Kafka en el futuro

Mi primer acercamiento a Franz Kafka fue en 1989. Di mi primer paso en lo kafkiano cuando cursaba la primaria. Conocí a Kafka. No en persona, todos sabemos que murió en 1924, y tampoco metafóricamente al leer sus libros. No suelo ahuyentar a los pocos amigos que tengo con frases del tipo “Siento que conozco a tal autor porque he leído todos sus libros”. O permítanme empeorar esto: “Es como si ese escritor y yo nos conociéramos porque me siento inexplicable y misteriosamente igual que él en sus libros”. No. Conocí a Franz Kafka sin conocerlo realmente. Conocí la idea de Kafka, el signo que representa en el pasado siglo XX y el presente siglo XXI. Los grandes motivos kafkianos: la culpa y el deseo.

Vengan conmigo al monstruoso pasado:

En el salón de clase, la dulce maestra Paca, en medio del frenesí infantil, perdió la paciencia. Nunca antes había pasado eso. El invisible caldo del rencor que circulaba por sus venas llegó hasta la campanilla y vomitó su odio sindicalista sobre todos nosotros. Dio un trastazo al pizarrón verde con la regla de metro. La aterida y bella atmósfera del silencio que habíamos contaminado con nuestra naturaleza infantil volvió a su lugar. A pesar de todo, yo siempre fui sujeto con el pico cerrado. Silencioso y tímido como la mierda. Es decir, como un pedazo de mierda en el bosque. Puede ser. Yo no tenía nada que ver con esta contaminación audiovisual que condujo a Paquita a su episodio neurótico. Yo estaba en otra parte, mirando las orejas grandes de Sara (Alerta 1: DESEO). Pero el reglazo me despabiló. Paca, la maestra, dijo: “A ver, vengan para acá los que estaban hablando, creen que no me di cuenta, pero los anoté. Luis, Fermín, Gustavo, Franco, Ramón, Germán”. La mierda. La hija de la academia me había castigado, se había equivocado y ahora tenía que pagarlas. ¿Por qué? ¿Por apresurar mi sexualidad mental? ¿Por qué deseaba a Sara con todo y su bigote cristalino a ras de piel? Me levanté resignado y caminé hacia el paredón de fusilamiento. Inocente en el muro, cerré los ojos y acepté mi destino. Uno a uno, mis compañeros fueron sometidos a un dolor inaudito. Fueron cayendo, heridos, con los puños cerrados, maldiciendo y llorando, escondiendo sus brazos, recogiéndolos, guardándolos en cruz, colocando sus manos en la axila contraria. Sus miembros retraídos los deformaban en el suelo, como lo haría la cabeza de un caracol perturbado por una gota de agua, la lengua retráctil de un camaleón con un bocadillo artrópodo. Yo era el último, como siempre, por mi estatura. La cruel Paquita pedía que los castigados extendieran sus manos y agruparan sus dedos, con las yemas de los dedos apuntando hacia arriba, entonces, ella, sin piedad, azotaba con su regla de madera las pobres manitas de los latosos. Entonces llegó mi turno y estiré mis brazos. Levanté los dedos, cual hippie en ciernes. Ella preguntó:

—No me refería a ti, me refería al otro Franco.

Mi homónimo, a un metro (medida irónica), de distancia, se retorcía de dolor con lágrimas en los ojos. Por un instante experimenté la compasión pero se esfumó de súbito. El pequeño hijo de puta sonreía desde el piso. Y su sonrisa me condenaría para siempre. Los putos son putos desde que son niños. Hola, Kafka.

La mujer no titubeó. Disparó sin piedad. Un golpe de electricidad como el espanto entró por mis manos, esparciéndose como un mal poema por todo mi cuerpo, los codos, el hombro, el pecho, el estómago, mi pelvis y hasta las rodillas. Las rótulas flaquearon y me hinqué del dolor. Retraje mis caracoles, mis lenguas de camaleón. Apreté los labios. Mis ojos se inundaron. Aquella vieja, que por entonces me parecía como la esposa de Gengis Kan, se regodeó:

—Tú tienes la culpa por llamarte así.

La caja de Pandora se abrió ridículamente: fui culpable para siempre. La condena estaba servida y los comensales babeaban y se mofaban a garganta abierta. Todos en el salón, los tibios, esa clase de gente que mira todo el tiempo desde la otra acera el accidente y los infortunios, estallaron a carcajadas por mi error, mi confusión.

Ahora, a veinte años de eso, pienso en Einstein, en una de sus frases más manoseadas: “La vida es muy peligrosa. No por las personas que hacen el mal, sino por las que se sientan a ver lo que pasa”. Esos tipos, los malditos espectadores conocían mi nombre y reprodujeron la escena varias veces al contarla a sus amigos. Y sus amigos a otros amigos. El virus de la inmortalidad patética se desató. Odié mi nombre. Odié que la gente tratara de reconocerme por un título vacío que no contenía nada de mí. Enterré mi nombre.

El deseo es previo a la culpa. Es decir, todo sentimiento de culpa está cargado con el origen del deseo. No importa que éste, el deseo, no lo haya experimentado el culpable. Porque al culpable se le acusa de violar una ley. Y la Ley, no es otra cosa que la cancelación del deseo. El culpable (al sujeto al que se le atribuye la culpa, aunque sea inocente) se le exige la confrontación con la Ley. Aquí no cabe la Verdad sino la Penitencia. El culpable kafkiano acepta una culpa, pero no La Culpa por la que se le acusa. En todo caso hay dos culpas y dos objetos de deseo. Ejemplo: Cuando mi maestra Paca me reventó los dedos con la regla de metro, ella estaba castigando una violación: la ruptura del silencio (niños que desean el ruido y reciben su sanción). Ésa es la culpa 1. Mientras que yo, desde mi humilde posición estudiantil, creí haber sido castigado por estar mirando a la orejona de Sara (mi deseo privado). Ésa es la culpa 2. Hay entonces, dos dimensiones que podemos reconocer como el interior y el exterior. El Yo interno y el yo externo. El primer conflicto entre el mundo y el sujeto. Kafka atraviesa el tema con su novela El proceso, texto en el que se basó Orson Wells para hacer su versión fílmica. Película, sí, en la que se basó Miguel Fernández de Castro para desarrollar este mismo estrado en el que me encuentro ahora. Explica Kate Flores en Expliquémonos a Kafka que el checo escribió en su diario:

“Todo ha estado subordinado a mi deseo de retratar mi vida interior”. Al retratar “su propia vida interior” en El proceso –como lo hizo, sin duda, en todos sus escritos, aun en fábulas cortas como “El buitre”-, Kafka lo hizo desde su punto de vista, ventajoso, de su yo externo”.

Es decir, lo mismo que con mi profesora Paca en mi infancia, la Culpa 1, la que se revela en el terreno de la exterioridad, no ofrece concesión alguna con La Verdad. El personaje principal, Joseph K. es arrestado sin explicaciones, desconoce, pues, la razón de su detención. Se desencadena en el libro la angustia kafkiana: ser culpable, pero de otra cosa, la cosa privada (la que difícilmente el Otro conoce). Nadie, en el mundo, es inocente, todos sentimos la culpa, según Freud, por su origen edípico. Todos somos culpables y lo sabemos, por eso terminamos cayéndonos a pedazos. Por eso estiramos las manos para aceptar el reglazo en las manos. Dice Giorgio Agamben en su libro Desnudez:

Todo hombre entabla un proceso calumnioso contra sí mismo. Este es el punto de partida de Kafka. Por ello su universo no puede ser trágico, sino sólo cómico: la culpa no existe o, más bien, la única culpa es la autocalumnia, que consiste en acusarse de una culpa inexistente (es decir, de la propia inocencia, y este es el gesto cómico por excelencia).

Éste es el punto al que llegaremos más adelante. La falta del Otro acusador. Kafka viaja hacia el futuro. Nos ofrece una lectura profundamente adelantada a su tiempo. Pero antes, reparemos en dos estadios de reflexión, dos interpretaciones a las que me gustaría aproximarme durante los próximos minutos. La primera de Deleuze y Guattari y su concepto de Edipización. Y finalmente la de Byung-Chul Han con su idea de la Autoexplotación.

Joseph K. no puede acceder a la Verdad, porque la Ley es intraducible. Como todos sus personajes, no puede entablar un diálogo con ella, con la Ley, y por eso no sabe lo que ésta prohíbe. La culpa existe, pero no se identifica nunca el deseo cancelado. ¿Cuál es la violación? Parece que eso no importa, porque hay, en el deseo real e interiorizado del personaje, una profanación. El sistema lo sabe, porque fue diseñado por hombres. Hombres que desean y que pueden transgredir cualquier prohibición para satisfacer su apetito. Así, la Ley es un no-lugar al que se quiere entrar sin éxito. Porque la Ley, al final, es una farsa. Una entidad sin puertas. Un fantasma. Dice Dólar Mladen en Una voz y nada más:

Este carácter elusivo de la ley trascendente revela su cualidad de espejismo: es un engaño necesario, una ilusión de perspectiva, porque si la ley siempre se nos escapa, esto no se debe a su trascendencia, sino a que no tiene interior. […] Si la ley no tiene interior, tampoco tiene exterior: estamos siempre-ya dentro de la ley, no hay afuera de la ley, la ley es pura inmanencia.

Kafka tiene un relato corto que da cuenta del fraude de la Ley. El texto, sin mucha complicación ni metáfora, se titula “Ante la Ley” (es una versión minimizada de El proceso). Deja ver esta impotencia de acceso a la máquina.

Éste es el principio:

Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.

Y éste es el final:

—¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable.

—Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?

El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:

—Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.

El campesino que pasa su vida a las puertas de la Ley, muere ahí, sin esperanza alguna, desorientado por la súbita claridad: el aparato no es un lugar al que se puede entrar. El aparato es uno y uno es parte del aparato. La máquina kafkiana está completa. Este gesto de enajenamiento, parecido al narcisismo, parece profético.

La literatura de Kafka es la literatura de la opresión. En Kafka hay un Otro que anula el deseo. Su literatura dibuja la máquina (un Padre, una Ley) que cancela el deseo. El psicoanálisis lacaniano ofrece una lectura: la identidad la ofrece el padre cuando el sujeto es un recién nacido. Hay un ritual de presentación: El padre conoce al hijo y se establece la primera ley: la prohibición del incesto y el parricidio. Se cancela el Edipo y se cancela el deseo por la madre. Así, el sujeto, con la figura paterna asimilará su lugar en la familia. Lacan explica el delirio es producto de esta ruptura y por eso el sujeto entra en crisis. Pero la obra de Kafka aprovecha esta cancelación para imprimir un Otro que reprime. Pensemos, por ejemplo en “Carta al padre”.

Deleuze y Guattari someten al microscopio crítico este relato en el que Kafka ennoblece y engrandece las virtudes del progenitor. Así las cosas, bajo la terrible ansiedad de Kafka, su personalidad y su forma de vida, muy contraria a la de su padre Hermann, que es estricta y dedicada a prioridades comerciales, queda establecida en el texto la figura del mismo Franz como la de un pusilánime. Pero eso no es todo, la estrategia de Kafka es alabar estas virtudes potencialmente para llevarlas al límite, al ridículo. Éste es el gran hito de Edipo, el hijo que mata a su padre. Aquí Layo no muere arrastrado por los caballos, sino por una estampida de palabras, una carta inmensa y larga que lo banalizará mediante los elogios. Veamos un pequeño fragmento de “Carta al padre”:

A todo esto correspondía luego tu supremacía espiritual. Tú habías llegado tan alto mediante tu propia fuerza y por eso tenías una confianza ilimitada en tu opinión. Cuando era niño, esto ni siquiera me deslumbraba tanto como deslumbraba más tarde al adolescente, al hombre joven en formación. Desde tu sillón gobernabas el mundo. Tu opinión era la exacta y cualquiera otra alocada, excéntrica, chiflada, anormal.

Acostumbrados a la inmediatez de los signos lingüísticos que ofrece el escritor, es decir, que el padre es una maravilla y él un tipo sin mayor trascendencia, puesto que hemos aceptado que Kafka es un autor atormentado y serio, con inclinaciones sombrías, no hemos podido hacer otra lectura más significativa. Damos por sentado, que el texto es fiel a su primera expresión. Pero en la apología al padre subyace otro mensaje muy cruel y, por supuesto, repleto de burla. La enseñanza literaria pierde de vista la competencia de Franz Kafka para el humor y la risa, como veremos a continuación. Pero Deleuze y Guattari sí observaron esta forma edipizadora de sus textos y descubrieron su capacidad para la perversidad y, por supuesto, la ironía, mediante la exposición metonímica de su narración. Esto en Kafka por una literatura menor:

La finalidad es obtener una amplificación de la “foto”, un agrandamiento hasta el absurdo. La foto del padre, desmesurada, será proyectada sobre el mapa geográfico, histórico y político del mundo.

Nuestra sociedad puede reconocer los contornos de esta lectura. Ésta es la lección que aprendimos de Kafka. Hemos inflado los problemas (el Opresor) y los hemos ridiculizado o edipizado. Síntoma de ello es la cantidad exacerbada y veloz de los memes en Internet. Una noticia, antes de aparecer en los medios, se viraliza gracias a que alguien halla la manera de burlarse del hecho. Antes que reflexionar profunda y mesuradamente sobre el fenómeno en cuestión, vamos y lo anulamos mediante la parodia. La pregunta flota en blogs y páginas de los que reflexiona sobre esto: ¿En qué momento nos volvimos tan cínicos? ¿Por qué llegamos a este punto en el que todas las luchas sociales se caricaturizan? ¿Por qué agigantamos la foto del mundo? ¿Qué nos sucedió? Ésta última pregunta contiene una respuesta velada.

No existe el nosotros. Sino el Yo.

Mientras que Kafka en su literatura dibuja un opresor y un oprimido. La sociedad posmoderna se ha inclinado por la construcción de un perfil que dilapida todo porque ha desaparecido el Otro mediante la burla y la edipización, el engrandamiento del opresor. Aquí no hay nadie aplastándonos. El sistema, y su política de los estratos, presenta el asiento vacío del tirano, del déspota. Eliminamos al otro con el cinismo y la indolencia. Como Kafka eliminó a su padre mediante el panegírico.

Lo que tenemos hoy es la Autoexplotación. Nos recuerda Agamben: «El tribunal no te acusa, no hace más que recibir la acusación que tú te haces a ti mismo». Somos acusadores y acusados. Porque en el afán de reventar al Otro, también hemos diluido el deseo. Nos hemos convertido en una sociedad narcisista que abraza la virtualidad. El Otro no existe. “El otro, que yo deseo y que me fascina, carece de lugar” dice Byung-Chul Han en La agonía del Eros:

Vivimos en una sociedad que se hace cada vez más narcisista. La libido se invierte sobre todo en la propia subjetividad. El narcisismo no es ningún amor propio. El sujeto del amor propio emprende una delimitación negativa frente al otro, a favor de sí mismo. En cambio, el sujeto narcisista no puede fijar claramente sus límites. De esta forma, se diluye el límite entre él y el otro. El mundo se le presenta solo como proyecciones de sí mismo. No es capaz de conocer al otro en su alteridad y de reconocerlo en esta alteridad. Solo hay significaciones allí donde él se reconoce a sí mismo de algún modo. Deambula por todas partes como una sombra de sí mismo, hasta que se ahoga en sí mismo

Ésta es la política de los estratos: El sujeto está cansado, está rendido, pues distribuye su atención en demasiadas actividades, porque lo ha convencido el sistema de que puede hacerlo todo. Han nos recuerda que somos consumidores de la frase “Yes you can”. El gran lubricante, la gran falacia que mantiene activa y cansada a la sociedad. El capitalismo requiere a gente activa que acelere la producción. Y así, el juego está completo. Busca un trabajo, haz ejercicio, ponte a la moda, ve a las fiestas, bebe un café hipster, tómate una fotografía aquí y allá y súbela a tu Instagram, haz yoga, come sano, tómate un selfie dando una limosna. Actívate ahora. No hay tiempo para detenernos a pensar. Si lo haces, estás fuera. Nadie puede ser negativo. Ésta es la era de la sociedad positiva. No digas nada en contra, sólo debes estar a favor. No es gratuito que no exista el botón “No me gusta en Facebook” Todo esto, dice el coreano-alemán, es lo que produce la sociedad cansada. Una sociedad que no escucha y que pierde su capacidad de asombro. Por esto, no es raro que las marchas contengan poca gente, que haya pocos interesados en las causas perdidas. Señala Alberto Mayol en “La deuda subjetiva como motor y aporía del neoliberalismo:

Como señala Byung-Chul Han, la peculiaridad neoliberal radica en que el rasgo de ‘sociedad de control’ se consuma no en la coerción externa, sino en la interna. Son los mismos individuos los que eligen y hasta luchan por vivir el control, por vivir la vigilancia. Las contradicciones de la sociedad se transforman en contradicciones de la subjetividad. La contradicción de clase radica en el emprendedor en sí mismo, el deseo de cambiar la sociedad choca con el propio miedo de alterar la vida cotidiana y todo lo conquistado bajo las reglas del juego existentes.

Esta eliminación de la utopía la hemos elegido. Nos volvimos cínicos por seguir las nuevas reglas del juego, donde domina el consumo y la apropiación de un mecanismo que nos convierte en el amo y en el esclavo. Estamos solos. No hay un opresor. Hemos matado a Kafka. El gran aparato liberal ha diseñado muy bien su jugada y ha pisado al bicho. No hay un Otro. Sólo un yo, enamorado de sí mismo y de su capacidad de reflejarse en el mundo. Un yo frente al vacío que ha dejado la desaparición del deseo.

La tarea, si es que podemos asumir una, es traer al Otro kafkiano. Revivirlo. Nos hacen falta más episodios kafkianos en la Historia que escribimos en la actualidad. Requerimos el asombro. Necesitamos la reinvención de la otredad. Debemos traer a Kafka al futuro. Negociar la soledad y materializar al opresor que ahora no tiene cuerpo.

Es verdad que el exhibicionismo que practicamos en las redes sociales (y en gran parte, en nuestra vida cotidiana) nos inunda y nos vuelca sobre nosotros mismos. Pero no todo está perdido. Hay que revertir el aparato. Si es cierto que esto nos ha empantanado, entonces también es verdad que se puede tomar la plataforma y el estrado kafkiano para contragolpear. Hay que replicar como lo hacen todos aquellos grupos que exigen justicia e igualdad, mejores condiciones de vida y mejoramiento social. Hay que armar una contraofensiva kafkiana y auxiliar a quienes están en constante lucha tratando de confirmar el Otro opresor. Las personas nos exhibimos constantemente. Nos exhibimos, sí, pero sólo en parte. La gente nos ve en el mejor ángulo en la foto de perfil. El mejor ángulo físico y mental, sociológico. Pero quienes observan, ignoran lo inaudito. Nadie es perfecto, y es muy probable que detrás de la pantalla, ocultos en sus habitaciones, unos se masturben, a otros les huelan los pies, otros tengan el pene pequeño, otros estén vomitando para no engordar, otros se estén rebanando la ingle por ansiedad. Es posible que detrás de la computadora, en la oscuridad, se aglutinen machistas, pederastas, violadores, racistas, ladrones, asesinos. Eso no se exhibe. Porque eso se esconde de la exhibición. Ahí está lo que falta, lo que se ha descartado en esta sociedad positiva. Lo que no se quiere escuchar: que hay monstruos ahí afuera. Pero ahí están los que escudriñan, los que se defienden, los que transforman en estado sólido la violencia de la que son víctimas. Hay un victimario, real, de carne, que oprime. Y no es una broma. Es hora de colocar en su lugar al Otro, reaparecerlo, definirlo, accionar sus contornos para ubicarlo.

Ilustremos esto: El feminismo no se opone a un espacio vacío. El feminismo se enfrenta a una amenaza real. A pesar de que el público en general, desencantado y cínico, se burle y desprecie sus actividades mediante memes y bromas. El feminismo, auténtico, honesto e inteligente, lo que hace es registrar el cuerpo del Otro y, a la manera de un Jiu Jistu intuitivo, absorbe el origen mismo de la autoexplotación (es decir, el narcisismo y la exhibición) y lo devuelve a su fuente. Exhibe al agresor y lo condena a su sustancia. Genera un Otro y lo combate. Las feministas, no hacen sino registrar el cuerpo del Otro Opresor y Violento. Hay que creerlo. Existe el machismo y la violencia de género, no desestimemos su batalla.

Como éste, existen miles de ejemplos que revelan el síntoma, somos ciegos al opresor frente a nosotros: la homofobia, el racismo, el clasismo, la xenofobia, el etnocentrismo, la pedofilia. Actos de brutalidad humana como la tortura militar, el maltrato infantil, el hostigamiento policiaco, la tiranía, el esclavismo, la vejación, el abuso en todas sus formas invisibles. Todos estos actos de crueldad son minimizados y desmembrados por el discurso político y la opinión pública descreída que se conforman con la gran falacia positiva: son eventos aislados.

Otro ejemplo: Con los documentos del Paramá Papers se señala lo inefable. La riqueza en el mundo nos parece un fenómeno inexplicable, un órgano etéreo que no responsabiliza a nadie, sino al sistema, esa red de operación capitalista que no tiene protagonistas detrás. Pero ahora vemos, gracias a esta investigación, papeles, registros de las personas que nutren este obsceno enriquecimiento. Hay un Otro, no un vacío, hay personas reales que se regodean en los paraísos fiscales y que explican, sino de manera ilegal sí de manera concreta y clara, el enriquecimiento y la gran injusticia social, los engranes del atropello y el desajuste de cuentas, las razones por las que son tan pocas las personas que detentan el capital. La pobreza no es una eventualidad, un accidente. Las cosas no son así, porque sí, porque “así es la vida”. No. La creciente miseria en el mundo no es azarosa, está estructurada y es sistematizada por hombres de carne y hueso. Las empresas, dirigidas por personas con nombre y apellido, desperdician toneladas de comida. Se derrocha más alimento del que se necesita para combatir la pobreza en el planeta. Así están las cosas. No existe el darwinismo económico, la economía mundial no es biológica. Sólo existen los seres humanos desensibilizados que no funcionan mediante el reconocimiento del Otro, sino a través de sus intereses narcisistas, por lo que prefieren no alterar el conveniente estado de las cosas. Imaginemos, por ejemplo que en vez de tirar esa enorme cantidad de comida, se donara: los precios de los alimentos descenderían y con eso las ganancias también. Pero el hombre, sólo quiere acumular y acumular más de lo que puede gastar. El capitalismo no es un fluido hipotético sin orillas. El capitalismo es cuerpo constituido por individuos que no tienen la capacidad de ver al Otro. Nunca hay que justificar el asiento vacío. No hay que aceptar estos abusos, no hay que ser cínicos y desestimar la utopía, porque entonces, nos convertimos en el combustible del sistema. Nos reímos de las luchas sociales, mientras encendemos nuestra propia mecha.

Esto está ocurriendo. Personas que intentan frenar la ausencia del otro, materializándolo. Causas que parecen perdidas por nuestro déficit de otredad, pugnas que establecen nuestra enajenación y falta de deseo. Nos falta contemplar y pensar el vacío, la laguna que ha dejado la desaparición del Otro Opresor. Hay que aprender la lección de kafkiana. Ésta es mi sugerencia:

Identifica al Otro.

Señala al Opresor.

Volvamos a Kafka.

Franco Félix

Pez Banana