—No habrá sorpresa, yo soy el suato que quemó a sus propios hermanos —la entrevista comenzó antes de sentarme, cuando le di la mano y me adelantó la nota.
—Me dijo por mensajeque tenía una denuncia para mi página de noticias —también tuve que ir al grano. Mi página no se iba a actualizar sola.
—Todavía la tengo —dijo a la defensiva—. No se presentó. No me ha dicho su nombre —agregó sin bajar la guardia.
La mesera se acercó con recelo. El hombre era desagradable a la vista, pero no por feo. Si creyera en ondas hipis, diría que tenía un aura de muy mala definición o pocos pixeles. Le ofrecí mis credenciales: un gafete autorizado por mi impresora hp, con mi firma en bic azul y todavía sin enmicar.
—La mesera —dijo facultoso—, tuve que aclararle la orden.
—Si quiere, ya puede comenzar, está encendida la grabadora del celular —le pedí acercándole mi teléfono para no darme por enterado de nada más.
—¿Tengo que hablar de cerca al aparato? Esa pregunta debió bastar para tontearlo; sin embargo, me sentía afónico y ñengo. Me corregí al instante, quería honrar el oficio y no adelantarme.
—Bueno, de una vez —dijo como si se animara y saltara en la regadera al chorro de agua fría.
Recién había cumplido nueve años y era inseparable de mis dos hermanos mayores: Arturo, de trece y Raúl, de once. No teníamos amigos. No sé si ellos querían andar con otros niños del barrio, nunca se los pregunté; a mí no me hacía falta. Yo los seguía a todos lados y no recuerdo que buscaran a alguien más para jugar.
Papá, según Arturo, se había marchado después de que yo naciera. Para mamá ese era un tema intocable. A nuestras preguntas respondía tensando la espalda, asomando las varillas del brasier a través de las blusas blancas que usaba a diario: «los temas de adultos los sabrán a su debido tiempo».
Pero tuvimos una infancia como cualquier otra: escuela, tareas y juegos. Como dije, únicamente jugábamos entre nosotros. Y sí, muchos de los juegos fueron aburridos porque eran para más de tres personas o simplemente porque todo el tiempo hacen falta más niños donde ya hay niños.
Cruzábamos el periférico, que entonces era el comienzo del monte y las afueras. Un lugar interminable, con una vegetación difícil y dura. Un mezquite podía estar rodeado de quelites o de choyas, nunca de flores. La tierra tampoco era buena. En un momento podía pisarse terreno arenoso o tupido de zacate y enseguida serpentear por trechos con grietas oscuras reguereadas como único testimonio de que por allí se había filtrado el agua de la lluvia.
—Dígame si lo aburro, para apresurarme —se interrumpió de golpe. Espaciaba sus silencios, pero no había necesitado que yo asintiera. Creí que no le importaba, que probablemente ni sabía por qué había buscado una entrevista.
—No, supongo que está por llegar a lo que quiere decirme —atiné a decir.
—Sí, ya —dijo y no distinguí quién de nosotros prefería más las mentiras.
Apenas había cumplido los nueve años. Arturo y Raúl dijeron que iban a darme mi regalo de cumpleaños. Que iba a soplar las velitas. Yo no sabía de qué velitas me hablaban. Jamás me habían dado un regalo.
Raúl se movió rápido, juntó hierba seca; la amontonó; en medio quedaron de pie unos quelites secos. Entonces, Arturo sacó unos cerillos del pantalón y me los ofreció. Me pidió que encendiera las velas del pastel. Yo no entendí. Me quedé viendo su mano. Raúl intervino mientras me arrebataba los cerillos y, viendo que no me movía, le prendió fuego al montón de hierba.
No comprendí ni protesté. Molesto, me resigné a ser un espectador; pero al cabo de unos segundos, cuando el montón de hierba seca tomaba formas que las nubes envidiarían, ya no despegué los ojos de esas transfiguraciones.
Mamá nos esperaba sentada en el porche de la casa, tarde tras tarde. Nunca se preocupó de lo que hacíamos a unos cientos de metros de la casa. Mis hermanos quemaron cuanto arbusto seco se les puso enfrente y yo no hice otra cosa que observarlos, no escogí ninguna rama para acercarle el cerillo. Ellos se alborotaban por lo que el fuego consumía y la altura que alcanzaban las llamas; en cambio, mis ojos seguían cada una de sus formas para descifrar lo que querían decir.
Pronto se cansaron de ese juego y escogieron una encina que recién daba señas de vencerse para quemarla y pasar a otra diversión. Raúl me pidió que los ayudara a reunir ramas secas alrededor del árbol, todas las que nos fueran posibles. Y basura, toda la que pudiéramos recoger. Si aceptaba, yo también podría encender el fuego. Teníamos que dejar todo preparado para la tarde siguiente.
Salimos corriendo de la escuela. Tiramos los uniformes y nos sentamos en la mesa a meternos en la boca más de lo que podíamos tragar. Ni cuenta nos dimos cuando mamá se acercó con los trapos y la escoba. Si queríamos salir, teníamos que limpiar la casa. Mientras ella se sentaba en la sala a vigilarnos, Arturo y Raúl se apuraron a comenzar. No supe por qué lo hice. En lugar de ir a ayudarles, fui a sentarme al lado de mamá. Aunque las cortinas estaban arriba, la habitación no se hallaba bien iluminada. Ella sabía que cuando mandaba una tarea, uno de los tres intentaría convencerla para no realizarla. Me ordenó que no intentara ningún chantaje. Nada más abrí las manos y le enseñé la caja de cerillos. Hizo como si no la hubiera visto, pero en seguida me pidió que llamara a mis hermanos.
Tuve mi oportunidad. Les pegué un gritó y me metí a la cocina, abrí un cajón y cogí el encendedor. Antes de abrir la puerta del patio, volqué por accidente el destilado de petróleo que estaba junto al trapeador. Me volví hipnotizado por el aroma del combustible. Sin pensarlo, corrí la piedra del encendedor. Sentí su rugosidad necesaria, indispensable, práctica. La llama brotó tras un fingido suspiro. Me puse en cuclillas y la acerqué al líquido derramado, que escupió una flama naranja; luego, salí por la puerta del patio y corrí hasta donde me esperaba el tamaño de mi castigo.
—¿No le sucede a veces que uno no puede dejar de sentirse huérfano? —se interrumpió y soltó esa pregunta que ni al caso. Y guardó silencio,
—Y luego, ¿qué sucedió? —me desesperé; tuve que hablar y apurar el tiempo.
—¿Cómo dice? —dijo y yo miré cómo el fuego brotaba y se tupía en la cocina de su casa, avanzaba hasta los cuartos y daba cuenta de todo. Recordé una frase, que abaraté al pensarla: quemar las naves.
¿Cuáles son las palabras o el número de ellas o el tono en una oración que separa a un idiota de un hombre en sus cabales, ya no digamos sus acciones?
—Sí, su familia, ¿qué pasó con ella?
—Los tres se hicieron viejos en la misma casa. No la quisieron dejar. Yo me marché en cuanto pude.
—¿Qué no quisieron dejar, a su mamá o la casa?
—Yo también me pregunto eso.
—¿Es un chiste? Lo de su familia, ¿es un chiste? ¿Me está tomando el pelo?
—Eso resume lo que fue de mis hermanos. Crecieron y no quisieron separarse; aunque visto de esa manera, quizás no crecieron, ¿verdad? Comenzaron a trabajar para mantenerse y mantener a mamá, pero nunca formaron su propia familia.
—¿No piensa hablarme del incendio en la fábrica de muebles?
—¿Dice que yo los provoqué?
—Justo al día siguiente me contacta y me dice que me va a hablar de su historia con el fuego; si no pensara que es el responsable, no nos hubiésemos reunido.
—¿Que no se dice autor?, ¿o es correcto responsable?
—Ya entiendo; ya entendí. Pensó mejor las cosas y prefiere no delatarse. Por eso me contó ese cuento chino, esa historia de niños mariquitas que seguro ha repetido muchísimas veces
—¿Que no los quemaron porque no quisieron pagar piso? No comprende nada. Me da lo mismo delatarme; no soy el responsable de esos incendios, no he quemado…
Afortunada o desafortunadamente lo interrumpí:
—Estoy perdiendo el tiempo, lo mejor es… —y picó el anzuelo, o eso me hizo creer.
—Quiero comprobar que la gente olvida rápido sus pequeñas tragedias.
—Póngame a prueba —lo reté a sabiendas de que yo perdía simplemente por escucharlo.
—Escuche o grabe, parece que da lo mismo.
No alcancé a llegar al periférico, mucho menos a lo que iba a ser la pira. Mientras mamá y Arturo apagaban el fuego en la cocina y salvaban nuestras pocas pertenencias, Raúl salió a perseguirme y en unas cuantas calles me dio alcance. El comprendía lo que yo había hecho y se comportó como tal. Los había delatado para quemar la encina yo solo y además había intentado quemar la casa. Pensé que me daría una golpiza cuando me alcanzó, pero no dijo nada. No dijo ni una sola palabra. No me culpó ni reprochó, aunque sabía que nos iban a castigar a los tres. Nunca más volveríamos a ser inseparables. Podría haber sido momentáneo, el enojo de un rato de unos niños, pero para mí fue definitivo. Y mis hermanos tampoco ayudaron.
Me gané unos varejonazos y un castigo. No fue nada comparado con la satisfacción que me daba mirar los restos del mueble y la silla arrumbados en el patio. Eran el gesto petrificado del fuego. Yo había provocado eso, sin la ayuda de mis hermanos.
Sin embargo, usted sabe, las cosas no se olvidan porque no se hable de ellas. Siempre queda el deseo, las ganas de repetir aquello que nos provocó tanto placer, como el sexo, como el juego, como las drogas.
Quizás olvidó el incidente o ni siquiera se enteró. Un accidente, una tragedia que de repente toca a alguna vieja colonia y al día siguiente ya se ha olvidado. Una conexión en mal estado, un piloto abierto sin que nadie se dé cuenta o huela nada, un calentador que se apaga a media noche o simplemente una conexión eléctrica que falla, hace corto y lanza una chispa. La chispa. Si muere gente en el incendio, dicen que fue una tragedia y abaratan esa palabra, si no muere gente, dicen que fue un accidente sin víctimas.
Mi idea no era simplemente quemar cualquier cosa; lo que debía hacer era continuar con el anterior, terminar lo que empecé cuando era niño. Acabé aceptando que debía darle el cauce completo, como estaba destinado, que el fuego comiera lo que entonces le correspondía y ya satisfecho se echara a dormir.
Pero no sabía cómo hacerlo. Aunque no me había ido de la ciudad, sí me había largado del barrio y evitaba acercarme por allí para no encontrarme a mis hermanos. No soportaba sus caras, que ya casi no se distinguían, ni en su forma ni en sus modos. Yo me iba a la calle en cuanto podía y ellos ya ni siquiera intentaban salir, buscar algo más, la vida o lo que sea, allí afuera. Se conformaban con sus juegos simplones, sus historias limitadas que se parecían cada vez más a las de la televisión; se conformaban con sus arreglos y entendimientos, y mamá lo consintió. Si uno quería relacionarse con ellos ya no lo conseguía porque no se daban a entender. De tal manera habían hecho sus códigos, relleno de muchos silencios, que uno ya no podía entenderles. Se hicieron una pareja vieja que nada más se entiende a sí misma.
El lugar de nuestros juegos se transformó en un área de negocios. Hasta el periférico dejó de serlo, ahora es tan sólo un bulevar corriente. Me angustié, debo confesarlo, porque ya no tendría una encina que quemar; sin embargo, pronto decidí que lo continuaría en ese barrio.
Me tomó algunas semanas planearlo, nada que no pudiera sortearse: escoger el lugar adecuado, el que ofreciera más facilidades. Primero descarté el nuevo centro de gobierno, porque quizás me acusaran de terrorista. El centro comercial se decantó como la mejor opción. Elegir una de sus tiendas, uno de sus edificios, fue casi como hacerlo al tin-marín.
Elegí un viernes en la noche. Entré a una tienda departamental una hora antes del cierre porque pretendía quedarme escondido en un vestidor, esperar a que se quedara sola, los veladores se fueran a su caseta a dormir y, entonces, deslizarme a algunos de los departamentos para acabar mi tarea. Un plan barato que por un instante creí que resultaría. A la hora del cierre se asomó un guardia y advirtiendo de reportarme a la policía, me echó a la calle.
Me alejé de la tienda con la mirada de los guardias en la espalda y me dispuse a rodear el edificio, esconderme por allí y regresar a quemarla al menos por afuera. Crucé al estacionamiento y salí a la calle trasera, donde estaba el área de bodega y las rampas de descarga. Allí había un basurero y con eso pensaba pertrecharme. Todavía quedaban algunas personas trabajando y caminé hasta la esquina para fumarme un cigarro y esperar a que se despejara.
Aguardé cerca de una hora hasta que los trabajadores comenzaron a salir y desocupar el lugar. Dos hombres salieron de la bodega y se encaminaron hacia donde yo me encontraba. Pensé que los guardias me habían reconocido y que ahora sí me detendrían hasta que llegara la policía. No me marché por la tonta idea de que al huir me delataba. Prendí otro cigarro para disimular. Los hombres se acercaron lentamente, quizás pensando que era demasiado salir a enfrentar a alguien por tan poco salario, pero tampoco se detuvieron. Escondí la cabeza entre los hombros y aguardé, por si llegaban anunciando violencia. Una vez en la esquina, miraron al hombre que escondía la cara y, precavidos, se apartaron sin quitarme la vista y siguieron de largo.
Di las últimas caladas al cigarro antes de acercarme, cuando escuché una voz a mis espaldas que me llamaba por mi nombre. Reconocí al instante la voz de Arturo, que a pesar de la edad no había perdido ese tono aniñado, gangoso que lo distinguía. No quería volverme, pero tuve que hacerlo.
Nos miramos un momento, aguardamos a que la vista se acostumbrara a esos viejos rostros, temerosos de que brotara una mentira y resultáramos ser alguien más. Luego se acercaron a mí y, sin esperarlo, me abrazaron y se rieron. Se pusieron felices de verme. Como si la muerte de mamá, y el largo tiempo que habíamos pasado sin vernos, los hubiera alentado a romper su rutina y comunicarse otra vez afectivamente con alguien más.
Me interrogaron en un segundo. Se confesaron en otro. Entre más los observaba menos podía distinguirlos. Miré el reloj. Quise despedirme. Pero antes de abrir la boca o darme media vuelta, pusieron sus brazos en mis hombros y me condujeron a casa.
Todavía intenté resistir un poco, pero me sentía aturdido. Estaba frente a dos personas a las cuales no pensaba volver a mirar. Después del entierro de mamá, había entendido que se había roto todo lazo entre nosotros. Escuchar de nueva cuenta esas voces, idénticas a la de mi infancia, me regresaron al momento en el que los seguía, los imitaba y sólo quería estar con ellos.
Caminamos por calles asfaltadas que ya no reconocí y en quince minutos estuvimos en casa. Abrieron la puerta y dejaron que entrara primero. Mentiría si dijera que la casa se conservaba idéntica que cuando me marché, pero la verdad es que apenas la recordaba. Habían cambiado unos cuantos muebles, lo supe porque eran modernos; las paredes lucían resanadas y pintadas, para combatir el salitre de esas tierras de cultivo convertidas en hogares; aunque las habitaciones eran exactamente las mismas.
En la sala persistían los tres marcos con las fotos de caritas que nos había tomado mamá. En unas reíamos, en otras estábamos serios, asustados y en otras llorábamos. Esas fotos nos abarcaban toda la infancia. Mis hermanos no habían agregado ni quitado nada, tan sólo conservado. Incluso el cuarto de mamá estaba idéntico y ellos seguían en la recámara que era de los tres.
Cenamos y tomamos vino con café. Lucían contentos; yo no me sentía un extraño. Arturo y Raúl estaban locuaces, de risa fácil y no pocas carcajadas. Si uno de ellos se levantaba a por algo, aprovechaba y me palmeaba la espalda. Pronto vinieron las anécdotas y hasta yo mencioné alguna de nuestras andanzas. Quizá si después de aquel viernes hubiéramos vuelto a unirnos de esta forma, nunca me hubiese marchado. Comprendí que era tarde y me levanté para irme. Esta vez tampoco permitieron que saliera de la casa. Alegaron que era peligroso, que no pasaban taxis y que su casa también era mi casa. Si insistía, podía marcharme en cuanto amaneciera.
Me dieron a elegir y preferí la sala. Me tendieron, se quedaron otro momento haciéndome compañía, como si ellos mismos ya no quisieran estar solos, como si después de tantos años se hubiesen cansado uno del otro, pero al fin se retiraron a su cuarto. Me quedé un momento observando la oscuridad y rescatando los ruidos que poco a poco se iban apagando. Sin darme cuenta me quedé dormido.
No supe cuánto tiempo dormí. Todavía estaba oscuro cuando desperté y decidí marcharme en ese momento, porque no quería despedirme ni comprometerme a más. Habían pasado tantos años y entendía que esto no era nada. Apenas una feliz coincidencia que no alcanzaba ni siquiera para que nos encontráramos con nosotros mismos, mucho menos reencontrarnos los tres. Si ya no querían sentirse solos, tendrían que separarse y salir cada uno por su lado. Yo lo había hecho y seguía incompleto, así que no me atreví a augurarles nada, pero por un instante sentí lástima por ellos, por nosotros, y me entristecí. Ellos aquí, yo afuera, y no habíamos aprendido gran cosa.
La puerta de la calle tenía seguro, así que me dirigí a la cocina y por ahí salí al patio. Había un foco encendido en el pasillo que daba a la calle y vi que el lavadero seguía en su sitio. Me acerqué para lavarme la cara y acabar de despertar. El agua serenada me tensó los músculos un segundo, abrí la boca y dilaté los ojos para recuperar la sensación. Vi que estaban unos muebles arrumbados en la esquina del lavadero. Los reconocí de inmediato. Eran el trastero y la silla quemada. Quemados, tiznados, casi carbón, pero también casi reducidos a ceniza. ¿Por qué seguían esos muebles en la casa? Habían remodelado, cambiado el mobiliario, pero habían decidido dejar eso allí para mi regreso. ¿Si me quedaba hasta la mañana, me los iban a mostrar divertidos y completar la noche con la anécdota faltante? ¿Con ellos me recordaban, eso era lo único que tenían de mí? Yo era un tizón, nada más.
Los observé otro minuto, quería recordar por qué me causaba tanto placer sentarme en el patio a mirarlos después de aquel viernes. Pero no me causaron nada, tan sólo molestia, hastío. Regresé a la cocina con una idea en la cabeza: terminar lo que había comenzado, consumar lo que apenas unas horas antes me movía. Quemaría la casa, la reduciría a escombro y eso sería yo de aquí en adelante.
Abrí las llaves del gas y enseguida me puse a buscar líquidos inflamables; aceites, solventes, destilados, lo que sirviera para asegurar que el fuego se extendiera por toda la casa. Sólo hallé el aceite de cocina y una botella de thinner debajo del lavatrastes. Las tomé y comencé a empapar los muebles, los sillones y las cortinas. Entré a la recámara de mamá y rocié la cama; pasé al cuarto de mis hermanos y, mientras vaciaba las botellas, me detuve al verlos dormidos. Cada uno estaba en su cama y la mía seguía en su sitio, bien tendida. Ellos la habían conservado a pesar de que la habitación era pequeña. Raúl hablaba dormido y, como antes, no conseguí entender lo que decía. Arturo dormía con la cabeza tapada sin importar que la habitación estuviera a oscuras. Me vi a los nueve años, cuando todavía los necesitaba.
Retrocedí con las botellas en las manos; las coloqué en la mesa; me encaminé a la salida, cerré la puerta y me marché de allí. Yo quería quemar un árbol, no a mis hermanos. No quería volver a verlos, pero sí conservar la noche tal como había sucedido.
—Oiga, pero entonces no quemó nada y tampoco mató a sus hermanos —lo interrumpí otra vez. No me escuchó.
—Me enteré a los dos días, mientras leía el periódico. Una fuga de gas y una chispa salida de quién sabe dónde provocaron el incendio en casa de mamá. Arturo y Raúl todavía dormían. Al marcharme olvidé cerrar las llaves del gas. Los habitantes murieron intoxicados por el humo, o quizás por el gas que llenó la casa. Quiero creer que no estaban vivos cuando el fuego los alcanzó. Quiero creer que no los atenazó.
—Pero lo dice así…
—No sabría cómo decirlo de otra manera, pero tenía que decirlo. He pasado tanto tiempo solo, pienso tanto en lo sucedido, en los hubiera, que temo que de un momento a otro voy a comenzar a modificarlo y no quiero. No lo merezco.
—No entiendo, ¿qué quiere que yo haga?
—No me interesa que con la nota le ponga el cascabel al gato. Quiero leer todo lo que la gente me dirá en su página cuando la publique. Quiero darme una idea de lo que soy y, con un poco de suerte, quizás también le pongan un nombre a lo que hice.
—Si publico la entrevista y a la policía le da por investigar, todavía puede ir a la cárcel.
Se levantó de la mesa y vi que su rostro había cambiado. No estoy seguro de que fuera el mismo con el que me encontré al llegar, ni si me había engañado para retenerme y que lo escuchara hasta el final. Casi arrebaté el celular y me marché, dispuesto a publicar cualquier otra cosa para no concederle el odio que necesitaba.
∗Alfonso López Corral (Navojoa, 1979). Autor de La noche estaba afuera (Tres Perros, 2011), Musiquito del Talón (Tierra Adentro, 2013) y Cien caballos en el mar (Paraíso Perdido, 2017).