Musiquito del talón

Soy un musiquito del talón y en mis rondas por las cantinas, buscando colocar mi lista de canciones entre parroquianos, bohemios de afición y amigos de la farra, me entero de todo lo que va y viene por arriba y abajo del agua. En reciprocidad soy algo famosillo, gozo de ese reconocimiento que le da derecho a toda la gente que me conoce a faltarme al respeto: me dicen el Zorrillo Rengo, el Pinto Viejo, el Cinco Cuerdas. Conozco pues la alta y la baja historia de Navojoa, que pal caso son la misma y son más bien gachas.

Pero a la gente no le importa el pasado, el pasado de hace cien años, digamos, cuando esta ciudad hizo la guerra del garbanzo con la madre patria y ganó; cuando los ricos de ciudad de Álamos en el gobierno de don Porfirio (Díaz, no Cadena, El Ojo de Vidrio), bajaron a Navojoa y siguieron siendo ricos con el nuevo gobierno que trajo la Revolución. A nadie le importa eso. La gente quiere saber del pasado de hace diez, quince años, cuando los mañosos se apoderaron de la región y por fin hubo nuevos ricos que escarmentaron a los ricos de siempre y hasta los corrieron de la ciudad.

Fueron buenos tiempos, dicen quienes todavía añoran los billetes que abundaron de sopetón, cuando el más jodido se daba el lujo de despreciar la calderilla, la morralla. Nadie va a creerme, porque a mí también me llegó lana al bolsillo, pero lo cierto es que nunca viví más incómodo, como si el trabajo hubiera perdido, para siempre, su razón de ser. Nadie pidió ya que le cantara corridos de la Revolución, de caballos; es más, ni siquiera de los primeros pistoleros famosos, de aquellos valientes como Los Hermanos del Fierro. Querían que improvisara corridos de narcos y de matones que no valían ni la tonada.

Los clientes luego se dieron cuenta de que ese jale no era lo mío y me hicieron a un lado, el resto del gremio agandalló la chamba. A veces me caía una serenata en virtud de la borrachera del interesado, aunque eran más bien escasas. El hambre me apretó el cinto y me fui a las cantinas dispuesto a cantarle hasta a la policía. Pero esos corridos no me salían, se notaba la falsedad en el falsete. “¿Cuál te sabes, pues?”, era el reclamo de los parroquianos. Yo nomás descansaba la guitarra harapienta en la panza y me agüitaba.

“No me sé el corrido, pero me sé su historia completa, pues era de aquí del rancho La Noria”, improvisé por fin en una de tantas, harto de tener hambre y porfiar en el desperdicio de mi talento. Como la gente es morbosa, me ofrecieron una silla, me llenaron el vaso y escucharon cómo les contaba la vida y milagros del malogrado Suertudo, que burló retenes de soldados y federales desde Jalisco hasta Sonora (como el caballo blanco, de José Alfredo), y llegó al norte a morir en la frontera a manos de un migra traicionero que le pegó tres tiros de los cuales nomás uno era de muerte.

No volví a rascar la guitarra. Dejé de cantar y me puse a contar. Los clientes llegaron solitos. No se dieron cuenta de que hacía lo mismo, sólo que sin forzar la voz ni cansarme las manos, y en vez de cantar veinte o treinta canciones contaba cuatro o cinco historias para asegurarme la noche. Todos los que me pagaban querían saber más, mucho más, todo lo que pudieran sobre los mañosos. No querían perderse una coma de esas vidas. La gente que había hecho de la Proceso su revista de mitotes, comenzó a procurarme a todas horas y en todas partes, aunque no quise perder la ronda de las cantinas porque los patrones son celosos y cuando mi momento pasara tendría que volver como paloma a su nidito.

Previniéndome de los cobros de derechos de autor y de piso, armé un repertorio que incluía, entre otros, a puros muertos. No fuera a brincarme algún ofendido queriendo enderezar el cuento y torcer mi vida. La supe hacer: me hice de fama, dinero y mujeres que me apuré a desperdiciar antes de que se ocultara mi buena estrella.

No faltó el mañoso que quiso que le contara sus propias aventuras; pero yo no tomé riesgos. A todos decía que una historia en vida era una fosa abierta esperándolos. Nadie dudaba porque ejemplos sobran. Nadie pensaba que en su oficio casi todos tienen corridos, casi todos mueren rápido y son contados los que incumplen la promesa del negocio: más vale un año de vacas gordas, que cien de perro en cualquier lugar.

Así conocí a Gabino González, el pistolero estrella del Pancho Buitre. Fue uno de tantos que vinieron a buscarme. Sólo que éste no buscaba historia, buscaba más bien deshacerse de ella.

Gabino nació maleado y creció recio, como el quelite en tiempo de agua y arenita. A los doce años había practicado buena parte de los delitos marcados en el Código Penal y dado un provechoso repaso a los pecados mortales y capitales, que pal caso son lo mismo, sólo que unos te llevan a la cárcel y los otros al infierno. Pero las rejas no lo asustaban, entraba y salía del tutelar de menores como si fuera el antro de moda, y es que Refugio González, el director de Seguridad Pública, era su tío. Del infierno no supe su opinión, aunque algunos dicen que le temía como chamaco de catecismo que se aprendió el Viejo Testamento.

Yo conocía a Matilde, quien entre tandas me hablaba de un Gabino que quería matar a todos los que pudiera antes de hacerse mayor, porque a los dieciocho años le borrarían los antecedentes penales, o eso le habían dicho en algún lado. “El chamaco fantaseaba con comenzar de nuevo a los dieciocho, para, ahora sí, hacer las cosas bien”, contaba Matilde. Aunque nunca imaginé que fuera su hijo, porque no sabía que tenía uno. Menos creí que sus confidencias fueran ciertas. Delirios de borracha, pensé. Matilde todavía era joven, bonita, chaparra, con la cara fina y las chichis largas, y le gustaban mucho las cantinas; sin embargo, ella no era para la perrada. Seguíamos la regla del escaparate: podíamos ver pero no tocar.

Gabino tenía quince años cuando el Pancho Buitre supo de su existencia. Sus trabajadores sociales se quejaron de que un plebe, zotaco para más señas (aunque no enano, porque no era cabezón), les bajaba la droga como si fueran mazapanes. Los malintencionados, que siempre aciertan, dicen que el Buitre ya conocía a Matilde, que no hay casualidades, lo cual me pone a pensar cuando veo las casas en las que ella vive ahora. El Pancho era por entonces amo y señor de Navojoa, impulsor de los carritos neveros y las motos mortálicas que a todos nos hacían felices. No desperdiciaban ni una esquina de la ciudad, adornadas todas con pordioseros de la dosis. Los tiempos feos ni figuraban en la foto.

El Faquir, uno de los pocos colaboradores del Pancho Buitre que lo sobrevivió un rato, me platicó que su jefe ofreció un kilo de coca por el Gabino. “Lo quería para arrancarle las patas como chapulín, como hacía con los bajadores”, explicó. “Cuando se fueron los plebes, le dije al patrón que el morro era sobrino de González, que lo ponderara.” “Ya ofrecí el cuadro lavado”, respondió el Pancho esa vez. “Hacemos esto, si no me lo traen en una semana, lo recoges, te lo llevas al monte y cuando esté listo lo presentas.” “Yo conocía al Gabino de mi época de municipal”, dijo ahora el Faquir en tono de disculpa, no sé si por haber sido policía o porque se sentía culpable de haber apadrinado a Gabino. “Venía a la comandancia y se robaba la primera patrulla que estuviera parqueada, porque ningún policía iba a reconocer que le habían robado en la base. Algunas veces me tocó correteárselo a González, y decir que el plebe era retobado es poco. Tenía gracia pa lo chueco. Nadie iba a agarrarlo en una semana ni en un año. Al día siguiente de eso me fui por él a su casa y le expliqué cómo estaba la cosa. Ni chistó. Se subió a la camioneta como si me hubiera estado esperando todo el tiempo.”

Aunque seguía siendo bravo, el Faquir se había quedado sin patrón y no fichó con nadie más. Él no era de los de mata y paga. “Si soy perro, al menos de un solo dueño”, contó agüitado cuando le pregunté.

En Navojoa no tenían nada contra él, pero como era alacrán, otro le vino a picar. Pasaba las tardes sentado en el porche de su casa, allá por la Pancho Villa. Todos lo sabían; también los que fueron por él.

“Todos los muertos que le achacan a Gabino puede que sean ciertos, aunque todos saben que son más.”

“Tenía valor y talento, y se hizo rico en un dos por tres.”

“Incluso al diablo hizo quedar mal.”

“Convirtió a Navojoa en un camposanto.”

“Tiene suerte si no es pariente de alguno de los carraqueados.”

Quien pregunte por Gabino va a escuchar alguna de estas frases. Se les hace más fácil que recordarlo en serio. Nomás los chamacos se afanan en su historia.

La primera vez que llegó aquí, a La Minita, venía todo nervioso, como al borde de la epilepsia, con una soda en la mano. Ya era de noche, aunque nomás estábamos unos cuantos peleando con la borrachera y la música, sofocando el airecito húmedo del cúler. A Dulce, la mesera, se le mojó

todo el cuerpo, comenzó a llorar al mismo tiempo que se orinaba. Todavía está formado en la barra su banquito manchado. Pensó que venía por uno de nosotros.

Me vio en la barra y se dirigió a mí, errático, torciendo los brazos, las manos con las que no erraba ningún tiro, como queriendo hablar con ellas o señalar algo o señalarse, no sé.

“Pariente, pariente, pariente”, repetía trabado. “Unas palabras, unas palabras… unas palabras.”

Haciendo arrestos, le pregunté: “¿Quieres que te cuente tu historia?”

“No, no; no, pariente, pariente. Unas palabras, escriba unas palabras, para un velorio.”

“¿Quieres que escriba un discurso para un funeral?”

“Sí, sí; un discurso.”

“¿Quién murió?”, le pregunté pensando que había perdido a un familiar.

“El Indio, el Indio.”

“¿El Indio Ramírez? ¿El que asesinaron ayer?” Todos en Navojoa sabían que Gabino lo había matado, aunque era como saber que mañana va a salir el sol.

“Sí, sí; me lo cargué anoche. Quiero decir unas palabras.”

Cuando dijo eso, Dulce abrió tanto los ojos que se arruinó la estirada de cara que acababan de pagarle en una clínica de Hermosillo. Le quedó como cachón de beisbolista.

No dijo más, ni yo pregunté. En lo que yo escribía, jaló una silla y se sentó para hablar números por el radio. Venía solo. Así andaba siempre. Como dice su corrido: nomás tenía su carro, su arma y su patrón.

Le escribí una cuartilla, poquito menos, con palabras graves, plomizas, oscuras. Agarró la hoja y la leyó, asintiendo. Se levantó, sacó un billete de quinientos, lo puso sobre la barra y salió de la oficina como había entrado, peleando consigo mismo.

Pudo más el morbo que el miedo y me lancé quemando suela a la funeraria León. El esfuerzo de las cuatro calles corridas me hizo vomitar en el estacionamiento de la funeraria. Todavía secándome la boca, me metí a la sala enseñando las lonjas que se transparentaban bajo la vaquera mojada. Allí no estaba Gabino. Me asomé a la otra sala y tampoco, ni siquiera había un difunto en esa. No me había equivocado. Volví y me acomodé tras unas ofrendas y me senté a esperar entre las mujeres y niños que velaban al Indio Ramírez. Como siempre, casi no había hombres velando, porque podían ser los próximos allí tendidos.

Perdí el tiempo hasta las cuatro de la mañana. Ni modo, pensé, a dormir un ratito para cubrir el sepelio.

A las ocho de la mañana, temiendo el calor, trasladaron al Indio al panteón Las Piedritas. Crudo de café y cigarros, me senté sobre una tumba a esperar que llegara el orador. Ni bien habían bajado al difunto cuando se oyó la música norteña. Un acordeón desafinado y una guitarra y un bajo sexto trataban de reproducir las notas de La barca de Guaymas. Yo la hubiera interpretado mejor, con arreglos sentimentales. Al frente venía Gabino, cubriéndose del sol con una gorra de los Mayos de Navojoa. Si no hubiera sido de día habríamos creído que eran unos espectros vaticinando más muertes. Los asistentes, de nuevo casi puras mujeres y niños, más los trabajadores de la funeraria y del panteón, se replegaron, como si todos fueran uno, hacia las tumbas vecinas; como si un pie hubiera desperdigado un nido de cucarachas.

Gabino se detuvo al pie de la excavación. Hizo callar a los músicos, sacó de la bolsa de la camisa la hoja que yo le había escrito, carraspeó un par de veces, y sin fijarse siquiera en el resto de los asistentes, abrazados unos con otros y rotos de pánico, comenzó a leer: “Ante esta ausencia eterna, más dolorosa todavía por la oquedad que te has vuelto, volvemos la vista, y apesadumbrados lloramos por lo que fuiste…”.

Apenas terminó de leer, sin un solo tartamudeo, comenzó a llorar desconsoladamente, se quebró, para más desconcierto de todos los que lo mirábamos. Al poco suspiró y puso a tocar a los músicos: Me dejaste con el alma entristecida/ te llevaste lo mejor de mi existencia/ y en mi pecho dejaste una honda herida/ por el recuerdo inolvidable de tu ausencia… Otro acompañante se acercó a Gabino y le dio una corona de flores, la cual colocó sobre el resto de ofrendas. Enseguida se agachó, tomó un puño de tierra y lo esparció sobre el ataúd.

“Sigan, sigan, sigan tocando”, ordenó a los músicos y se marchó secándose las lágrimas.

A partir de ahí Gabino insistió con las serenatas y los discursos, así que no tuvo muerto que no ocupara de mis palabras. Yo me volé, pa qué más que la verdad. Recordé cuando mi abuelo se dedicaba a escribir cartas afuera de las oficinas de correo, ganándose el respeto de todos. Hay quienes dicen que era mi obligación preguntarle por qué lo hacía. Lo cierto es que no me hubiera respondido, porque ya no hablaba. Si abría la boca era para soltar números por el radio y así nadie puede comunicarse. Si tengo que decir algo es que a lo mejor esos números lo trastornaron. No se me ocurre otra cosa.

¿Qué podíamos hacer en Navojoa? Lo que hacíamos siempre: hablar y hablar de eso hasta que terminaba todo enrevesado lo que decíamos. Que si por fin se había vuelto loco. Que era un reto abierto. Que de veras sentía sus muertes pero que no podía traicionar a su patrón. Que era una señal de respeto para recobrar el honor perdido de todos los matones. Que Gabino era tan noble que se quitaba el sombrero después de vencer a sus rivales.

Que muchos piensen que es un rumor, inventado pa volverlo loco y dispensarle la culpa de todos sus crímenes, es comprensible. Todavía hay coraje; mucho resentimiento. Tampoco lo hacía para burlarse y humillar a las familias desgraciadas. Se apersonaba en los panteones sufriendo de veras, como una parca arrepentida y febril, mientras los deudos lo miraban incrédulos, indignados, indispuestos.

No hay nada más agorero que un matón lamentándose de la muerte. El Pancho lo sabía. Estaba llamando mucho la atención. En Navojoa la gente se había acostumbrado al camposanto, pero cuando alguien dispensa a los muertos un trato distinto al que están acostumbrados, entonces sí se enojan, se sienten. El Gabino no quiso detenerse o no podía detenerse: ya nomás se comunicaba con los muertos, con números, panegíricos o canciones. Eran los únicos que le importaban. Aunque el Buitre se ufanaba de su muchacho, tuvo que decidir la orden.

Estas cosas nunca acaban bien, pero ésta tardó en resolverse. Primero hallaron la troca consentida del patrón bajo el puente del río Mayo, aunque de él no hubo ningún rastro. Familia y pistoleros lo buscaron unos días, luego se desbandaron como pájaros desplumados porque había muchos que les querían ajustar las cuentas. Quien no siguió el camino fue el Faquir. Y no lo hizo porque él había resuelto el cuatro.

El Pancho juntó a los dos pistoleros. Quería que el Faquir matara a Gabino, pero éste no pudo.

“Y mira que nomás ocupaba una ayudadita, ya estaba casi muerto”, me confesó; enseguida dijo: “solamente una vez desobedecí una orden. Al Pancho lo enterré en las faldas del cerro Prieto, en el hoyo que le correspondía a Gabino. Yo me regresé solo, dejé a Gabino hablando por el radio al pie del montón de tierra. Ya no se quiso devolver. Volví a Navojoa en la troca famosa y la abandoné en el río. A los días hallaron el cuerpo de Gabino, aunque a nadie se le ocurrió que allí mismo estaba enterrado el Buitre. Pensaron que el montón de tierra era una tumba a medio hacer”, luego se calló, me pidió un bolero y se puso a escucharlo.

Pez Banana