Seis seis seis feminicidios

En los cuatro años que nos tardamos en publicar estas fotos, se han incrementado 3,080 víctimas a la lista[1]. Los feminicidios fueron actualidad otra vez porque hubo daños públicos y en el Ángel en una manifestación. Un querubín amonestado causó más controversia que miles de asesinadas.

Louise y yo fuimos al Estado de México a hablar con madres de víctimas de feminicidios. Fue idea de ella, atraída por contar historias sobre mujeres. Para Louise, fotógrafa de París, eran historias de terror de tierras lejanas a las suyas (todavía no entraba la alerta actual). Para mí, sonorense, era el eco del norte, de Ciudad Juárez. Las fotos y los datos no se publicaron por malentendidos con una revista y los dejamos en un limbo: aplastamos la prepotencia que nos había causado escuchar el dolor y seguimos otros flujos.

Fue por otros temas de mi maestría que busqué a Sergio González Rodríguez, el escritor que arriesgó su vida para investigar los casos de las desaparecidas en Chihuahua. No le hice una sola pregunta sobre el tema. Él fue quien me contó, en algún momento después de tres copas de vino, algo de Bolaño, algo de 2666. Yo no lo había leído y asentí y sonreí desde mi pantano de ignorancia.

Evité el encuentro directo con la realidad en Los huesos en el desierto (2002) de González Rodríguez y me decidí por leer a Roberto Bolaño en 2666, publicado de manera póstuma en 2004. Preferí seguir a Sergio como personaje, porque en palabras del chileno, los atardeceres de mi infancia son flores carnívoras y las rancheras un tipo de jazz. Como si el tema de los feminicidios no me correspondiera tanto. Como si esos casos en mi desierto tuvieran un halo de ficción. Ser mujer no era suficiente para sentir una empatía completa, desparramada en un trono falso de la comodidad de colonias alejadas de los suburbios.

Roberto Bolaño encontró en la tragedia de los feminicidios el secreto del mundo, el agujero en el alma del humano: un defecto universal desde una actualidad mexicana, en el agujero del alma del país. En descripciones de elementos cotidianos como una barbacoa entre académicos en un pueblo norteño, Bolaño plasma el verdadero tema del libro:

[…] un olor a carne y a tierra caliente se extendió por el patio bajo la forma de una delgada cortina de humo que los envolvió a todos como la niebla que precede a los asesinatos y que se esfumó de manera misteriosa, mientras las mujeres llevaban los platos a la mesa, dejando impregnadas las vestimentas y las pieles con su aroma.

Las 1179 páginas del libro me llevaron a las fosas de la humanidad con la crueldad en cada uno de los casos mencionados. La ficción, a la que entré como una capa protectora para no toparme con los verdaderos huesos en el desierto, me jalaron a la verdad pura, seca, en su estado brutal.

La distancia con la que veía el tema, que se acortó con 2666, se terminó de extinguir por completo hace una semana. Olivia, quien cocina en la casa de mis papás en Hermosillo desde hace veintisiete años, quien brinda el sabor del hogar, de la familia, me dijo mientras cortaba cebollas, que a su sobrina la mató el novio hace tres años. ¿Cómo? ¿Y ya está en la cárcel?, le pregunté, pensando en los viajes ficticios con Bolaño y en los viajes reales al Estado de México para indagar sobre los feminicidios teniendo un testimonio en mi propia casa. Pues no sé qué pasó con él, me dijo. Pero a la sobrina le pusieron el vestido de novia para el entierro y con el cuerpo en el coche se perdieron por horas en la carretera. Realismo mágico, decrépito. Margarita Cueto Durán. Pero no es la única, me dijo, con los ojos en el cuchillo y la cabeza de lado. A una prima y a otra sobrina las mató el marido. La prima ya se había divorciado y vivía con otro. El ex la mató y se suicidó el mismo día. Silvia Monge Espinoza. Francisco Peñúñuri. ¿Y la sobrina?, le pregunté. Argelia Monge. El marido la mató y la escondió en el ropero. Los vecinos descubrieron el crimen por el hedor. Una semana tuvo el cuerpo escondido. La policía se lo llevó y el bebé, porque sí, había un bebé, lo recogió la abuela, la madre de la víctima. Los asesinatos se llevaron a cabo uno en Puebla y los otros en Hermosillo. Todos de balazos.

No quise que se escurrieran más días sin publicar lo que vimos, lo que escuchamos Louise y yo en Ecatepec en 2015, la ciudad bendita por el Papa Francisco un año antes. Leí que ya se sabía el paradero de una de las víctimas, Fabiola Luquin Reyes. Respondió un llamado de trabajo doméstico y, según el testimonio de la esposa del asesino, él la violó mientras la esposa paseaba a su bebé por el barrio y cuando regresó, el marido le dio pedazos de pierna de Fabiola para que ella cocinara carne asada. Ella lo amenazó con denunciarlo y él le contestó que no fuera pendeja, que los iban a encerrar a los dos. Entonces la esposa obedeció y también cenó carne asada. Novela negra, ahogada.

Rosa Reyes, madre de Fabiola Luquin Reyes

Objetos de Fabiola Luquin Reyes

Otro caso. Marisol Méndez Rizo, en su casa en Tecámac, nos contó de su madre, la desaparecida, con la voz irregular de quien desconfía de todo. La violencia psicológica doméstica, nos dijo, era un problema concurrente.

María Dolores Rizo Juárez, madre de Marisol.
Vivía en Santa Isabel Ixtapan, municipio de San Mateo Atenco.

Fotografía de presuntos objetos de María Dolores según el marido, encontrados en Tepexpan, en el camino al trabajo de ella.

Otro caso. Norma Andrade es de las mayores activistas. Fundadora de “Nuestras hijas de regreso a casa”, la suya desapareció en el 2001 en Ciudad Juárez. Encontraron el cuerpo en una manta con signos de daños físicos y sexuales. Andrade ha sobrevivido ataques y amenazas desde entonces.

Peluche de Alejandra García Andrade, hija de Norma

Otro caso. Mariana Elizabeth Yáñez Reyes tenía dieciocho años cuando salió por unas copias a las 9:30 pm en Tecámac el 17 de septiembre del 2014, en el cruce del Río de los Remedios.

Lupita Reyes, madre de Mariana.

Otro caso. María Fernanda Rico, víctima en Ecatepec en 2014. Fue considerado suicidio, pero las lesiones en su cuerpo generaron dudas que no han sido resueltas.

Silvia Vargas Velasco, madre de María Fernanda Catalina Rico.

Objetos de María Fernanda Catalina Rico.

Habitación de María Fernanda Catalina Rico.

Termino mi artículo con una escena de Bolaño donde junta la ligereza de la autoridad con su ligereza de prosa, un humor que baja a la realidad oscura para remontar en una indignación y un desprecio por los brazos largos del machismo. Bolaño escribe un chiste misógino y escribe otro y la lista entera, tal como los casos de feminicidios, dice nombre, apellido, cómo, dónde y parece que repite, en un listado que hierve:

A esa misma hora los policías que acababan el servicio se juntaban a desayunar en la cafetería Trejo’s, un local oblongo y con pocas ventanas, parecido a un ataúd. Allí bebían café y comían huevos a la ranchera o huevos a la mexicana o huevos con tocino o huevos estrellados. Y se contaban chistes. A veces eran monográficos. Los chistes. Y abundaban aquellos que iban sobre mujeres. Por ejemplo, un policía decía: ¿cómo es la mujer perfecta? Pues de medio metro, orejona, con la cabeza plana, sin dientes y muy fea. ¿Por qué? Pues de medio metro para que te llegue exactamente a la cintura, buey, orejona para manejarla con facilidad, con la cabeza plana para tener un lugar donde poner tu cerveza, sin dientes para que no te haga daño en la verga y muy fea para que ningún hijo de puta te la robe. Algunos se reían. Otros seguían comiendo sus huevos y bebiendo su café. Y el que había contado el primero, seguía. Decía: ¿por qué las mujeres no saben esquiar? Silencio. Pues porque en la cocina no nieva nunca. Algunos no lo entendían. La mayoría de los polis no había esquiado en su vida. ¿En dónde esquiar en medio del desierto? Pero algunos se reían. Y el contador de chistes decía: a ver, valedores, defínanme una mujer. Silencio. Y la respuesta: pues un conjunto de células medianamente organizadas que rodean una vagina. Y entonces alguien se reía, un judicial, muy bueno ése, González, un conjunto de células, sí, señor. Y otro más, éste internacional: ¿por qué la Estatua de la Libertad es mujer? Porque necesitaban a alguien con la cabeza hueca para poner el mirador. Y otro: ¿en cuántas partes se divide el cerebro de una mujer? ¡Pues depende, valedores! ¿Depende de qué, González? Depende de lo duro que le pegues. Y ya caliente: ¿por qué las mujeres no pueden contar hasta setenta? Porque al llegar al sesentainueve ya tienen la boca llena. Y más caliente: ¿qué es más tonto que un hombre tonto? (Ése era fácil.) Pues una mujer inteligente. Y aún más caliente: ¿por qué los hombres no les prestan el coche a las mujeres? Pues porque de la habitación a la cocina no hay carretera. Y por el mismo estilo: ¿qué hace una mujer fuera de la cocina? Pues esperar a que se seque el suelo. Y una variante: ¿qué hace una neurona en el cerebro de una mujer? Pues turismo. Y entonces el mismo judicial que ya se había reído volvía a reírse y a decir muy bueno, González, muy inspirado, neurona, sí, señor, turismo, muy inspirado. Y González, incansable, seguía: ¿cómo elegirías a las tres mujeres más tontas del mundo? Pues al azar. ¿Lo captan, valedores? ¡Al azar! ¡Da lo mismo! Y: ¿qué hay que hacer para ampliar la libertad de una mujer? Pues darle una cocina más grande. Y: ¿qué hay que hacer para ampliar aún más la libertad de una mujer? Pues enchufar la plancha a un alargue. Y: ¿cuál es el día de la mujer? Pues el día menos pensado. Y: ¿cuánto tarda una mujer en morirse de un disparo en la cabeza? Pues unas siete u ocho horas, depende de lo que tarde la bala en encontrar el cerebro. Cerebro, sí, señor, rumiaba el judicial. Y si alguien le reprochaba a González que contara tantos chistes machistas, González respondía que más machista era Dios, que nos hizo superiores. Y seguía: ¿cómo se llama una mujer que ha perdido el noventa y nueve por ciento de su coeficiente intelectual? Pues muda. Y: ¿qué hace el cerebro de una mujer en una cuchara de café? Pues flotar. Y: ¿por qué las mujeres tienen una neurona más que los perros? Pues para que cuando estén limpiando el baño no se tomen el agua del wáter. Y: ¿qué hace un hombre tirando a una mujer por la ventana? Pues contaminar el medio ambiente. Y: ¿en qué se parece una mujer a una pelota de squash? Pues en que cuanto más fuerte le pegas, más rápido vuelve. Y: ¿por qué las cocinas tienen una ventana? Pues para que las mujeres vean el mundo. Hasta que González se cansaba y se tomaba una cerveza y se dejaba caer en una silla y los demás policías volvían a dedicarse a sus huevos. Entonces el judicial, exhausto de una noche de trabajo, rumiaba cuánta verdad de Dios se hallaba escondida tras los chistes populares. Y se rascaba las verijas y ponía sobre la mesa de plástico su revólver Smith & Wesson modelo 686, de un kilo y casi doscientos gramos de peso, que hacía un ruido seco, como el de un trueno oído en la lejanía, al chocar contra la superficie de la mesa, y que lograba atraer la atención de los cinco o seis policías más cercanos, quienes escuchaban, no, quienes divisaban sus palabras, las palabras que el judicial pensaba decir, como si fueran espaldas mojadas perdidos en el desierto y divisaran un oasis o un poblado o una manada de caballos salvajes. Verdad de Dios, decía el judicial, ¿Quién chingados inventará los chistes?, decía el judicial. ¿Y los refranes? ¿De dónde chingados salen? ¿Quién es el primero en pensarlos? ¿Quién el primero en decirlos? Y tras unos segundos de silencio, con los ojos cerrados, como si se hubiera dormido, el judicial entreabría el ojo izquierdo y decía: háganle caso al tuerto, bueyes. Las mujeres de la cocina a la cama, y por el camino a madrazos. O bien decía: las mujeres son como las leyes, fueron hechas para ser violadas. Y las carcajadas eran generales. Una gran manta de risas se elevaba en el local oblongo, como si los policías mantearan a la muerte. No todos, por supuesto. Algunos, en las mesas más distantes, refinaban sus huevos con chile o sus huevos con carne o sus huevos con frijoles en silencio o hablando entre ellos, de sus cosas, aislados del resto. Desayunaban, como si dijéramos, acodados en la angustia y en la duda. Acodados en lo esencial que no lleva a ninguna parte. Ateridos de sueño: es decir de espaldas a las risas que propugnaban otro sueño. Por contra, acodados en los extremos de la barra, otros bebían sin decir nada, no más mirando el borlote, o murmurando qué jalada, o sin murmurar nada, simplemente fijando en la retina a los mordelones y a los judiciales. (p. 730)

Es ese “no pasa nada” en los actos misóginos pequeños, sumado a la falta de reacción de la parte de la sociedad que cree que eso no le va a pasar, porque muy probablemente no le va a pasar y así crece y se infla esa indiferencia en los gestos, en los chistes, en la actitud equivocada, que luego provocan la psicología torcida de individuos y el promedio de nueve asesinatos a mujeres por día. Bolaño habla de esa simpleza adulterada, de esa sencillez que encapsula conflictos en el flujo de conciencia de un personaje:

Podría escribir un tratado sobre los resortes secretos de la sentimentalidad de los mexicanos. Qué retorcidos que somos. Qué sencillos parecemos o nos mostramos ante los demás y en el fondo qué retorcidos que somos. Qué poquita cosa que somos y de qué manera tan espectacular nos retorcemos ante nosotros mismos y ante los demás, los mexicanos. ¿Y todo para qué? ¿Para ocultar qué? ¿Para hacer creer qué? (p. 790)

Miguel de Unamuno dijo que a veces, el silencio es la peor mentira. Las manifestaciones lo están rompiendo desde un lado que otros lo catalogan como extremista y no un problema de todos.

Texto: Fernanda Ballesteros (Hermosillo, 1991). Ha publicado Arigatou goza-y-más (Elefanta) y artículos en VICE y en Capitel.

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