Empecé a leer a José Agustín el verano en que terminé el segundo semestre de la prepa. No recuerdo qué sucedió primero, si la lectura de El rey se acerca a su templo, o mis primeras caladas a un churro de mota. En mi mente, los dos sucesos se entremezclan y sobreponen. Es posible que la prosa de José Agustín llamara mi atención porque en ese momento yo había experimentado ya con ciertas drogas, pero también es factible que mi pachequez en la vida real quedara delineada, definida y coloreada por la lectura de esta novela, por el lenguaje de sus personajes y sus conflictos y peripecias. Como miembro de la triste casta de los pobres diablos que crecimos prefiriendo a la literatura por encima de la experiencia de un mundo que pensábamos inhabitable, no me extrañaría nada que la última posibilidad fuera la verdadera.
Recuerdo, eso sí, que lo que más me impresionó de la prosa de José Agustín fue la sinceridad con la que parecía hablarme de asuntos que me inquietaban profundamente y con un lenguaje que me llegaba a la médula. Sus libros y cuentos me resultaban tan cercanos que, a pesar de toda la evidencia en contra (como las fechas de publicación impresas en las páginas legales de sus libros, o las fotografías en blanco y negro de las contraportadas) pasé años enteros convencida de que José Agustín era un morro como yo, un adolescente igualito a mí, pero infinitamente más talentoso y precoz, pues no sólo había escrito un montón de libros sino que además los había publicado, mientras yo sufría por no poder sacar ni un pichurriento arranque de novela (cuando la realidad era que José Agustín pasaba ya del medio siglo en aquel momento). No voy a negar que su prosa también me fascinó por la constante alusión al consumo de drogas, ni tampoco desmentiré que me divertía enormemente el humor con el que trataba hasta las escenas más sórdidas, pero creo que lo que realmente me motivó a buscar más libros suyos —empezando por La tumba y De perfil, y siguiendo con Círculo vicioso, Ciudades desiertas y sus libros de cuentos, hasta llegar a Se está haciendo tarde (final en laguna) y Cerca del fuego— fue la forma tan íntima y entrañable con la que José Agustín se dirige siempre a sus lectores, tomando el lenguaje de todos los días y cotorreándolo, desvergándolo (o despapayándolo, como dirían en mi tierra) para crear un arma poderosísima: una voz literaria capaz de atravesar la superficie aparentemente imperturbable de lo cotidiano y alcanzar ese chiclocentro oscuro, denso y repugnante, que todos ocultamos en nuestro interior. Una voz límpida y mercurial que alcanza una maestría indiscutible en Se está haciendo tarde (final en laguna), una de las novelas más arriesgadas de la literatura mexicana del siglo XX.
Desde la primera vez que la leí, a finales del 99 o principios de los dosmiles (no hay muchas cosas que recuerde con claridad de esta particular época en la que me convertí oficialmente en adulta, y tal vez sea mejor así) he vuelto a Se está haciendo tarde… por lo menos una docena de veces, siempre para admirar la energía rabiosa con la que fue escrita y disfrutar de ese narrador enloquecido y vertiginoso que —tal vez siguiendo el dictado de aquella estrofa de los Beatles constantemente citada en la novela: «The higher you fly / The deeper you go»— es capaz de elevarse grácilmente hasta las cósmicas cúspides de la omnisciencia, sólo para desplomarse en picada y acometer juguetonamente al lector con una sarta de albures y juegos de palabras, estrofas de rolas y cantaletas absurdas, paréntesis atrapados en paréntesis, cursivas al cuadrado, escenas de una banalidad desopilante, crisis histéricas y paranoicas, sueños proféticos y párrafos cegados con bloques de tinta negra, tan negra como los delirios y la consciencia de los personajes que pueblan esta historia, y aún así, en medio de todo este jolgorio carnestolendo, apañárselas para evidenciar el vacío, la soledad y el desencanto del coto psicodélico; el malviaje social que por ese entonces ya comenzaba a bajonear a los convidados de la dictadura perfecta, y la tensión que existía (y que por supuesto aún existe hoy, exacerbada con potencia) entre las aspiraciones de una sociedad que pretende trascender y liberarse a sí misma a través del consumo egoísta, y la sombría y opresiva realidad de un país en donde la vida vale menos que nunca.
No somos nada, no somos nadie y somos todo, somos todos, piensa Rafael, el protagonista de Se está haciendo tarde…, en un instante de lucidez sobrecogedora, aunque ni siquiera esta epifanía logrará evitar que se lo cargue la chingada. Pero no importa: la buena literatura no da lecciones (que no sean de arrojo o de escritura), ni siquiera esperanza. La buena literatura perturba, y perdura, como lo prueba esta enorme novela, soñada y escrita entre las paredes de una celda, y que ahora está por cumplir 45 años.
*Fernanda Melchor (Puerto de Veracruz, 1982). Es periodista y escritora, autora de reportajes literarios y novelas. Fue parte de Lados B 2011 en Nitro/Press. Su obra más reciente es Temporada de huracanes. En 2015, fue reconocida por el Conaculta, el Hay Festival y el British Council como una de las escritoras menores de 40 años más destacadas de su país.