Viernes 29 en el Yonke Hirales. A las 4 pasaditas Sillero recordó que no había dado leche al gato. Lanzó otra ojeada a la terracería, agobiado por el ajetreo. De Mauro, nada.
Gargano vadeó el cofre de un Cutlass destartalado, con arrumacos largos, esbelto y delicioso. Se sabía monarca, último dragón. El ir y venir de empleados y clientes le tenía sin cuidado. Maulló quedito, procurando a Sillero. De un salto aterrizó en un rin, glorificando la cola en S. Con una astuta cabriola toreó la escudilla de aceite quemado y desfiló por el terraplén al interior de la caseta. Oteó las bandejas ennegrecidas, las láminas sucias, los fierros de siempre. No halló lo que buscaba: volvió a maullar. Encaró a Sillero y maulló por tercera ocasión.
Sillero despachaba una palanca de velocidades extirpada de un Mercedes, $40. Sintió el avance del gato: bajó la mano y ofreció los dedos. Gargano permitió un agasajo breve y pasó de largo, atravesando la escotilla.
El cliente se despidió de Sillero maniobrando la palanca de velocidades, con una broma acerca de la boxeadora que, según el chisme, abandonó a esposo e hijos para aceptar la candidatura a alcalde. Sillero estiró el cuello para ubicar a Gargano ―oh sí, la leche― y lo vió maullar a la sombra de un cigüeñal. Envidiaba su pulcritud, esa facha tumbona.
Prolongó la mirada más allá. Lo que descubrió, apagó su sonrisa.
El motor Lycoming.
¿Vendría Mauro a recogerlo, como le dijeron?
Demonios, cuánto le gustaba ese motor. Las caperuzas color chocolate, los pistones confrontados, ese matiz como de sapo en las boquillas de hule que fijan el cárter al bloque. Sillero se preguntó si los dígitos del # de serie simbolizaban algo, si la nomenclatura de la placa encubría un mensaje. Bah, qué iban a simbolizar, qúe iba a encubrir, por supuesto que nada. La secuencia de fabricación y el alta en un padrón vehicular, a lo mucho. Esperaba que Mauro se lo llevara sin chistar. Con diecisiete años en el yonke y habiéndolo visto todo, el Lycoming era su motor favorito. Iba a echarlo de menos.
Tres semanas antes, un fulano en overol cochambroso ofreció la avioneta estrellada al Sr. Hirales. De inmediato atrajo el interés de empleados y clientes.
¿Qué máquina trae? Un Lycoming.
¿Prende? Está enterita.
El propietario rechazó la oferta, por la dificultad para hallarle cliente y por el espacio que ocuparía en el patio, equivalente a dos Focus que se venden solos. Había otra razón, que se guardó. El chasis era de una avioneta Cessna 172, la favorita del Cártel de Sonora. Una Cessna en ruinas, quizás baleada, sin papeles. Se las confiscarían sin averiguación; pedirles factura, placas y comprobante de baja, o involucrarlos en algo peor. Sillero experimentó un flechazo, seducido por las formas rutilantes del Lycoming. Convenció al propietario de subrayar lo lucrativo y no lo despreciable del motor, pero éste lo sermoneó: a estas alturas no iba a enseñarle su oficio. No es un popular 1.8 de 140hp, sino un ejemplar peregrino, una excentricidad. El contraargumento de Sillero fue un búmerang: un yonkero que se precia ―alzó el índice― saca ventaja del riesgo, si no, ¿por qué dedicarse a esto? Aseguró que obtendrían un margen atractivo y que la pieza en sí misma, por su rareza, les daría prestigio.
El Sr. Hirales accedió, con la condición de que Sillero corriera la voz entre sus amigos, en otros jonkes, avisar a los productores de cebollín y espárrago, y al comité de sanidad vegetal que inspecciona el valle en avioneta.
No era la primera ocasión. El Sr. Hirales tenía el presentimiento de que tampoco sería la última. En su momento Sillero vendió la originalísima transmisión de un Renault Boro con la que se habían dado por vencidos. El último Volvo Amazon ´63 que se vio en la ciudad. El tablero de un Fiat coleccionable. Un radiador exclusivo para Corvette al que no le dolía nada, etc. Audaz y todo, Sillero entendía que, de no vender el Lycoming este mes, iban a exigirle un porcentaje del costo. Lo peor es que saldría como chatarra. Qué pena, chatarrear un Lycoming. Malograr su fuselaje, sus brazos refulgentes. Darle el indigno trato de la basura, los retenes en desuso y la tubería vulgar.
Sillero se juró no permitirlo.
El primer día desmontó el motor. Lo lavó, lo aceitó. Le cargó combustible. Para su sorpresa ―y fascinación― el Lycoming encendió a la primera.
Su bramido era exquisito e imponente, de abejorro en la Atlántida. Mugía con la templanza de un Audi A4, un retumbo placentero y gutural, con un dejo de frenetismo. Como no queriendo, también producía un silbido, un silbido anómalo que no estaba al alcance de cualquiera. A Sillero no le gustó. Le parecía degradante.
El quinto día Sillero lo volvió a lavar.
Y fue por un atisbo absolutamente casual al detenerse a acariciar a Gargano, que Sillero advirtió en el bloque del motor un compartimento extraño, fijado con tornillos, rondanas y arandelas. Lo tanteó, golpeándolo. No sonaba hueco. Era del tamaño de un ladrillo. Era obvio que, al acelerar, el compartimento vibraba. “¿Por eso silba?”, se cuestionó Sillero. Asumió que sí.
Las automotrices invierten millones no solo en perfeccionar el rendimiento de los motores, sino también en curar un sello acústico, una rúbrica sonora en la aceleración. Tienen claro que el comprador dedica un instante a aguzar el oído; un instante crítico, del que muchas veces depende el Sí. Hay quien desea que su auto nuevo susurre o gorgoree, hay quien espera un gruñido o una detonación. Así que los diseñadores liman el interior del cofre, incrustan ribetes al escape, colocan paneles de hule en el soporte o pelusilla de alambre para particularizar el murmullo de la máquina, afinar y matizar el runrún del que se enamora el cliente.
Estaba claro que el compartimento no venía de fábrica. Sillero estimó que guardaba la tarjeta digital que suele adaptarse en modelos 1996-2006 para regular las emisiones; tal vez un geolocalizador. Con una revisión táctil notó rasgos de abolladura, esbozos de hundimiento. Entrevió una cinta que emergía de una ranura, y en torno a ella, una falsa tapadera. Controló la tentación de jalarla.
Quiso y no quiso averiguar qué contenía.
Su curiosidad era grande.
Al fin, Sillero decidió ignorar el compartimento. Presumió las bondades del Lycoming ―que no eran pocas― entre sus compas de talleres, refaccionarias y deshuesaderos. Mecánicos de toda la ciudad acudían solos, en pares o en tercias para verlo tronar, ebrios por la novedad, honrados por el privilegio. Sillero les permitía quedarse tras el cierre, alrededor de una fogata. Encendían el motor, lo aceleraban, venerándolo como a un membrudo dios del fuego. Para Sillero era una gracia pertenecer al único yonke de la ciudad que ofrece piezas de aeronáutica. “¡Wacha, a la bestia!”, celebraba uno. “¡Sopotamadre, písale!”, pinchaba otro. En su jactancia, Sillero mimaba a Gargano. El gato reprochaba el aquelarre con el señorío y los tamaños de Genghis Khan. Dilataba el cuerpazo color canela, ensombrecida la cola, enmielado el vientre. Tenía un cardenal en la frente, rojísimo. Sillero siempre sospechó que convivía con la criatura más encantadora, avispada y cruel de la ciudad, aunque no había manera de probarlo.
La fogata chamuscaba periódico y cajas de bujías Champion.
―Cada fierro tiene su pendejo ―balbuceó Sillero, en un lapsus meditabundo.
―Qué pues bato ―increpó alguien, sintiéndose aludido.
―No usté, pariente ―explicó Sillero―. Mi jefe. Dice que cada fierro tiene su pendejo.
Un chaparro de mal ver, apodado el Macaco, dijo a Sillero:
―Ya no lo ofrezca. Es para Mauro.
―¿Neta? ―dudó Sillero, con una lejana referencia de Mauro, nada buena.
―Simón, este viernes. Mauro no es ningún pendejo.
El Macaco salió del yonke y subió a una Explorer que traspasó la noche con tremendo pedorreo.
Sillero comparó esa ofensa disonante con el canto celestial del Lycoming.
¿Sería el mismo Mauro? Sillero no lo veía hace siglos. En la Secundaria jugaron al beis, ganaron una Copa Nestlé. La hermana de Mauro fue su primera novia. Supo que Mauro y su familia emigraron a Anaheim, que se afilió a la naval. Volvió a la frontera, entró a la maquila. Frecuentaba los bares del centro: se le achacaban pleitos de callejón, ajustes de cuentas. Alguna vez se lo topó en un tianguis, qué onda bato, pos nada bato. Le daba igual si Mauro era un pintor renacentista o un viejo ballenero, siempre que presentara una oferta razonable por el Lycoming.
Esa tarde del 29, Sillero clavó el último recibo en el pincho. Las cuentas revelaban una buena semana, de un provechoso mes: si vendían el Lycoming se tornaría excelente. Gargano maulló al pasar, tirando órdenes. Sillero se agachó para abrir la hielera y extraer la leche, cuando irrumpió en el predio una ostentosa GMC Sierra. ¿Mauro?
Mauro bajó con un portazo. La puerta selló a la perfección.
Sillero viró la cabeza como hacen los búhos.
Se saludaron. El empalme de manos evidenció la complicidad de un tercera base con su short stop. Esto y aquello bato, tás gordito, no traes mueble. Qué me dices de fulano, le sigues yendo al Necaxa, tu jefe cómo está.
¿El motor qué pedo? Rebonito.
¿Ónde mero? Wacha.
¿Jala machín? Al chingazo.
¿Lo calamos? Cálalo, te digo que está al mero chingazo.
Sillero retiró la manta que cubría el Lycoming. Esto generó un vientecillo que rozó a Gargano y lo perturbó. Sillero invitó a Mauro a que lo encendiera, y así lo hizo: el Lycoming exhibió músculo suficiente para escapar a Júpiter. Mauro no quiso ver las bujías, ni los filtros que Sillero cambió. En cambio, sin decir agua va, ubicó el compartimento añadido y lo validó con una ojeada.
La charla cayó al escenario en el que se fija el precio. A cómo, a tanto. Déjamelo en equis, dame ye. La operación cerró a la baja. Una lavadita y me avisas, lo lavo y te echo un call. Salúdame al Gordo, tú al Molina. ¿Tu carnala? Mi carnala qué. Nos wachamos bato, nos wachamos.
Chocaron las manos: abiertas, deslizadas atrás, pum, puño con puño.
La GMC arrastró los neumáticos en el terregal, chilló y precipitó su furia.
Sillero tarareaba algo. Sacó la leche de la hielera. Gargano esperaba una generosa porción y acopló las patas con escrúpulo. Sus hombros atigrados se abultaron. Sin servir la leche Sillero se aproximó al Lycoming. “Si jalo esta cosa…”, se dijo, hurgando el compartimento. “Cada fierro tiene su pendejo”, recitó.
Le mataba la curiosidad.
Hubo otro maullido.
*Javier Fernández (Ciudad de México, 1971). Comunicólogo y narrador. Es colaborador intermitente en medios impresos y electrónicos, a veces con el seudónimo Mr Phuy. Ha publicado los volúmenes de narrativa Si tarda mucho mi ausencia (ICBC, 1993; Premio Estatal de Literatura en Baja California), El estadio que naufragó (CreateSpace, 2010), Señora Krupps (Static Libros, 2010 / CONACULTA, 2013) y Seguir a los gansos (CreateSpace, 2014), así como el poemario Casi lluvia (Pinos Alados, 2019).