenciales y la formación académica, nos parecemos mucho en la curiosidad y el insomnio.

∗Noé Vázquez (Puebla). Es escritor y ensayista. Cuaderno navaja es su espacio en la pecera. Publica en la revista Crash.mx y otros medios.

Pez Banana