La novela en pantuflas, la sátira de una novela sería el relato que no puede moverse, estancado en su inercia, su timidez, su ambigüedad, su sinrazón, su indefinición constante, su «querer ser y no atreverse»; mientras la novela moderna toma el yelmo, lanza y escudo para salir al mundo, defender damiselas en apuros y deshacer entuertos, este tipo novela experimental se vuelve incapaz de salir de su rutina, gira en círculos y tiende a la no concreción y, a diferencia del relato épico, ocurre en un mismo sitio, una referencia es el Tristram Shandy (1759) de Sterne o Los Cuentos de Canterbury (1476) de Chaucer; podríamos mencionar como ejemplo moderno el Finnegans Wake (1939) de Joyce, en donde un lenguaje ha sido forzado a mezclarse con otro para dar lugar a neologismos, a dar sí hasta agotarlo en su polisemia y red de equívocos; destruir un lenguaje, como es la intención de Joyce, equivale a reinventarlo, someterlo a una suerte de reciclaje o refundición de donde sale una obra con un lenguaje nuevo, a la medida e interpretación del lector posible. El neologismo en el lenguaje joyceano se vuelve recurso de vaguedad, vuelve la mirada al lector como cómplice, personaje, autor, demiurgo de sus procesos de lectura. El lenguaje del Finnegans es de palabras y frases abiertas como parábolas, palabras amalgamadas, recién inventadas, humeantes, proteicas y puestas en un ejercicio de contraposición y fundición. Cada palabra aspira a ser algo, ganar status semántico, dar indicios de significación, es un lenguaje se sujeta a los arbitrios del lector, su entorno y su cultura.
Macedonio Fernández, novelista, poeta y filósofo instauró una suerte de teoría novelística —lo cual es decir poco, creo muchas novelas proponen una teoría de novelar— en la cual la lectura estaría hecha de imprevistos, encuentros fortuitos, saltos temporales hacia adelante o hacia atrás del relato, lectura hecha de momentos donde podríamos abrir el libro en cualquier página y proponer un acercamiento personal a la obra. Pero la novela, más que un relato, es la justificación y explicación de la misma, de esa forma la obra parece no llegar a ningún lado, lo impide su justificación ante el lector, se escribe para como quien emprende un viaje a ningún lado y se solicita al lector la compañía en este, una novela que es una teoría de la misma novela supone una firme creencia en las posibilidades de la misma y una participación activa por parte del lector. Macedonio Fernández escribió una obra en estado dinámico y dinamizante cuya formulación estética era la intermitencia, el desorden y la incongruencia. Fernández, en su novela-teoría de la novela hace que, tanto historias como lenguaje se convulsionen con un espíritu joyceano: hay un cortocircuito que funde onírisis con realidad, pretende que la realidad novelada se vuelva una realidad física, propone la polisemia y alude a un nuevo orden semántico, plantea la construcción y deconstrucción del lenguaje, se debate entre el absurdo y la rotundidad lógica y además, confunde al lector con el autor. En la teoría novelística de Macedonio Fernández no es posible que una historia gane concreción o masa crítica, le abrimos la puerta al lector a quien se le ha desnudado el proceso creativo de la misma novela, en un lenguaje cibernético esto sería su código fuente.
Ecos macedonianos, joyceanos, sternianos son reflejados en la novela de Carlos Fuentes, Cristóbal Nonato (1987), aquí el autor sigue el modelo de Tristram Shandy: aplaza indefinidamente el nacimiento del personaje principal porque para nacer es preciso justificarse, explicarse a sí mismo. Esta línea de cuestionamientos hará que el relato camine hacia atrás como buscando su origen y razón de ser del personaje principal. La novela se hace embrión, se retrasa a sí misma hasta que ya no es posible sacarla de ese juego de postergaciones, entonces debe concluir con un no-nacimiento. En la novela de Carlos Fuentes, la historia busca ganar concreción y devenir en trama, no lo permite la distracción, el afán discursivo de querer explicarse, presentarse, dar cuenta del lugar y el tiempo en el que Cristóbal nacerá. Lo que viene después es el desvío y el extravío. Las muchas retrospectivas que son un pretexto de las siguientes. La idea estética de Fuentes es, a través de la parodia, abordar el entorno social, económico, cultural, filosófico, histórico y antropológico en el que se nace como mexicano cuando en un juego de azares del destino con esa nacionalidad y no, por ejemplo, estadounidense; Cristóbal parece nacer hacia su propio pasado y el pasado colectivo de su sociedad, en retrospectiva, analizando su razón de ser en una serie de tramas donde no faltan los esquemas de la novela de pensamiento. Cristóbal nace muerto porque olvida su razón de ser, las verdades que aprende en el vientre que le hubieran dado luminosidad a su propia vida. Nace muerto porque olvida lo aprendido.
La novela macedoniana se concibe como un cimiento para ser edificado por el lector. La novela puede posponerse a sí misma hasta que ya no es posible sacarla de ese juego de postergaciones, de teorías sobre sí misma, de explicaciones —Museo de la Novela de la Eterna se entretiene en cincuenta prólogos previos—; pero también es una obra concebida para salir a la calle y convertirse en una novela abierta donde el lector también participaría como personaje —comparar una influencia macedoniana en un cuento de Cortázar: «Continuidad de los parques»: un lector dentro de texto que lee el mismo texto que leemos; o bien, en los cuentos de Borges: la mayoría habla de Borges leyendo—. Esta escritura dinámica y dinamizante esperará sucesos y los descubrirá del lado del lector en una colaboración mutua con el texto, toda esa teoría novelística es una invitación constante: se habla de prólogos, de novelas proyectadas, de argumentos. No es infrecuente ver proyectos de novelas dentro de las mismas novelas o simples esbozos de la misma como si fueran invitaciones a autores posibles capaces de tomar la estafeta de la obra esbozada en unas cuantas líneas donde se describen sus posibles características. Podría ser una coincidencia pero, he notado que La vida instrucciones de uso (1978) de George Perec se parece mucho al argumento de una obra que yo vi bosquejada, formulada o imaginada en una sola línea de La verdadera vida de Sebastian Knight (1941) de Vladimir Nábokov, desde luego, eso es pura especulación ociosa de mi parte. La teoría de la novela macedoniana va más allá de promover la escritura de otra obra, busca que la novela tenga vida, que sea escrita por sus mismos personajes, que se ejecute a sí misma. Una novela así sólo puede concebirse como una protonovela o novela inexperta, una anti-novela y, al fin y al cabo, una nueva forma de novelar. La intención de Macedonio Fernández era la promoción de una actitud que suspendiera la incredulidad del lector para confundir de manera intencional realidad sensible con realidad novelada. La influencia que ejerció Macedonio Fernández sobre escritores como Julio Cortázar y Jorge Luis Borges es fundamental: la idea de un relato a saltos —como en el caso de Rayuela, 1963—; una obra que mediante el recurso del azar o las combinaciones pudiera mutar y convertirse en otra —influencia notoria en «La biblioteca de Babel», 1941—, la empatía con un texto ajeno que nos llevará a reescribirlo nosotros mismos palabra por palabra —tal como en «Pierre Menard, autor del Quijote», 1939—, el truco de confundir planos de ficción distintos y trastocar las nociones de realidad y fantasía —como en el citado cuento de Cortázar—; todas estas estrategias narrativas ya están como germen en la obra macedoniana.
Ricardo Piglia hace de su novela La ciudad ausente (1982) en definitiva, uno de los ecos macedonianos más notorios sobre la influencia de este escritor, se advierte en su lectura la influencia tanto de Macedonio Fernández, como de James Joyce, Roberto Arlt y Jorge Luis Borges. Piglia celebra estas influencias como un recurso para volver la mirada a su tradición literaria. En La ciudad ausente retoma el procedimiento macedoniano de confundir planos distintos de una misma realidad, enriquecer y falsear las versiones de un mismo argumento, desviar o extraviar una historia. La intención es narrar y dar la apariencia de que es imposible terminar el relato. Piglia ha explicado que «la experiencia de errar y desviarse [en un relato] se basa en la secreta aspiración de que la historia no tenga fin».
Pero también hay elementos combinatorios: en la novela de Piglia hay una máquina creada por Macedonio Fernández para contar historias a través del recurso de alimentarse de su propia lengua, una especie de Aleph que por medio de la combinación de frases y palabras trama historias coherentes que con el paso del tiempo llegan a nombrar la realidad tal y como es. Museo y Máquina traman una serie de relatos que son el equivalente verbal y sensorial de una realidad que en un entorno represivo nadie se atreve a describir: regímenes totalitarios, dictaduras, desapariciones, presos políticos, tumbas clandestinas, teorías de complot y conspiración. De ahí que esta sea definida como una novela política ubicada en un entorno distópico. Si el Estado con su aparato retórico y los mass media es capaz de alterar la percepción de la realidad a través del lenguaje, la imaginación literaria concibe esta Máquina como defensa o contraposición de una sensibilidad femenina en un mundo machista y totalitario. Se advierte que no se debe confiar mucho en las sociedades que dividen sus roles entre los sexos y convierten la sana convivencia entre géneros en un duro antagonismo donde mujeres y hombres viven en mundos distintos. Los dos personajes de Piglia, Macedonio y Russo, contraponen su visión artística a las mentiras del gobierno. La voz de esta Sherezada en el magnetófono no es ninguna casualidad cuando su femineidad puede ser revolucionaria y engendradora. Su sueño verbal produce una especie de ars combinatoria que le da voz a los sueños y pesadillas de los desesperados y los débiles, quienes tienen que asumir un silencio incómodo, asfixiante; ahí, en esa voz están las historias que no pueden ser contadas; el relato de la realidad cuando el relato es el equivalente verbal de la experiencia «real».
En la novela de Piglia, las historias de la Maquina de Macedonio nunca terminan de contarse porque son inagotables como la realidad cuando la realidad, como la novela macedoniana, es una obra en constante realización y por momentos no se sabe si la realidad imita a la ficción o viceversa —un referente de este juego de imitaciones es el «Tema del traidor y del héroe» de Borges, 1944—. La historia de la civilización tiene las características de una parodia donde el caballero andante jamás podrá salir de su hacienda en La Mancha para pelear por su doncella, defender a los débiles y redimir a los caídos. Hay revoluciones sociales que pretenden ser definitivas, regímenes políticos que jamás logran su cometido. Sabemos que navegamos en círculos de insatisfacción, de miedo; nada más parecido a la realidad política y social de un país que una tragicomedia política donde nuestros dirigentes, lejos de engendrar la idea de líderes esclarecidos, se parecen más a diletantes como los personajes de Bouvard y Pecuchet (1881), una novela inexperta y paródica de Gustave Flaubert.
Para Macedonio Fernández la novela perfecta sería aquella no concluida, la obra en realización constante. Sabemos que la novela macedoniana no comienza, la inventa el lector y la adecua a sus propósitos, se salta capítulos, borra otros, añade de su cosecha. Pero las teorías macedonianas van más allá, pretenden que la novela sea el doble del mundo y sonsacan al lector para sustraerse de la lógica para perder la creencia en su yo finito. Para Piglia y para Fernández, relato y realidad pueden fundirse en uno solo. La novela es un doble del mundo porque todo relato es la reproducción del orden vivido por los habitantes de la ciudad. Aparece la teoría macedoniana del Belarte que buscaba, a través de la imaginación plasmada en el lenguaje, la reproducción sensorial de la vivencia que pretendía encarnar. Si la vida estuviera hecha sólo de palabras, el relato, según Piglia, sería una réplica de la vida. Sólo la realidad tiene tanta imaginación como el arte combinatorio de la Máquina, Piglia sugiere que incluso el texto que leemos es el resultado de una composición de la misma. Hablar de la ciudad también es hablar del texto que la nombra, del universo lingüístico que la produce ya que hablar de algo también es degradarlo a la semántica de un texto, por eso la ciudad sólo existe en la medida en que es verbalizada.
La ciudad ausente también es la historia del poder de este relato. Vigencia borgeana del texto dentro del texto, intertextualidad e hipertextualidad. Un jardín puede ser un laberinto, un Museo también puede ser una novela. Una biblioteca babélica puede dar una relación de todo cuanto es dado decir en palabras —incluyendo la novela que leemos— un Aleph o cualquier otro objeto mágico pueden ser una suma o compendio de todo el cosmos —hasta el rasgueo de una guitarra puede dar fe de un lenguaje perdido—. Una historia es la desviación o perversión de otra, su revés o su envés; relatos que se encadenan con ideas afines: un amor que lleva al primer amor, lo que nos conduce a un sueño y en ese sueño, un espejo y en ese espejo, un pájaro de metal.
Basta un mono inmortal, o varios según algún matemático, con un tiempo infinito para reproducir los textos de la biblioteca babélica. Basta una Máquina, según el personaje de Macedonio en la novela de Piglia, un traductor perverso, un engendrador de variaciones, para que esta realidad marcada por el lenguaje y este lenguaje tan contaminado de dolor y realidad reproduzca ad infinitum las historias que todos callamos. Esa Máquina traducirá el «William Wilson» de Edgar Allan Poe y lo pervertiría hasta convertirlo en el «Steven Stevensen», texto irreconocible y referencia babélica donde un lenguaje se fusiona con otros y termina engendrando nuevos lenguajes. La Máquina sería un Aleph magnetofónico, una biblioteca aleatoria continua de relatos sonoros. Las historias incluidas en La ciudad ausente serían transcripciones estenográficas de una grabación que a su vez proviene de otra y así sucesivamente. Si cada obra es el germen de otra, según Macedonio Fernández, cada escritor se debe saber un simple precursor, como la Máquina, un simple engendrador de variaciones.
Macedonio crea la máquina como un recurso para vencer el dolor producto de la muerte de su esposa Elena, hasta aquí, tenemos un autor llamado Macedonio Fernández quien escribe una novela llamada Museo de la Novela de la Eterna, la Eterna es Elena Bellamuerte, y otro autor, Ricardo Piglia, quien se inspira en la en las teorías macedonianas y la vida personal de Fernández. A La Eterna, o Elena Bellamuerte —es curioso que Borges nos hable de una «Beatriz Elena Viterbo […] querida y perdida para siempre»—, Piglia la convierte en un robot parlante recluido en un Museo que al mismo tiempo alberga los objetos físicos que son tramados por esta Máquina. En Formas breves (1999), Piglia refiere que a las afueras de la Federación de Box donde asistía a las funciones que se daban ahí, conoció a una mujer que afirmaba estar muerta, hueca por dentro, como si le hubieran sorbido su propia alma; esta mujer alienada, que alternaba sus vagabundeos vendiendo flores que se robaba de un cementerio cercano con estancias esporádicas en el Hospicio y se declaraba macedoniana, llevaba una foto de Fernández prendida de su vestido y un magnetófono con ella. Más tarde, a la muerte de esta mujer, Piglia recibe el magnetófono y descubre dos voces grabadas: una de hombre y otra de mujer. ¿Sería la voz de Macedonio? La idea de una mujer que ha sido despojada de su alma y un magnetófono le da a Piglia la idea de su novela. No es tan extraño que la sinrazón de una mujer se convierta en la fuente de una formulación estética.
En la novela de Fernando del Paso Noticias del imperio la emperatriz mexicana Carlota tiene la palabra para referir la tragedia del corto imperio mexicano que desencadenó la invasión francesa y el fusilamiento del emperador Maximiliano de Habsburgo. En la obra de Fernando del Paso, la emperatriz, ya anciana y loca, recuerda los días del imperio, a ella de damos la palabra, convulsa, distorsionada, delirante si se quiere, pero al fin y al cabo, ese desvarío es una forma de aportar una versión de los hechos, otro punto de vista. Piglia en La ciudad ausente formula ficciones lingüísticas como aquella de los «nudos blancos» donde se habla de nexos entre la genética y un lenguaje primigenio, original y olvidado que hablábamos en el pasado y que está grabado en la concha de las tortugas o en el aleteo de las aves. Nuevamente, ecos borgeanos y macedonianos: las rayas del tigre que dan una relación de Dios y del universo, el rasgueo de la guitarra gauchesca, la comprensión psicótica de que hay una señal en todo.
En esta novela se habla de la Isla del Lenguaje donde las lenguas cambian cada determinado tiempo y el único lenguaje de larga duración es el del Finnegans Wake porque, según los pobladores la isla, está escrito en todos los idiomas. Es un lenguaje universal porque, debido a la polisemia de sus palabras puede tener también todas las significaciones posibles. Todo lenguaje es convencional, fijo por su costumbre y a la vez catalizable —según Roland Barthes, es decir, que puedes lograr que tenga reacciones nuevas o no previstas con anterioridad—, capaz de adquirir todo tipo de contenidos semánticos. Así, el Finnegans Wake, cual biblioteca de Babel se convierte en un libro sagrado. Ya que la realidad es inabarcable no es extraño que no haya lenguaje que pueda contenerla. Un lenguaje de polisemias y neologismos sólo puede aspirar ser un no-lenguaje o bien, un lenguaje definitivo, que sería interpretado como un texto sagrado donde las palabras están abiertas a la interpretación. Piglia sabe que el lenguaje del Finnegans es un lenguaje psicótico en los bordes de la dispersión y la ausencia, una lengua automática tramada desde lo irracional y lo onírico; está hecho de sinsentidos y absurdos, ensoñaciones y asociaciones involuntarias. ¿No parece que por momentos vivimos una realidad de sinsentidos? Molly Bloom, Lucía Joyce, Carlota de Bélgica o la Máquina de Macedonio abordan el monólogo que describe una realidad marcada por el absurdo del mundo.
Las teorías novelísticas de Macedonio Fernández hablan de una fundición o confusión entre sueño y realidad, los personajes de La ciudad ausente parecen vivir en un mundo donde la realidad parece volverse equívoca, ésta parece ser intercambiable por las ficciones públicas, los rumores, las mentiras y las leyendas urbanas. Ausentes las coordenadas que hacen de la realidad lo que es. ¿Qué tan reales son los delirios de persecución o las teorías de complot? ¿Quién engaña a quién? ¿Los policías que se inyectan droga para disimular que son policías y que eventualmente se convierten en drogadictos verdaderos? ¿Los anarquistas que se hacen pasar por policías infiltrados? Todo parece indicar que si vas a Sebastopol y no quieres que se sepa, debes decir que realmente vas a Sebastopol para que los demás piensen que vas Nijni Nóvgorod y si eres anarquista debes decir que eres anarquista para que te confundan con un policía infiltrado y así no te encierren. En esta realidad confusa se puede mentir con la verdad y decir la verdad incluso con nuestras mentiras. Hay mucho de fantasía policiaco-alucinatoria o de juego de espejos wellesiano. La Máquina se ha vuelto un peligro cuando en su arte combinatorio termina por decir la verdad, lo cual es un riesgo para un Estado totalitario capaz de vigilar a sus millones de habitantes a través de cámaras de circuito cerrado. Es entonces cuando se vuelve necesario borrar los relatos que son producto de una combinación aleatoria de datos y expresiones tomadas de la realidad —o hay que silenciar la realidad capaz de tramar semejantes historias—. Hay que callar a esa Máquina que, incluso ha empezado a producir los cuentos borgeanos o la misma novela pigliana que leemos. Ahora estamos en los reinos del universo dickiano: teorías de conspiración por doquier, una maquinaria estatal capaz de instaurar o borrar recuerdos en las personas, personajes con psicosis permanente producto del abuso de las drogas. El espejo stendhaliano que se paseaba a lo largo del sendero por la campiña toscana se ha fracturado por fin. Esta Máquina-Sherezada no parará de contar, la idea es no dejar de hacerlo nunca, será la única manera de vencer la resistencia de cualquier forma de ogro estatal y poder dictatorial.
∗Noé Vázquez (Puebla). Es escritor y ensayista. Cuaderno navaja es su espacio en la pecera. Publica en la revista Crash.mx y otros medios.