10 divagaciones en torno a «El Aleph»

Como la mayoría, he temido perder ciertos recursos valiosos de mi propia vida, entre otras cosas, la memoria. El olvido es otra muerte, y ésta, aquella analfabeta a la que le preguntas algo y no recuerda. Olvidamos como un Teseo que rompe el hilo de Ariadna y se queda a oscuras en medio del laberinto o como cuando pierdes las llaves y te quedas fuera de casa, en estado de consternación, pensando en esa orfandad repentina que te dejó en la calle y a la intemperie. Toda literatura es una edificación de memorias, un combate incesante contra el olvido. Pensando en los recuerdos, no puedo evitar asociar esto con alguna obra de Philip K. Dick en la que los personajes, al buscar una vivencia virtual, no se les entregaba la experiencia «en sí» mediante una simulación, sino su recuerdo que redunda en una evocación constante, la idea repetida una y otra vez en su cabeza de que habían estado ahí, que habían sido algo distinto, en otro lugar, en otro planeta. El recuerdo puede ser más importante y perdurable que la vivencia. Se podría decir que vivimos como un pretexto para recordar, sería inconcebible un presente sin memoria. La evocación equivale a la experiencia y forma un lenguaje con el que construimos el discurso de nuestra identidad, el relato que nos forma como personas y nos permite ser visibles ante los demás, somos narrativas que se presentan y se entrecruzan con otras, al fin y al cabo memorias de lo que hemos sido. Usando una imagen de Octavio Paz: ese discurso o narrativa formará nuestra «carta de creencia». Como digo, temí perder ciertos recuerdos: la idea de haber sido feliz algún tiempo, los nombres de mis familiares, la experiencia fumar un habano Cohiba — ¿o era un Montecristo?—, ciertos versos aprendidos, y también, la memoria de un texto en particular: «El Aleph» de Jorge Luis Borges, del que solía recitar cada una de sus líneas. Memorizamos como una forma de poseer, de entregarnos un bosquejo de nuestra realidad, es la prueba de que existimos y no somos una representación virtual o el simple sueño de un mundo que acaba de ser fraguado hace cinco minutos —como en esas fantasías dickianas en donde se cuestiona la realidad una y otra vez o como en algún argumento de Bertrand Russell—. Olvidar es dejar de ser y también de poseer. Lo que recordamos también nos pertenece.

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En «El Aleph» todo empieza con una mujer que muere y el olvido natural que nos provoca la entropía del universo y su movimiento constante. Todo cambia: «noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado un sé que anuncio de cigarrillos rubios». Se trata de ese universo «incesante y vasto» que luego de su muerte «ya se apartaba de ella». «El Aleph» inicia con la evocación de Beatriz Viterbo. Puede ser una coincidencia pero la poesía de esa imagen ya nos hace pensar en las teorías de Edwin Hubble que consideraba el alejamiento de las galaxias —constante de Hubble—, o bien se podría asociar con una referencia al efecto Doppler del universo, la muerte de Beatriz señala su corrimiento al rojo, la prueba de que todo se aleja de nosotros como un lienzo que se expande o un globo que se infla desde el momento del Big Bang. El tiempo nos da la percepción de ese alejamiento, para la física, tiempo y espacio forman un solo fenómeno. El espacio-tiempo es una distensión de algo, de un entramado afectado por la entropía, uno de los temas del cuento borgeano será el desgaste y el olvido. Así como en la Commedia de Dante en donde el poeta edifica una catedral teológica que hasta parece pretexto para volver a ver a Beatrice Portinari, el cuento borgeano parte de la memoria de Beatriz para luego, iniciar su búsqueda fuera de la propia memoria del narrador, de reconstruirla dando reversa al desgaste de un universo que se aleja de ella.

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Es sabido que a Borges lo inspiraba Estela Canto, se distraía con ella en las calles de Buenos Aires; la pretendía, trataba de conquistarla, coqueteaba con ella; estamos en la década de los cuarenta y el cuentista argentino tiene el mismo trabajo —que algunos llamarían trivial— que le asigna a Carlos Argentino Daneri en el cuento: «ejerce no sé qué cargo subalterno en alguna biblioteca ilegible de los arrabales del sur», dice, mientras que Borges, por esa época y a semejanza de Carlos Argentino, posee un cargo de segundo orden en la Biblioteca Miguel Cané de Buenos Aires y no me extrañaría que estuviera en los arrabales del sur. No creo que Estela Canto viera a Borges como un hombre muy cabal, tal vez lo admiraba un poco y nada más e incluso así —y tal vez por eso—, este amor idealizado y no correspondido inspira un cuento casi del culto, una historia que inspira las mayores polémicas y las devociones más encendidas. A Estela Canto se le recuerda más por el ser el amor de Borges que por sus traducciones y novelas, que al parecer, no han sido reeditadas.

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El personaje de Beatriz Viterbo muere, a pesar de su tristeza, Borges suspira, tal vez con alivio, porque existe una última defensa de su dignidad, que al final es lo único que queda: «muerta podría consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación». El narrador busca pretextos para visitar la casa que habitó Beatriz con su primo Carlos Argentino, se vuelve un visitante asiduo y objeto de «las graduales confidencias de Carlos». El personaje de Argentino es un molde en el que vierte sus desavenencias con el carácter nacional de sus contemporáneos, su nacionalismo cursi, el hablar pomposo, la ampulosidad y la pedantería; es una crítica feroz al carácter argentino, por eso nos obliga a odiarlo, pero creo que Borges también lo odia porque vivió con Beatriz, porque ella pudo amarlo. Luego de la experiencia abrumadora que le provoca el Aleph, trama su venganza contra Carlos, las razones pueden ser varias, una de ellas, los celos, otra, el haber provocado que Borges viera todas las facetas de la mujer que ama, incluso las más vergonzosas, quitándole con ello el pretexto para adorarla. No podemos evitar asociar los sentimientos del autor, su tremenda tensión, la confusión que le provocan sus sentimientos y la emergencia de expresarlos. «El Aleph» es otra pasión argentina, la salida elegante y urgente de un escritor, algunos han visto en el relato una carta de amor bastante desesperada y al mismo tiempo disimulada con la fantasía y la erudición.

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Hay una Beatrice Portinari en todo cuento, todo es cosa de buscarla. Borges idealiza a su Beatrice y a continuación confiesa que se previene contra la decepción que pudiera provocarle. Noten esta forma tan elegante de hablar de una mujer a la que vemos como una analfabeta funcional: «esta vez no trataría de justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros, libros cuyas páginas finalmente aprendí a cortar para no comprobar, meses después que estaban intactos». Beatriz ignora olímpicamente las lecturas que Borges le recomienda. Se advierte que al inicio, la distinción, cultura y sofisticación que el narrador Borges le asigna a su Beatrice es irreal y alimentada por sus sentimientos, pero él mismo se sabe engañado. El narrador la expone para nosotros como diciendo «juzguen ustedes» mientras estudia las fotografías en la salita: «Beatriz de perfil, en colores, Beatriz con antifaz…». Las fotografías dan un orden cronológico que nos dejan conocerla y no nos gusta lo que vemos: ella es fría, distante, superflua, frívola, distraída, incapaz de empatía con los demás, es como si viviera en un mundo en donde las personas alrededor no tienen importancia, están ahí como parte del paisaje o sumándose a la comparsa. A pesar de su autismo queremos pensar que Beatriz es hermosa, incluso si el narrador no lo dice abiertamente, como si sus sentimientos la idealizaran en la intimidad pero dejando para los lectores una descripción ambigua: «Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el oxímoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis». La enumeración de adjetivos un tanto disímbolos contribuye a reforzar su imagen y a darle mayor complejidad. Cuando habla de su personalidad menciona que tal vez sus distracciones demandaban una «explicación patológica», su descripción revela la angustia de no entenderla. Lo que amamos despierta en nosotros la impotencia derivada del enigma, de la imposibilidad de comprender. Para Carlos Argentino, che Borges es un personaje apocado y digno de compasión, un poetastro incapaz de competir con otros escritores de renombre como Álvaro Melián Lafinur. Para Beatriz, es otro enamorado patético y cursi que la visita de vez en cuando. Cherchez la femme!, diría esa frase ideal para cuentos policíacos pero esta mujer solo vive en la ilusión de quien la ama, o bien, busquen el ruido de fondo del universo que se manifiesta como estática en los televisores. Aquí hubo algo y esto reclama su evocación. Con el paso del tiempo, Borges el narrador, terminará por olvidar sus rasgos. El olvido es el destino inevitable para las cosas que alguna vez llegamos a amar y perder la memoria de nuestros sentimientos es una de tantas formas de convertirnos en farsantes.

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En mis noches de insomnio, que son las más frecuentes, se me eriza la piel solo de pensar en la ciertas reliquias abandonadas en la oscuridad de alguna bodega: algún ejemplar no catalogado de la edición First Folio de Shakespeare, el arca de la alianza —la verdadera o la apócrifa, la siempre desconocida, qué más da—, algún saxo contralto que fue de Charlie Parker, el cilindro que contiene la única y supuesta grabación de la música de Buddy Bolden; y disculpen lo caótico de mi enumeración, también pienso en el manuscrito del «El Aleph» —porque yo también tengo algo de fanático— que se encuentra en la Biblioteca Nacional de Madrid y que Estela Canto le vendió a Sotheby’s en treinta mil dólares. Me enloquece la idea de que los estudiosos valoren las posibilidades de la escritura borgeana por medio de los interlineados, las tachaduras, las anotaciones al margen, las líneas alternas que forman el cuento, los pasajes posibles. Leer el manuscrito, del que existe una versión facsimilar, supone el encuentro con el momento mismo de la creación, el ruido de fondo de la Gran Expansión de ese universo que también está en el cuento; del mismo modo que los First Folios shakesperianos nos dan qué pensar sobre vida privada de los cajistas que los elaboraron, este cuento canónico inspira una sensación de vértigo, la idea de que por un momento podemos asomarnos al torbellino de una imaginación tocada por el genio.

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Borges se asomó al abismo, a los círculos diversos del paraíso y del infierno a un tiempo, pero, a diferencia de Dante, no se encontró con la Beatriz que hubiera querido ver, sino con sus despojos. Hay algo de traidor en un universo que se burla de nuestros afanes de ser siempre fieles a nosotros mismos, de la intención de no traicionar con el olvido. Borges piensa que al bajar los escalones de la casa de la calle Garay y ver «una esfera tornasolada de casi insoportable fulgor» comienza su desesperación de escritor porque este objeto conjetural es inaprensible, inefable, escurridizo; es imposible describirlo con un lenguaje humano y formal. Lo que ve se agolpa en la vista, el autor intenta su descripción en una serie de enumeraciones que conforman uno de los momentos más dramáticos y conmovedores de la literatura. El lenguaje es lineal, sucesivo; lo que propone que se ve en esa esfera es simultáneo. Ve millones de actos «deleitables o atroces». Todos en un mismo punto, todo al mismo tiempo. «Tarumba habrás quedado», le dice Carlos. Y sí, se comprende que el personaje pudiera pasar muchas noches de insomnio después de tal visión.

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Al ver todas las cosas, Borges se cura del intento vano de idealizar a Beatriz, se desvanece su modelo platónico e ideal de la mujer que ama:

«Vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino».

«Vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido en vida Beatriz Viterbo».

De ser el ideal de la mujer amada a la visión del cadáver en descomposición o de una narración pornográfica. Borges quiere olvidarse de su Beatrice. Tal vez la mayoría esté de acuerdo conmigo en que sin deseo no hay decepción. Borges es ese gran escritor sudamericano que sólo pudo ser ese gran escritor sudamericano que todos admiramos y conocemos porque no podía ser ese dandi, ese hombre galante, apuesto y seguro de sí mismo que le hubiera gustado ser y que seguramente pudo haber sido el gran amor de Estela Canto.

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Llega un momento en que el escritor ya no puede despojarse del mito que él mismo ha creado a partir de sus narraciones. Ese hombre que se convierte en el personaje que ve el Aleph es el mismo que habrá de quedarse ciego de manera gradual con el paso de los años. «El Aleph» es un cuento visual, demanda tal esfuerzo de imaginación que no es comparable con ningún otro relato, el narrador dice haberlo visto, pero es Borges quien habla, él nos acostumbró a verlo como ese conmovedor personaje que visita la casa de la calle Garay para ver ese objeto mágico y se presta para ese juego de narrar en primera persona para ficcionarse. Estoy acostumbrado a ver al verdadero autor metido dentro del cuento, un poco fingiendo su propia voz, mostrándose dramático y revelando su yo sentimental, como cuando menciona que en un arrebato verbal, una «desesperación de ternura», se acerca a uno de los retratos de su amada y le dice «soy yo, soy Borges», pero no nos engañemos, cuando Borges «entra» al cuento como narrador y trasunto de sí mismo, no lo hace para engañar a nadie sino para revelar de sí, de su obsesión por ciertos objetos míticos, de su amor no correspondido, o de la envidia y el resentimiento que le provoca el éxito de los demás, como cuando se queja de los resultados de un certamen literario que favoreció a Daneri pero no a él: «¡Una vez más, triunfaron la incomprensión y la envidia!», nos dice. No imaginamos al autor diciendo estas imprecaciones. Borges se da un respiro para olvidarse de su conocida elegancia, del estoicismo y la caballerosidad, pero al mismo tiempo, da la impresión de parodiarse, de burlarse. Su narrador-personaje es una sátira de sí mismo, el cuento combina la poesía y la parodia.

10

Concebida como una metáfora sobre el insomnio algunas veces, otras, como el reflejo de una obsesión por la memoria, «El Aleph» se encuentra con sus lectores que también buscan a su Beatrice en sus recuerdos, que la hojean en las páginas de algún cuento, pero también, esos lectores se han ido perfeccionando, como si el mismo cuento fuera un instrumento que demandara lecturas cada vez más perfectas, ejecutantes más diestros que aplican sus conocimientos sobre historia, arqueología, filosofía, física, geometría fractal… Este «objeto secreto y conjetural» que también es el universo seguirá dando de qué hablar por muchos años más. Afirma el autor que «nuestra memoria es porosa para el olvido». Con el paso del tiempo he olvidado poco a poco este cuento, ya no lo puedo recitar línea por línea como antes, pero no todo es pérdida, si no existiera el olvido todo en nuestra cabeza sería un vértigo de memorias que demandan nuestra atención de manera simultánea, una marea enloquecida de vivencias, tal y como ver un Aleph todos los días. Cuando el personaje de Borges sale de la casa de Carlos Argentino luego de ver ese formidable objeto nos dice: «En la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron familiares todas las caras». Por suerte tenemos el olvido. Remata Borges: «yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz». A pesar del miedo que pueda provocarnos perder la memoria, como a Borges, a todos nos va a trabajar el olvido algún día.

∗Noé Vázquez (Puebla). Es escritor y ensayista. Cuaderno navaja es su espacio en la pecera. Publica en la revista Crash.mx y otros medios.

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