Con solo dos álbumes, Joy Division había dado una vuelta de tuerca a la escena del punk rock. Lo de ellos era más sofisticado, reflexivo y melódico, se definía como post-punk. Un estilo que recuperaba el ambiente oscuro y sórdido de la música de The Doors, un modo de componer marcado por la solemnidad y el pesimismo. Hay una noche perpetua en Joy Division y no hay domingos soleados ni para visitar nuestra propia tumba.
El carácter de la banda era definido por unas líneas de guitarra eléctrica densas y retraídas que creaban atmósferas un tanto sombrías, la voz grave y profunda de Ian Curtis (Mánchester, Reino Unido, 15 de julio de 1956 – Macclesfield, Reino Unido, 18 de mayo de 1980), a quien podemos ver como una especie de Frank Sinatra dostoievskiano y un poco nihilista, parece conducirnos al interior de una cripta, a esa voz le imprimía toques dramáticos, de desesperación y de ansiedad adolescente. Ian Curtis era un instrumento musical en sí mismo, bastaba verlo bailar, sus movimientos eran agitados, de rumbos caprichosos y enérgicos, salvajes y estrambóticos; su cuerpo dibujaba trazos de desesperación y de desdicha, no sabemos si en su baile incluía la alegría; el resto de la banda no lo perdía de vista porque, actuando como un metrónomo, parecía marcarles el compás y el ritmo. Se dice que ese baile ya era en sí mismo un ataque epiléptico más o menos controlado. El grupo venía de Manchester, surgieron en un ámbito humilde, obrero e industrial; su origen como banda viene de la escena underground del punk, ambiente que fue muy bien retratado en riguroso blanco y negro en la cinta Control (Anton Corbijn, 2007).
Las letras de Joy Division son crepusculares, señalan la visión de los vencidos, y no hay esperanza para nadie. En alguna de sus letras, incluso amar nos conduce al desencuentro inevitable entre dos personas, una idea que se convirtió en el epitafio del vocalista: «El amor nos volverá a separar». Ian Curtis entrega en muchos de sus actos, una carta de rabiosa insatisfacción en medio de la asfixia que habrá de terminar con una proclama de rendición incondicional. Su música sólo es una carta póstuma. Si la vida es como una película mal montada (como afirma Fernando Trueba), los temas de Joy Division podrían ser el soundtrack de cualquier existencia marcada por la desesperanza, el resentimiento y la melancolía.
«Atmosphere» aparenta ser una marcha fúnebre, una carta de despedida convertida en balada, fue relanzada en 1980 como un sencillo, poco después de la muerte de su vocalista luego de suicidarse con una cuerda para tender ropa. «Atmosphere» nos provoca un efecto hipnótico debido a la batería de Stephen Morris cuya solemnidad es contrarrestada por el colorido vibrante de los teclados de Bernard Sumner; Joy Division le daba mucha importancia a las líneas del bajo, que en cada una de sus canciones eran muy resaltadas, lo cual le imprimía a sus temas un ambiente un tanto asfixiante. La canción señala una posible ausencia y en sus frases se puede adivinar un entrecruzamiento de sensaciones derivadas de la vida personal de su vocalista: su crisis matrimonial, las depresiones constantes, la epilepsia que se agrava y que lo incapacita. Ian Curtis tiene el halo de los héroes wertherianos del romanticismo alemán: es sentimental y trágico, es un pesimista a toda prueba y tiene la sensación de vivir encima del hielo quebradizo de su propio drama, siempre al borde del colapso. Sus conflictos, sus actos a veces erráticos y su visión taciturna forman un estereotipo que se vuelve marmóreo con el paso del tiempo, suscribe la idea de la muerte joven, del desenlace en la cúspide de todo: la fama, el cenit creativo y todo ello queda ahí, fosilizado y puesto como un signo. Y el resto, adorando la muerte bella de sus ídolos, se congrega alrededor del ausente como Salomé bailando frente de la cabeza de Juan El Bautista; es entonces cuando su cadáver se extiende hacia nosotros, infinito.
∗Noé Vázquez (Puebla). Es escritor y ensayista. Cuaderno navaja es su espacio en la pecera. Publica en la revista Crash.mx y otros medios.