Adjetivando a Donald Trump

La situación del individuo frente a la historia es el reflejo de un choque, de una conmoción, un golpeteo o un encontronazo. Vemos esa presentaneidad nuestra como un ataque personal, un ultraje de huesos adoloridos, la sensación de apaleamiento al despertar a la pesadilla. Nos decimos a nosotros mismos: soy minoría, soy hispano, soy mexicano, soy mujer, soy negro, soy latino, soy gay, soy inmigrante, soy trabajador eventual; no importa, nuestra situación es marginal y desesperante; estamos ahí para recibir el golpe. Lo que nos toca desde nuestra respectiva trinchera es la humillación y las cuchufletas que vienen de todas partes. Luego, entrar en nuestra casa para recibir las burlas y las palizas del bullicio mediático. Agobiados por la tortura de ser sujetos fenomenológicos, un arquetipo inacabable porque necesita completarse con los valores y el lenguaje de los dueños del mundo quienes nos ponen etiquetas. Preso del estereotipo, de la incomprensión, la percepción de las mayorías es que la misma historia quiere perpetuar el bullying sobre cada individuo. No nos extraña ahora la protesta y el descontento.

Esto viene del lenguaje, engendrador de realidades, o de algo que se le parezca y con lenguaje respondemos. Pero no siempre el lenguaje puede socavarnos, separarnos, ultrajarnos, depreciar nuestra dignidad, corrompernos, envilecernos, degradarnos, disminuirnos, marginarnos, humillarnos, abusar de nosotros, despojarnos de nuestros derechos, escamotearnos bienes culturales o del espíritu, erosionar nuestro acceso a la seguridad, castigar nuestros salarios; no, también, son las acciones, las terribles acciones que son la contraparte de las duras palabras. Hacia la década de los cincuenta el lenguaje era duro: negro, judío, marica, puto, sudaca, violador, maleante, mexicano, espalda mojada, lame botas, sopla pollas. Y todo esto nos conduce a lo que el actual presidente de Estados Unidos, Donald Trump ha demostrado: revivir el discurso de un odio soterrado que esperaba su momento para encontrar su cauce: redes sociales, fake news, violencia mediática, videos virulentos y virales, discurso de odio, invitación a la intolerancia. Se reviven las viles palabras para que se nos vuelva a nombrar. Se vale todo lenguaje, toda palabra condenada previamente por la presencia de la corrección política. El presidente estadounidense antimexicano no tuvo reparos en calificarnos de ser «violadores, criminales, traficantes de drogas». El pueblo gringo aplaudió con su voto. Aquellos que, según Michael Moore, forman un sector con un «curioso sentido del humor» y que sólo quieren «ver el mundo arder en llamas». Fueron ellos, podemos culparlos. Vendrán más humillaciones, de dicho y de acto. El mal ejemplo cunde por todas partes.

Nos dice Noam Chomsky que este lenguaje de mediados del siglo XX tuvo que cambiar para darle cabida al eufemismo: reformas sociales, replanteamiento del gasto, limitación del estado de bienestar, ajustes presupuestarios, nuevo orden, cambios en la administración, adecuación a la geopolítica, reestructuración de programas. Pero el efecto fue el mismo: La lenta pero segura erosión y opresión de nuestra dignidad. Se perpetúa este encontronazo. Ustedes allá, acá nosotros, siempre diferentes, nunca iguales. Pero, esperen, algo ha cambiado. Seguro que ya lo han notado. Del educado eufemismo, ocultador de terribles realidades, ya ni siquiera eso nos queda. Luego de tantos cambios viene otra vez la lengua brutal para nombrar lo que somos. No es que se haya ido ese lenguaje de carretonero, se deconstruyó un poco, se refugió en el pensamiento de los sostenedores del fundamentalismo racial, religioso, económico, anticientífico. Ese lenguaje siempre estuvo ahí, como un tigre agazapado.

Juguemos a las adjetivaciones, ya que hablamos de lenguaje. Donald Trump es inadmisible y desconcertante, no se entiende, trastoca la lógica, sus postulados se vuelven insensatos en una sociedad como la estadounidense que es un verdadero crisol de razas, de puntos de vista, de culturas. Podemos tomar una sola de sus líneas de pensamiento fundamentales que son simples para las mayorías pero que resultan incomprensibles para otros. Trump es incoherente con el mundo que le rodea, su presencia la creemos paradójica y desatinada, pero no lo es tanto para aquellos que lo ven como un salvador, como su Jesús personal, como el Gran Emperador de una república bananera, de una masa cuasi analfabeta que cada vez desconfía más de los políticos quienes, jugaron su parte dejándolos solos, ignorándolos. Trump es falso como cualquier demagogo, se le nota, es el vulgar producto de un esquema de marketing bastante burdo y ramplón. Conduce la estupidez a su siguiente nivel, de ahí su situación de absurdidad, es una máquina ensimismada en sus supuestos. No lo comprendemos porque el mundo, al menos el mundo en el que creemos vivir, es otro, es distinto, incluyente, plural y diverso. Nos equivocamos. Pensamos ingenuamente, que retrogradas como Trump entenderán ese lenguaje que queremos hablar, pero es imposible. La bestia alojada en La Casa Blanca ignora la realidad de los nuevos tiempos, no escucha, no dialoga, no negocia. Es un hombre desatinado que engendra situaciones comprometedoras que sacuden como una conmoción, como un golpe directo a las pelotas. La percepción de todos es la conmoción, la desprevención, porque el orden conocido parece caérsenos de las manos. Ya no valen los esquemas del liberalismo social, de la inclusión y el pluralismo: todo su discurso es tosco, grosero y por añadidura, recalcitrante.

Siguiendo con la descripción de este deplorable individuo, Trump está abrumado por un mundo que no comprende y que lo excede: el creciente número de inmigrantes, un sistema de justicia que no logra contener el flujo de drogas a su país de imprudentes consumidores, empecinados en la cultura de las sustancias; avalancha de las minorías raciales, el empoderamiento de la mujer y el discurso feminista, el replanteamiento de la cuestión del género y de la diversidad sexual. Sus frases hechas y sus lugares comunes provienen de los sectores más conservadores, del núcleo duro de las personas acaudaladas y cercadas por un muro de incomprensión en donde lo Otro, lo ajeno o lo distinto es desestimado e ignorado. Nos habla de una America first, un país aislado y autista, una nación cerrada sobre sí misma. Sus esquemas de pensamiento vienen de la decimonónica doctrina Monroe. Estos complejos suyos, esta ignorancia, lo llevan a errores de apreciación: su conservadurismo, su miopía y su incuria sobre el mundo en el que vive lo hace despreciar y abusar de todos cuanto le rodean, trata a las mujeres como mercancía, para él son simples objetos, afirma descaradamente que puede tocar la parte privada de ellas con toda impunidad, sin ningún tipo de respeto sobre la integridad de las personas; se burla de algún reportero con discapacidad; no frena sus exabruptos. Sus actitudes arbitrarias se ven en su retórica y en sus acciones. Es duro como cualquier derechista, es consecuente cuando la estulticia hablada y actuada se corresponde.

Que no se frenen las palabras, porque a veces es lo único que nos queda. Trump es alevoso y abusador, antiinmigrante y anticientífico. Vemos en Trump a un autista, ese autismo es una forma de súper masculinidad, su comprensión chovinista del hombre lo aísla, le impide las formas de cortesía necesarias en el diálogo, lo limita para medir su fuerza, para moderarla o dejar de utilizarla. Como le es difícil reprimir su carácter, sus decisiones se vuelven volátiles: Sale del acuerdo transpacífico, amenaza con construir un muro en la frontera con México, afirma que pondrá tarifas arancelarias a las empresas que pongan sus factorías fuera del país; durante su campaña, sus exabruptos parecieron darle una ventaja en las encuestas. Es infantil, narcisista y berrinchudo en su trato con otros países, sus declaraciones están marcadas por la incorrección, por la vulgaridad y el mal temperamento.

Aceptémoslo, Trump no sabe de política, nunca será un estadista, sólo sabe de marketing. Tampoco es un gran hombre de negocios. Lo cierto es que no es más que un demagogo con la jeta de un perro rabioso que lleva su discurso de campesino zafio. Lo único que sabe es del poder que el pueblo le ha conferido y que él piensa utilizar a su arbitrio. Como es un presidente brutal e ignorante se rodea de un gabinete de la misma calaña: racistas, xenófobos, anti darwinistas, anti evolucionistas. Ese club de defensores de la pseudociencia tan denigrado y vilipendiado por el pensamiento ortodoxo de las universidades ahora tiene la oportunidad de influir en las decisiones del gobierno y de beneficiarse, desde luego. Este grupo de reaccionarios no incluye minorías, afroamericanos, o hispanos. El mensaje es claro, incluso su silencio nos habla. Se trata de un sólido bloque monolítico como las «barras» de los encuentros de soccer. Son bárbaros e inescrupulosos, es imposible negociar con ellos.

Cuando la plutocracia, que es gobierno de la élite militar con el bloque financiero, industrial y comercial se combinan con un exacerbado populismo, el resultado es este. Trump, ostentoso como nuevo rico naco se rodea de un grupo de individuos opulentos, millonarios y billonarios. Este gabinete está caracterizado por su falta de experiencia en la administración pública y también, por ser el más acaudalado en la historia. Abundan islamófobos, racistas; alguna que se opone a la educación pública y laica, un empresario enemigo de los sindicatos, ultraconservadores del profundo sur. Todo alrededor del equipo de gobierno de Trump es el reflejo de las peores prácticas gubernamentales: la mano dura, el tráfico de influencias entre corporaciones y gobierno, la ignorancia, la imprudencia, la falta de tacto para tratar asuntos públicos, el nulo conocimiento en temas económicos, la incultura, la arbitrariedad, el nepotismo, la represión, el racismo.

La política, ejercicio de diálogo que se hace en el espacio privilegiado de la polis o ciudad, de la plural plaza pública, construye consensos, resuelve diferencias, armoniza intereses, evalúa posibilidades, acerca los contrarios, proyecta utopías, consolida acuerdos, cristaliza proyectos, gestiona avenencias, formula soluciones; busca intermediar, facilitar, encauzar intereses; ayuda para legislar y robustecer la justicia; defiende a las bases, a las mayorías que buscan reducir sus diferencias con los demás; promueve valores como la igualdad y la tolerancia; más que separar, busca incluir y comprender la impostura, la diversidad; cuestiona y castiga el privilegio de algunos. La política es el instrumento para construir la felicidad del pueblo, asegura la libertad y promueve el imperio del derecho. El presidente Donald Trump jamás será nada de esto y a nosotros sólo nos quedan los adjetivos fáciles que vienen y van para denostarnos.

♦Noé Vázquez. Es escritor y ensayista.

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