Seth Brundle es conservador

Hola a todos. ¿Paso al frente? ¿Aquí está bien? Vale. Hola. Mi nombre es Seth. Llevo tres años limpio. Me he ganado mis monedas con bastante esfuerzo pero, sobre todo, gracias al Señor. Sé que algunos aquí tienen mucho más tiempo en sobriedad, pero recuerden que las moscas vivimos, a lo mucho, un mes, así que tiene su propio mérito. Por mi parte, sé que soy un caso especial, pero finalmente tengo el ADN del insecto. ¿O es al revés? ¿Llevaré ADN de humano? Da igual, sigo en pie gracias a la tecnología. Hace unos años inventé unos aparatos llamados telepods. Carajo. Espero que no sigan fabricándolos. Son demasiado peligrosos. Miren cómo quedé después de usarlos. No se puede jugar con la tecnología sin padecer las consecuencias. A que luzco como una mierda. Uf, qué delicia, la mierda. Quiero decir, a que luzco espantosamente. Es normal, las moscas de la carne somos las más feas. A mí, en lo personal, me hubiera gustado ser un espécimen entallado, una mosca de la fruta, o del maguey, o incluso una azul. Pero, bueno, compañeros, no se puede esperar mucho de un científico que pierde la cabeza por una chica. Así es, mi apariencia es el resultado de una fallida historia de amor.

Corrían los años ochenta y mi carrera como profesor investigador iba en ascenso. Era, podríamos decir, un rockstar de la física cuántica. ¿Saben lo que es la física cuántica? Es una ciencia compleja que no entenderían, aunque les diera mi mejor clase. Aunque una parte diminuta de ustedes mismos, la más relativa, pero también la más intrínseca de su ser, lo descifraría sin problema en la abstracción. Lo entenderían sin entender. ¿Cómo decirlo? Veamos, ¿qué tal eso? Sus partículas son más inteligentes que ustedes mismos. Pero no hay que ponernos tristes por el baldazo de agua fría. Es una nimiedad, es una ley universal, la intuición atómica controla el caos del universo. Y algo que he aprendido en todo este tiempo es que esa intuición es Dios. En fin, volvamos al tema. Decía que mi carrera como físico era imbatible. No había nadie que me llegara a los talones. Impartía cursos en Europa y Estados Unidos. Las universidades se peleaban por mi cátedra y mis ideas me forraron de dinero. Curioso, ¿no? Un profesor volviéndose rico con su enseñanza. ¿En qué mundo es esto posible? Bueno, ahora las cosas están terriblemente mal para todos, pero hace cuatro décadas, en el aire se podían respirar las oportunidades y, si eras un visionario como yo, podías levantar un imperio en una cochera. Ya sabes, como esos muchachos Steve Jobs y Bill Gates. Ah, los visionarios de garaje. Yo edifiqué una de las compañías tecnológicas más importantes del planeta desde un cuchitril. Logré materializar una de las mayores fantasías del ser humano. Mis experimentos comenzaron a ganar atención. Aparecí en las portadas de las revistas más populares, no sólo científicas, sino musicales y de moda. Muchos escritores y directores de cine se emocionaron con mi trabajo y logré aparecer en varias películas y series del momento haciendo cameos inesperados. A veces pintado de verde, hablando de mecánica cuántica, a veces con trajes espaciales explicando las fisuras dimensionales del tiempo y el espacio. Hice comerciales de sopas instantáneas en Japón y del más novedoso Ferrari en Italia. En serio. Me hicieron aprender diálogos en distintos idiomas. Decía cosas como: “Hola, Soy Seth Brundle, el científico más reputado en Occidente y me encantan estos fideos. Es una pena no haberlos inventado yo, pero no importa, gracias a este vaso de poliuretano, un material probablemente sustentable y nada cancerígeno, puedo comerlos todo el tiempo en mi laboratorio. Sólo agrego agua caliente y ya está. ¡Eureka!”. O también: “Hola, bambinos, éste es mi F 40, el único automóvil que combina con mi bata y mi forma de vida. Sólo el conocimiento científico y la imaginación pueden competir contra mi Ferrari. Recuerden que lo que puede ser concebido, puede ser creado”. Campaña tras campaña me hacía más famoso. Bueno, quizá ustedes no me conozcan, pero sus padres me reconocerían de inmediato. Por esos tiempos, como decía, el mundo tenía los ojos puestos en mí. Así conocí a Verónica. Ah, cada vez que digo su nombre me arde la cara. No es rubor, sino memoria celular. Les cuento. Ella fue una reportera preciosa y yo no lucía como el carajo. No siempre he sido repulsivo. Yo era apuesto y brillante no el esperpento que ven aquí. Bah. El periódico para el que trabajaba la envió a cubrir un reportaje sobre mis cápsulas de teleportación y, en medio de una demostración rutinaria, caímos enamorados. Se los juro. El mismo día que nos conocimos nos liamos en un romance brutal. Éramos perfectos. Ella tenía el cabello rojizo, largo y suave, y yo, negro y ondulado. Cabello de verdad, no estos alambres expuestos a los costados de mi rostro deformado. Mi sonrisa era de comercial de dentífrico. De hecho, hice un par de anuncios para distintas marcas. Uno de pasta con fluoristan para Crest y uno de enjuague bucal para Colgate. Era un maldito degenerado sin honor ni ética publicitaria. Lo único que me interesaba era ganar dinero y ser popular. Verónica adoraba mi sonrisa, mis rizos y mi aliento a mentol. Oh. Hasta que ocurrió lo inevitable. Se olvidó del artículo que tenía que escribir y se dedicó a venerar mis bíceps, mi pecho atlético y mi trasero redondo. En serio. Decía cosas como “Eres el erudito más fornido y torneado que conozco” y yo, por supuesto, envuelto en un estado de gracia, me ponía más caliente que un Kugelblitz y originábamos un horizonte de sucesos en la cama o en el laboratorio o en elevador o donde sea que estuviéramos. Nos deseábamos profundamente. Medio cogíamos por aquí y por allá, aunque, debo decir que el horizonte de eventos no era muy largo. Ya saben, estaba perdido en mis pensamientos metafísicos y no tenía el mejor desempeño sexual. Aun así, fue bueno. Verónica soportaba mi impotencia, pero también aplaudía mi tenacidad. Dios lo sabe: no era por falta de intentos. Así que traté de superarme en el trabajo para sustituir el vacío que me producía el fracaso carnal. ¿Cómo podía hacer que Verónica siguiera pensando que su novio era la Octava Maravilla? Lo mejor, pensé, era demostrarle al mundo que mis inventos funcionaban y no eran meras fantasías. El Nobel sería mío. Y el Premio Abel por resolver varios enigmas matemáticos. Y seguramente también el Turing, por la mega-computadora que había diseñado con mis ingenieros. Sí, mientras unos palurdos desarrollaban un procesador de imágenes en Silicon Valley, yo estaba aquí, en esta ciudad, cambiando las leyes del universo, para que mi chica perdonara de una vez por todas la disfuncional de mi miembro. Ese error me costaría muy caro.

Decidido a mantener el amor de Verónica, entré en las cápsulas de teleportación pero accidentalmente mezclé mi ADN con el de una mosca. El estúpido bicho entró en uno de los telepods mientras hacía experimentos y mi genética se vio comprometida. Al principio, el incidente parecía haber resuelto mi vida. Ya saben que mi “probóscide” no cumplía con su tarea más básica. Supongo que por pasar tanto tiempo oliendo solventes y químicos y jugar con la radioactividad. No sé si me entienden. Oh, ya, claro. La probóscide es este apéndice alargado que sale de mi boca. No, claro que en ese momento yo no tenía probóscide, era un humano normal. Sólo trataba de hacer una analogía para hablar de mi pene. Por supuesto que tengo pene ahora mismo. Es mucho más sofisticado y práctico. Es un conducto con pequeñas espinas que se clavan en mis parejas sexuales. Pero no nos desviemos. Lo pondré literalmente. Yo era un impotente de mierda, no podía mantener una erección, y el accidente con los telepods eliminó el problema. Me volví un erudito completo, un genio sexualizado. Con cada teleportación me volvía más fuerte y cada vez más lujurioso. Digamos que las cápsulas se volvieron como mi viagra. El probo… el pene se endurecía treinta o cuarenta veces al día y no podía pensar en otra cosa que penetrar a Verónica, pero ella tenía que trabajar, así que la espera coital se volvieron un problema que tuve que enfrentar con imaginación. Aprendí a rallar el queso con inventiva. ¿Eh? Por supuesto que también es una figura discursiva. Quiero decir que desarrollé una obsesión por estimular mis genitales. Me volví un masturbador compulsivo. ¿Eso quería oír? Por el amor de dios. Llegué a masturbarme con la propia computadora de los telepods, o con docenas de tubos de ensayo e, incluso, con los aros de metal en los lomos de mis carpetas. Cuando ella llegaba, le arrancaba el vestido y le hacía el amor con fruición y demencia. Mi fuerza era monumental, después de un orgasmo explosivo, la tomaba con un solo brazo y hacía ejercicio, elevando su cuerpo y haciendo flexiones como si fuera una mancuerna de 15 libras. Creo que Verónica empezó a sentirse perturbada, pero la satisfacción se imponía. Estaba feliz. Agotada y feliz. Al carajo con el Nobel.

La plenitud fue muy breve. Una semana después de teleportarme, empezaron a notarse otros cambios físicos mucho más alarmantes. La piel y los dientes se me caían a pedazos y la cara se me llenó de costras y tumorcitos que supuraban un líquido viscoso de color verde. Por supuesto que mi humor también se modificó. Me volví mucho más arrogante y pendenciero y los problemas llegaron. Cualquier pretexto bastó para que nos tomáramos un tiempo. Yo aproveché esta ruptura, debo confesarlo, para ver a otras chicas, a las cuales tomaba sin importarme una mierda, porque me estaba volviendo un sátiro irremediable. Cuán lejos estaba de mi Señor, hermanos. Los telepods me hicieron un siervo de la carnalidad. Dios mío, en qué me estaba convirtiendo. En fin, me enteré de que Verónica estaba embarazada y traté con todas mis fuerzas de parar mi pulsión sexual y le pedí que volviéramos. Seguro el nacimiento de mi hijo cambiaría mi problemilla genital.

Pero Verónica no sólo no quería volver conmigo, sino que estaba planeando abortar. ¿Pueden creerlo? Al parecer tuvo una pesadilla en la que daba a luz a un ser despreciable, un monstruo horrible, incluso más feo que yo, y tomó la decisión de acabar con la vida de mi pequeño hijo, la criatura más inocente sobre la Tierra. Se puso como una lunática y, junto a su editor, fue a confrontarme para decirme que interrumpiría el milagro de la vida. Yo, obviamente, no lo iba a permitir porque no soy un asqueroso anglicano y porque creo que, además de ser un pecado, el aborto está mal en todas las reglas evolutivas. Seguro piensan que es paradójico creer en la Evolución y en Jesucristo, pero mírenme bien. ¿No soy una aleación de las dos omnipotencias? Bueno, supérenlo. Soy un científico católico. Punto. Este tema me pone de malas. En fin, decía, esa perra no iba a matar a mi larvita. ¿Perra? Oh, lo siento. Decía, esa desgraciada no iba a deshacerse de mi pequeño. Y por favor, no discutan conmigo, que si era un embrión, que si las doce semanas, que es un coágulo lleno de células. Soy contundente. La vida inicia en el milagro de la concepción. Tendrá cada quién su forma de pensar, pero así lo veo yo. Verónica no iba a matar a Martín. Así quería ponerle en honor a mi abuelo. Así que, cuando aparecieron por el laboratorio, esos dos comunistas de pacotilla, los tomé por sorpresa. Me deshice del sujeto dándole tremendo puñetazo y arrastré a Verónica hacia uno de los telepods. Yo entré en otro. Mi plan no tenía fallas. Formaríamos una familia, a como diera lugar. Pensé que, si entrábamos los dos, los tres, digo, porque mi hijo, muy célula y todo lo que quieran, pero ya era un miembro de la familia, si entrábamos y nos teleportábamos y nuestros ADN’s se combinaban, formaríamos una grotesca, pero feliz argamasa unificada por el resto de nuestras vidas. ¿Recuerdan que les había dicho de la intuición? Pues eso creía que pasaría. Que en el caos nauseabundo de nuestra anatomía mezclada habría una sola conciencia fundida y uniforme que nos acercaría a Dios, Nuestro Señor. A punto estaba de presionar el botón de comando, cuando el maldito editor se levantó, rompió la ventana del telepod y sacó a Verónica. Me teleporté hacia la otra cabina y la descompresión, originada por el cristal roto de la cápsula destrozada me deformó aún más de lo que ya estaba. Mi cuerpo estaba completamente desfigurado. Tan solo de recordarlo me dan ganas de vomitar. No había otra salida. Podría haberme quitado la vida, pero me habrían cerrado las puertas del Cielo. Así que, el amor venció al final. Con mi brazo o lo que en algún momento había sido mi brazo, acomodé la escopeta que Verónica tenía en las manos y la coloqué en el pecho. Había llegado la hora de pedir misericordia. Solo la muerte podía arreglar mi desastre. Así que, Verónica jaló el gatillo. La jodida bala fue directo a la cabeza. Yo me había apuntado al corazón en señal de un último gesto romántico. Si ya era un adefesio, su disparo terminó por dejarme como un licuado de carne y escupitajos.

Ahí termina el relato. Con un semi-cuerpo violentado a niveles inmundos. Eso es lo que sabe la gente, por la película que hizo Cronenberg, basado en mis memorias. Lo que nadie ha contado es que las moscas somos más o menos inmortales. Somos muy frágiles, pero también poderosas. ¿Han visto a mis hermanas revivir después de ahogarse? Los niños juegan a la magia con nuestros cuerpos humedecidos. Nos sacan de un charco y nos colocan bajo el sol para secarnos y entonces, con un empujoncito, reaccionamos y volamos a toda velocidad. Sobrevivimos a la congelación, a las altas temperaturas y algunos ejemplares, como yo, a la decapitación. Con el tiempo me volvió a crecer la cabeza y para cuando estuve recuperado me enteré de que Verónica había muerto al dar a luz al pequeño Martin. Evidentemente no tenía rostro para ir a verlo y decirle que su padre estaba vivo. No tenía rostro, figurada y literalmente. Además, los hijos somos muy rencorosos. Seguro que me odiaría por alguna razón edípica. Tomé la decisión de alejarme y de que viviera su vida lo más normal posible. Supongo que es mejor llevar una vida con una familia ordinaria que con un bicho de dos metros que se siente atraído constantemente por las heces y la putrefacción. ¿Conocen a alguien así? Seguro que sí, todos tenemos un conocido que le gusta comer mierda. En mi caso, soy yo. Qué más da.

Desde entonces y hasta hace tres años, llevé una vida muy desdichada. En cuanto recuperé mi boca, o el hocico, o las papilas maxilares, como quieran llamarle, me tiré a la perdición. Empecé a beber como lo exige mi naturaleza. No sé si lo sepan, pero nosotras las moscas tenemos una longevidad admirable si fornicamos con habitualidad. Es en serio. No se rían. Sé que parece un pretexto para llevarme a las chicas a la cama, pero es verdad. Lean el artículo de mi colega Galit Shohat-Ophir, de la Universidad de California, en San Francisco. Los machos de mi especie se abandonan al alcohol como gratificación cuando no consiguen meter la banderilla en la fuente de chocolate. Apuesto a que eso sí lo entendieron. Así como lo oyen, cuando las moscas no podemos copular, sufrimos una depresión intensa que sólo puede ser mitigada con la bebida, pero todavía no inventan un maldito bar para moscas insatisfechas. Vaya, ahora que lo pienso, ése puede ser un gran negocio. Como sea, si no podemos reproducirnos, nos vamos al carajo y nos dejamos vencer por el licor. Ya pueden sacar cuentas. Mírenme, soy un desastre biológico, ¿quién querría amarme? Por supuesto que la bebida fue mi única forma de vida. También está en su naturaleza, humanos. Y en la de los ratones. Y seguro otros animales. Si no hay fiesta en las bolas, nos echamos un clavado en la botella. ¿Sí o no? Fueron días muy oscuros. Bebía todo lo que desechaban los vagabundos. Es decir, ellos bebían sus sobras y yo las sobras de las sobras. No soy muy exigente, mi probóscide me permite llegar a las últimas gotas del líquido en los frascos y botellas. No se imaginan la cantidad de alcohol gratis que existe allá afuera. Ah, maldita sea, mi bar de moscas quizá no sea tan buena idea después de todo.

Gracias a Dios conocí a Lindsay, aquí presente, y, si me permites decirlo, cariño, he encontrado otra forma de consolarme sin caer en el vicio. Ya no hay alcohol en mis venas. Y tampoco tiempo para andar succionando en la basura, sino en la flor del amor, no sé si me entienden. Con la flor del amor me refiero a la vagina de Lindsay, no es que me crea una abeja o algo por el estilo. Ahora Lindsay y yo nos la pasamos metidos en la cama. Es verdad, mi vida, no me hagas esa cara. Era esto o el chiste sobre tus pies. Gracias a ella, que me invitó a este grupo, dejé el mal camino ya hace tres años. Y he descubierto, gracias a ella, una nueva forma de vida más sana y libre de pecado. Mírenla ahí, con su barriga. Oh, no es que sea gorda, es que está esperando otra camada de bebés. Así es, estamos esperando más hijos y con esta ronda alcanzaríamos unos, ¿qué, cariño, trescientos millones? Sí, trescientos millones de hijos. ¿No es una bendición? Por supuesto que tendremos todos los hijos que Dios quiera. Así es mi existencia ahora, amigos. Blanca y sobria. Pícate el trasero, David Cronenberg.

¿Quién lo iba a decir? ¿Quién podía apostar que este pedazo de alcornoque que un día perdió la cabeza por una abortista hoy estuviera recuperado, con la cabeza sobre los hombros, formando una hermosa familia de bichos raros? Muchas gracias por su atención y recuerden, el alcohol no es la solución, salvo que seas una mosca de la fruta y tengas los testículos inflamados de tristeza. Dios los bendiga.

∗Franco Félix (Hermosillo, 1981). Es narrador, editor y practicante de Judo. Autor de las crónicas Kafka en traje de baño (Nitro⁄Press), la novela Los gatos de Schrödinger (TierraAdentro), el libro de cuentos Mil Monos Muertos (BUAP) y la delirante Maten a Darwin (Caballo de Troya).

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