Facebook ya no nos quiere

Algún día recordaremos esto, diremos, parafraseando a Hemingway que «Facebook era una fiesta», como también lo fue París en su momento. Lo recordaremos desde la virtualidad y la omnipresencia de alguna otra plataforma que tal vez se convierta en el sustituto o complemento de lo que consideramos hoy como real. Internet será omnipresente o no será, conectará todas las cosas, el gregarismo continuará siendo cibernético y artificial. Desconocemos ahora este otro nivel de virtualidad pero se anticipa que vinculará todo lo que somos, incluso podremos interfacearnos con ella a partir de marcapasos y dispositivos cerebrales —Google Inc. ya trabaja en eso—. Con las nuevas virtualidades, la humanidad conformará su fin y su propio medio porque la red formará un «nosotros» inseparable de la inteligencia artificial que lo administra y sustenta. Seremos uno con la red, como en aquel cuento de Frederick Brown en donde los billones del planetas que forman el universo se conectan entre sí por una inteligencia artificial a la que le preguntan sobre la existencia de Dios. Así como ahora pensamos en un pasado cercano dominado por MySpace, HotorNot, HiFive, Metroflog… y otros tantos directorios de personas de tuvieron corta vida, pensaremos en esta plataforma desde la nostalgia y la extrañeza que nos dan las cosas pasadas desde un cibergregarismo tal vez más enajenante e invasivo.

Facebook es una celebración gigantesca de dos mil millones de usuarios (2271 millones según un conteo reciente) al que alguna vez se nos invitó. Un muro de lamentaciones virtual. Un evento multitudinario en donde hay cabida para todos, sin importar la condición, basta el acceso a una red, un teclado, un smart phone. Facebook puede ser tan valioso, no solo a nivel comercial, sino como institución, que si nos quedáramos sin él, pensaríamos que nuestra vidas han dejado de tener sentido. Se trata de una apariencia engañosa. A partir de ciertos procesos que refuerzan la ludopatía del usuario se nos ha vendido la idea de que no hay vida más allá de la red social. Hasta el momento, sabemos que eso es falso y que hay un mundo allá afuera. Por ahora.

A menudo comparada con una Matrix —imagen que también aparece en Neuromante de William Gibson—, la red social se volvió también una red de redes, un Internet dentro de otro. Hace algún tiempo la dualidad estar dentro o fuera la red dejó de tener sentido al ser la entrada muchas veces con logueo automático, por tal motivo no sabemos si estamos conectados o no, y en el futuro lo virtual y lo real estarán fundidos en una misma interfaz donde navegaremos entre hologramas y asistentes de inteligencia artificial. Esta imagen de no conocer si estamos dentro o fuera siempre me trae el recuerdo de una serie noventera llamada Reboot (1994-2001), ésta personificaba programas que tenían como función hacer reparaciones en el mainframe, se les asignaba una fisionomía y una personalidad expresada como dos seres generados con animación por computadora —algo que en ese momento era novedoso—. Eran los héroes del mundo virtual en contra de virus, worms, troyanos y toda clase de programas y códigos maliciosos. Reboot remataba su introducción con esto: «Muchos piensan que el usuario está más allá de la red y que entra a juegos por placer. Nadie lo sabe con certeza». Así es este mundo, nadie lo sabe con certeza, no sabemos si entramos por gusto o si de alguna forma estamos siempre ahí sin advertirlo. Facebook no es un sustituto de la realidad, pero muchas veces lo parece, al ser un medio neutral que permite la interacción masiva de personas, de alguna manera se convirtió en una extensión de nuestro yo social y lo convirtió en un ente vigoréxico que con solo un clic puede influenciar y modificar la percepción que el mundo tiene del mismo.

En un principio, la literatura, la radio, el cine, los medios masivos de comunicación crearon un sistema de modelos en donde unos cuantos privilegiados que destacaban por su belleza, encanto y simpatía eran encumbrados por su talento y sus dotes físicos. Hasta ahí, la tendencia sobre lo que hay que adorar, seguir, admirar, tiene cierto control por parte de los influencers de la opinión pública: productores, programadores, comunicadores. Gracias a ellos y a su sistema de creación de mitologías populares conocimos el encanto de Ava Gardner, Kim Bassinger, Jennifer Lawrence; la simpatía de Bob Hope o Sammy Davis Jr o Jim Carrey, la pléyade de rock stars y jazzmen; pero en el caso de las redes sociales, los protagonistas parecen ser el usuario y sus conocidos. Facebook encarna otra forma de estrellato: uno que le da la voz y la imagen a la gente de a pie, los cinco minutos de fama predichos por Andy Warhol. Facebook y las empresas de las que es propiedad como WhatsApp e Instagram sepultaron las formas de entretenimiento como fueron concebidas en el siglo XX. Cada vez menos gente ve televisión abierta, la mayoría obtiene sus contenidos desde la red de redes, y no solo eso, los genera. Entramos en Facebook por una necesidad narcisista de vernos en nuestro propio espejo, de conocer la forma en la que somos vistos por otros, de participar del milagro de la existencia ajena por fin revalorada y nunca trivial. Facebook convierte esas pequeñas narrativas de la cotidianeidad en una serie de pulsos celebratorios, una intermitencia de pequeños espectáculos. En ese gigantesco espejo que grita «Somos nosotros», el usuario no adquiere notoriedad al crear una obra artística de relevancia o realizar un hecho heroico, o tener gracia y belleza destacada, solo le basta existir y dejarse notar en la fotografía editada, el uso de realidad aumentada, la pose constante y ya necesaria, el comentario procaz para elevar el número de reacciones. Su valor en este mundo no radica en crear una obra artística valiosa, sino en el mero exhibicionismo de una pequeña parte su espacio personal, que en otras circunstancias estaría vedado para el cúmulo de voyeurs que están al tanto, acechantes de cualquier movimiento. Facebook convierte el chisme cotidiano en un mito intermitente, de segundos de celebridad, en una narrativa que atrae, convierte a las personas en el centro de atención, un star system que cada segundo parpadea. La red social otorga segundos de fama a discreción, motorizando la celebridad instantánea a partir del hecho viral, compartido una y otra vez.

Lo que antes se decía era que cada persona que existe en este mundo no está a más de siete apretones de mano una de otra. Lo que traducido al lenguaje de las redes será: a no más de siete contactos entre sí. Nunca antes estuvimos tan unidos y nunca antes nuestro gregarismo fue tan importante. Si la red inventó nuevas formas de cercanía, también es cierto que inauguró nuevas formas de distanciamiento; si engendró nuevas formas de expresar afecto, también inventó nuevos medios de hostilidad entre nosotros. Facebook, al facilitar la interacción permite que cada discurso tenga el poder influir de maneras que antes ni siquiera se sospechaban. Es cierto que el fenómeno de las plataformas de redes sociales no es nuevo, pero Facebook, a través de ciertos ajustes, encontró la forma de potencializar y agilizar una serie de procesos que hasta ese momento eran inéditos. Las redes sociales nos preceden, no son un invento de nuestro cerebro internetizado, existen desde nuestra época de cazadores y recolectores, incluso son anteriores a las culturas y las grandes civilizaciones. Fue necesaria su invención para segregar, atraer, administrar el liderazgo, crear alianzas. Pensemos en una casamentera judía, ésta tiene un álbum con fotografías o un gigantesco cuaderno con nombres, comentarios, relación sobre el estado civil, la edad, el número de hijos y los nombres de cada miembro de la comunidad. La red social de la casamentera es bien específica y tiene un solo propósito: encontrar el mejor partido para cada quien dependiendo de algunos factores como el económico, la consanguinidad, las afinidades de cada soltero o soltera. Facebook es ese cuaderno de fotos potencializado a partir del uso de nuevas tecnologías, la inmediatez y la mercantilización agresiva. Un joven de ascendencia judía creo otra red —o la copió y la mejoró, si creemos en los hermanos Winklevoss—, una cibernética. Su propósito tenía que ver con la compensación de sus irremediables limitaciones sociales, de su torpeza con las mujeres. Al final de todo se trataba de ser invitado a fiestas de fraternidades en donde invariablemente habría mujeres y oportunidades de tener sexo. Ustedes saben que este joven era Mark Zuckerberg. Así que todo empieza con sentirse nerd en un mundo competitivo, es decir, la Universidad de Harvard, en donde la apariencia es importante. Facebook permite que los tímidos se expresen sin cortapisas, sin ese tartamudeo y el temblor de las manos ante la presencia física, que revelen su talento, aceleren la proximidad con sus semejantes en un medio que dominan, un entorno aséptico que les permita sentirse seguros. La red social expresa la venganza de los nerds y Zuckerberg, de ser un rechazado, pasó a ser nuestro casamentero y alcahueta mayor. Y nosotros, de él. Una empresa que vale billones de dólares así lo confirma.

A los ingenuos les gusta pensar que Facebook es una expresión de la libertad de expresión y por tal motivo se indignan cada que vez que la red social censura, castiga con la suspensión o cancelación de la cuenta. Puede ser, la red hace más ágil el intercambio de ideas y por lo tanto democratiza la información. Los románticos pensarán que contribuyó en los cambios que se dieron durante la Primavera Árabe porque aceleró el derrocamiento de muchos gobiernos como el de Kadafi en Libia, ya que permitió niveles de organización y de difusión que no se hubieran dado en otras circunstancias. Puede ser, tampoco lo niego. Pero también es cierto, y no debemos olvidar, que es una empresa privada que cotiza en Wall Street. Es una compañía propiedad de un grupo de accionistas que la controlan. Es de su propiedad, no de nosotros. Facebook es como una gigantesca fiesta a la que, como usuarios hemos sido invitados o nos hemos agregado al principio con curiosidad, luego la hemos convertido en parte de nuestra vida diaria. Hemos terminado con una relación de amor y odio en la que muchas veces pensamos en la posibilidad de salir de ella.

El cemento que mantiene unidos los ladrillos de Facebook tiene que ver con nuestras pulsiones más profundas. Ahí, en ese cúmulo de interacciones diarias se dan cita nuestros miedos, nuestras simpatías y antipatías, el gusto o el disgusto por ciertos fenómenos. Cada interacción supone información que es observada de manera detallada y termina en gigantescas bases de datos que registran nuestra experiencia social, nuestra forma de ver el mundo, de reaccionar a él. Facebook determina y al mismo tiempo se convierte en el Zeitgeist de la civilización, su pulso de cada minuto de nuestra experiencia como humanidad. Cada vez que damos una reacción a algo, cada vez que comentamos, compartimos, agregamos contenidos, alimentamos la inteligencia artificial de la red social que cada vez sabe más de nosotros. Incluso se cree que es posible que se pueda anticipar a nuestros deseos no expresados o que pueda conocer muchos de nuestras preferencias no manifestadas. Esa serie de algoritmos con los que interactuamos se han convertido en una inteligencia alterna, nos acompaña en nuestra vida diaria. Hemos dejado de pensar en dónde concluye la libre manifestación de nuestra personalidad y donde empieza la serie de supuestos que la inteligencia artificial tiene sobre nosotros. Acabo de mencionar la frase «libre manifestación» pero créanme, la palabra «libertad» es un concepto engañoso en cualquier interacción social. Lo diré de forma simple: el ser humano no sabe lo que quiere, pero se divierte mucho buscándolo. El saber qué es lo que un ser humano busca no es tan sencillo: quiere felicidad pero también busca el drama y el regodeo en la tristeza; le gusta el dinero y los bienes, pero también busca el desprendimiento, el altruismo y la vida espiritual. La voluntad y la forma de expresarla no es algo tan binario. Los neurocientíficos han descubierto que cada uno de los lóbulos de nuestro cerebro puede desear al mismo tiempo dos cosas distintas, muchas veces opuestas entre sí. La película Matrix (1999)de las hermanas Wachowski menciona una Matrix primigenia en donde las personas se suicidaban, la razón de esto era que la habían concebido como un mundo ideal, un jardín apacible de alegría y felicidad como en esas ilustraciones paradisíacas de los Testigos de Jehová. Lo que sucedió a continuación fue una epidemia de suicidios masivos: «Muchas cosechas se perdieron», nos dicen las máquinas. Tuvieron que reprogramarla. Facebook, como una Matrix de la vida real —en este punto siento que me engaño al hablar de realidad— está alerta no tanto a lo que deseamos —porque no lo sabemos— sino a nuestra forma de interactuar entre nosotros y a reaccionar ante el espejo de nuestra realidad. Esto le aporta datos valiosísimos para poder influir sobre nosotros. Esta información, al ser compartida con grandes consorcios, permite mejores estrategias de comercialización, detallar mejor el perfil del consumidor, saber lo que busca, si tiene los medios para adquirirlo o cuánto está dispuesto a pagar

Facebook tiene tal alcance sobre nuestra vida diaria que más allá de ser una red social, también es sitio de noticias, plataforma de difusión de eventos culturales, página de citas, entorno de comercialización y venta de productos, panel de discusión entre usuarios de diversa formación, foro donde se da cita el debate público y la opinión política, instrumento de propaganda… Si algo está pasando en este momento, de seguro está siendo posteado en Facebook, pero no solo eso, alrededor del posteo existen una serie de narrativas o de micronarrativas que también son importantes: para empezar viene el contenido, puede ser el enlace a una página externa, un vídeo, un clip noticioso, un meme, un simple comentario trivial como: «Este día está de la patada, ya quiero que acabe», un chiste, una indirecta, una cita de algún autor famoso, un emoticón, cualquier contenido cabe; luego viene la reacción, puede ser un simple like que puede ocultar significaciones muchas veces nos tan explícitas, los comentarios diversos, la cantidad veces que algo es compartido. Eso consume nuestras horas y nos aleja de la experiencia real. La red social es un mecanismo de procastinación tan eficiente que mucha gente cancela temporalmente sus cuentas para, dicen algunos, desintoxicarse. Cualquier compañía de entretenimiento tiene el objetivo de habitar el tiempo libre que nos toca. A partir de la intromisión de Facebook —o al revés, de nuestra entrada en él—, nuestra vida como grupo social tuvo un giro insospechado que hasta la fecha da de que hablar a antropólogos, sociólogos, psicólogos sociales.

Facebook se convirtió en una nueva forma de esnobismo, cuando la palabra ser viene imbricada en el ser social, la moda, la búsqueda de la aceptación, en resumen, el hype, la tendencia, el «tren del mame». No se es por uno mismo desde nuestra monada interior, desde nuestra ínsula personal, se busca la proyección en los demás porque estamos condicionados a pensar que somos contingentes, innecesarios. Los creadores de Facebook intuyeron que «ser» significa «ser percibido» por una comunidad de conocidos y desconocidos, proyectarse en ella para influir, para interactuar y tener repercusión en los demás. Cada día de todos los años durante todo el día la red social presenta una narrativa social, un debate al interior de la virtualidad en el que son importantes las tendencias, los modos. Nos peleamos y aprendemos a querernos en las afinidades, las simpatías, las causas y los intereses en común; sin embargo, como en todo proceso de ventas y comercialización, hay clientes potenciales, consumidores, proveedores, toda clase de individuos e instituciones que influyen en el rumbo de la compañía, y en esta historia el bien de producción siempre fuimos nosotros, el público cautivo y enajenado, ensimismado en el ritual de revisar el móvil a cada minuto. La publicidad se volvió inteligente. Antes, el target de una campaña de publicidad era un sector determinado definido por la edad, el sexo, la raza, los ingresos económicos. Ahora es hipersegmentada, nos conocen tanto que la dirigen a alguien en particular, saben los gustos de cada quien, sus ingresos, incluso sus sueños soterrados.

Para Mark Zuckerberg todo empezó por ser aceptado, tener amigos que lo quisieran, demostrar a la mujer que lo había bateado que había una existencia más allá del orgullo lastimado y el dolor emocional por la pérdida. La popularidad sería un mecanismo de revancha. Entonces, cierta noche, airado luego del rompimiento con su novia y después de unas cervezas consigue hackear las bases de datos con las fotografías de las chicas de todas las fraternidades del campus para poder puntuarlas como si fueran ganado de exhibición, ese sitio era Facemash. El proceso fue registrado en un blog que debe andar por ahí para quien quiera consultarlo. Zuckerberg se había convertido en un macho resentido que quería venganza, pero ese sitio web que desarrolló pudo determinar muchas cosas que vinieron después. Al final de la película La red social (David Fincher, 2010) vemos un Zuckerberg en la cúspide del éxito económico oprimiendo de manera compulsiva el botón de «Actualizar» en su lap top esperando la respuesta de una solicitud de amistad a la mujer que lo despreció, la imagen sugiere que estará ahí para siempre como un Sísifo cargando el peso de su necesidad de aceptación social. El espectador se queda con esa imagen, así lo recordaremos porque también nos identificamos con él, como alguien que buscaba la aprobación, como la mayoría, como todos nosotros. Zuckerberg inventó Facebook por la misma razón por la que lo hubiéramos inventado nosotros: para que nos quisieran por lo que somos, para ser escuchados desde nuestro discurso personal, para que nos invitaran a fiestas. Pero no olvidemos lo esencial, Facebook es una empresa, entramos como usuarios de manera gratuita por una razón: la de convertirnos en otra forma de mercancía que puede ser ofrecida a diversas empresas. Es entonces cuando nos damos cuenta que Facebook ya no nos quiere —en realidad nunca nos quiso—, sin embargo, creo que el balance ha sido positivo, ha sido agradable compartir esta ilusión colectiva con todos ustedes.

∗Noé Vázquez (Puebla). Es escritor y ensayista. Cuaderno navaja es su espacio en la pecera. Publica en la revista Crash.mx y otros medios.

Pez Banana