Los tipos duros dan clases

Ser profesor es una actividad de alto riesgo. Dar una clase implica trabajo físico, capacidad para burlarse de uno mismo y una seguridad mental a prueba de balas. Las personas que no reúnen estos elementos sucumben ante la prueba del tiempo y pronto deambulan, como muertos vivientes, en los pasillos de las escuelas y universidades. Recuerdo a un amigo que, después de una ronda de cervezas, me contó de los segundos catárticos que vivía minutos antes de entrar a clases. Sufría como el condenado que vive sus últimos momentos antes de enfrentar el cadalso. No pasó mucho de aquella plática para que mi amigo desertara del oficio y buscara salvación en una beca para estudiar su doctorado.

Nunca pensé en dar clases. Fui un adolescente tímido y me costaba mucho hacer amigos. En lugar de fiestas y actividades deportivas, prefería refugiarme en los libros o en la televisión. Estos antecedentes me hacían el menos indicado para estar al frente de un salón lleno de chicos de entre 15 y 17 años. Sin embargo, la necesidad de dinero y estar en un trabajo que fuera más estimulante que corregir los textos impresentables de reporteros en una lúgubre redacción de periódico, me hicieron aceptar una clase en una escuela pequeña. La noche anterior a mi debut hice un bosquejo de la sesión y traté de prever los escenarios que podía enfrentar. Imaginé las preguntas que me podría hacer un grupo de adolescentes ansiosos, de metabolismos veloces, con cuerpos repletos de una mezcla explosiva de adrenalina y hormonas. Sin hijos ni sobrinos para foguearme, me di cuenta que durante muchos años había permanecido aislado de las nuevas generaciones. Para mí los adolescentes se habían convertido en seres extraños, casi extraterrestres, vestidos con pantalones entallados y dueños de cabelleras desordenadas y abundantes. A veces los escuchaba hablar en el transporte público o en la fila de alguna tienda. Muy raras veces encontraba temas en común, quizás la mención aislada de una banda de rock o alguna película de moda. Daba por hecho que nunca tendría que interactuar con ellos. El destino, como se sabe, suele ir en contra de tus expectativas.

Con el tiempo me fui dando cuenta algunos retos de mi nuevo trabajo: alumnos que no estaban dispuestos a reconocer ningún tipo de autoridad; celulares y tabletas que los abstraían hasta absorber sus mentes y convertirlos en zombis. Al principio ocultaba a mis alumnos mis actividades literarias. Pensaba que mi vida como escritor era un tema ajeno a las clases de Historia y Ciencias Sociales. Mi reticencia acabó una mañana cuando una alumna, en un ejercicio de sinceridad hilarante, me dijo que, de haberse enterado antes de mi profesión secreta, me habría respetado más. Desde entonces, a la menor provocación, saco algún libro mío o comento un artículo que he publicado recientemente. Entonces sus ojillos, casi de inmediato, se posan sobre mí como si estuvieran ante un ente sobrenatural. Ahí me doy cuenta que aún no ha desaparecido el instinto atávico por escuchar historias. No es muy difícil imaginarlos alrededor de una fogata, en medio de un tupido bosque, creyendo ciegamente en mis palabras.

Nunca creí en la bondad inherente de los niños y adolescentes. Dar clases en una preparatoria te permite comprobar que los prejuicios, buena voluntad, mala leche y sed de conocimiento, están en una fase germinal, esperando modelos a seguir para definir la vida adulta. Dar clases también implica navegar entre frases inesperadas, propuestas absurdas y chistes obscenos que de la nada crean un pequeño caos. Uno puede hablar con pasión del declive del Imperio Romano y alguien, al fondo del salón, sincero e inocente, pregunta sobre qué pienso del fenómeno extraterrestre.

William Golding, autor de El señor de las moscas, fue educador muchos años en Inglaterra. Esta novela muestra la barbarie en la que se sumergen varios niños cuando quedan huérfanos de toda autoridad. Su visión, sombría y desesperanzada, es fruto de su experiencia en el aula. Sin embargo, en la misma obra también hay luz en los personajes de Ralph y Piggy que nunca claudican ante la violencia y buscan aferrarse a la razón en un mundo que se desbarata. Quizá pienso en ellos cuando me acerco a dar la primera clase de la jornada y escucho tras la puerta las voces estridentes de mis alumnos, un poco ahogadas, como venidas desde el fondo de una selva oscura. Entonces suspiro, cargo mi maleta y me preparo para entrar.

*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977). Ha publicado, entre otros, los libros de cuentos Ella sigue dormida (TierraAdentro), Tolvaneras (Secretaría de Cultura de Puebla. Reedición Cuadrivio), Crónicas de Liliput (BUAP), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y la plaquette Ajuste de cuentas (Paraíso Perdido). También ha publicado las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta), Por una cabeza (Ficticia Editorial/UAN. Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo) y El último día de septiembre (Libros Magenta/Secretaría de Cultura de Puebla). Coordinador de talleres literarios.Ha participado en varias antologías de narrativa y en publicaciones como Casa del tiempo, Luvina y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador dela revista Crítica y exbecario del Fonca.

Pez Banana