David Miklos, además de ser uno de los autores más importantes del país, es un as en la cocina. La combinación entre escritores y la comida puede ser extraña si recordamos que Nabokov comía algunas de las mariposas que coleccionaba, o que Víctor Hugo se zampó la mitad de un buey en su juventud, o que William T. Vollmann publicó en The New Great American Writers Cookbook una receta para cocinar caribú al estilo ártico canadiense. En el caso de Miklos, la conexión entre semas escritura y cocina es, además de admisible, un gran acierto.
La aseveración previa está verificada. Hace unas semanas estuve en la ciudad de México y tuve la oportunidad, después de algunos años sin vernos, de visitarlo. Miklos, su mujer MP y su hija Anna, me recibieron con un banquete que incluía pasta y un asado brutal. Asistió un amigo de la familia llamado Arturo. La charla incorporó la historia de un licor de maíz que bebíamos con timidez al principio y con la esperanza de que la botella fuera eterna al final: Moonshine. Un hallazgo de David que amablemente compartió con nosotros. Este líquido tiene su origen en la época de la Ley Seca de los 20’s. El destilamiento de esta joya etílica se vincula con el crimen organizado y las carreras de coches. Deben probarlo. Por mi parte, al probar el Moonshine, sentí que las latas de cerveza Indio que había llevado para compartir estaban rellenas con obscena agua de alcantarilla. Qué pena. La próxima llegaré con Bacanora.
Esa tarde, intercambiamos novelas. Yo le obsequié Los gatos de Schrödinger y él me entregó Brama, la edición conmemorativa de los 20 años de Tusquets. Uno de mis libros favoritos de DM. Curiosamente, en el epílogo que tiene esta nueva impresión, el autor nos explica que trabó amistad con un tipo llamado Bela, justamente como uno de los personajes de su libro en cuestión, esto, luego de que el texto hubiera sido publicado. Al hacer la lectura de este apéndice, me doy cuenta, que hay un Bela también en mi libro Kafka en traje de baño. Uno de los kafkas que entraron por Sonora a México tuvo el mismo nombre: Bela Kafka. Así que, brindo con Moonshine, por esta triple coincidencia. Y celebro esta reedición de Brama, con esta reseña que hice algunos años. E inauguro mi columna “El Pez Pelmazo” aquí en la guarida del Pez Banana.
La narrativa de David Miklos, lo confirmamos con la trilogía conformada por La piel muerta, La gente extraña y La hermana falsa, apuesta por el refinamiento de la contemplación. Brama no es la excepción. Ofrece al lector, un breve paseo por la tesitura de la memoria, la historia de una casa que se concibe como un personaje más y que es testigo de un relato endógeno, hermético. No sabemos mucho, apenas se sugiere, de lo que sucede afuera de este hogar que contiene la historia de dos hermanos que, en infinita pugna, se hieren, a veces sórdidamente, otras no tanto.
Brama, a mí parecer, contiene guiños con Risa en la oscuridad de Vladimir Nábokov. En la novela del mexicano, como en la del ruso, hay un triángulo que exuda misterios, un romance a tientas, que se desarrolla en la oscuridad. En la pieza de Nábokov hay un dejo de tristeza, nos conmueve que el personaje principal sea engañado, que su esposa se coja a un tercero en sus narices, aprovechada de su ceguera. En la pieza de Miklos, sin embargo, no hay tal conmoción. Béla, en un salvaje instinto repleto de morbo, ofrece la tentación a su hermano András, pide sesgadamente que el segundo fornique a la esposa del primero.
“Ya en el sótano, en la penumbra, mi hermano mayor formula su pregunta:
-¿Ya te acostaste con Milena?
Mi respuesta es veloz, sin tubeos:
-No sé de lo que hablas.
Y Béla nada más se ríe, remata, suspensivo:
-Pronto será, pronto será…
Las dos novelas, por su parte, son un ejercicio pleno sobre el tema de la soledad. En el caso de la obra que aquí revisamos, no se queda ahí. Se trata de un relato que va destapando la toxicidad humana de cada uno de los personajes y la acción que se va narrando en distintas voces. La rivalidad de los hermanos se va intensificando. El mayor, Béla, el más despiadado, la bestia, ha robado todo lo que ha podido a su hermano menor, András. La usurpación empezó, mucho antes del nacimiento del segundo. Cuando Béla todavía era un pequeño. Su hambre era tan violenta y agresiva que a mordiscos y succiones terribles dejó inservibles las tetas de su madre. András, el destetado, sin oportunidad de amamantarse, afrontará el mundo de otra manera por la distancia física que impone su madre. Así, el más chico crece y atestigua los abusos del mayor. Le meterá los dedos en el sexo a su mejor amiga y lo que será peor: robará a su pretendiente y la volverá su esposa, Milena, la que jamás dejará de sentir un cariño maternal por el más joven y guapo de los dos.
Este libro de Miklos es una urna. La misma urna en la que descansan los padres de estos hermanos. La misma urna que está en la estancia, en la sala, de esta casa abandonada, que viene a proyectar el deterioro de una familia que se fue apagando con el tiempo y que revive en las páginas de este volumen. Esta novela es una de esas vasijas llenas de ceniza en las que reposan los padres, una enciclopedista y un exótico que –nos recuerda a ese personaje en bata de Lolita, del mismo Nabokov. Aquí, en las páginas, el eco de la historia tomará forma, se iluminará, por momentos en que los personajes charlan con el lector, la casa abandonada con la que inauguramos la historia.
Nos encontramos con un relato que se asoma a la pornografía. Está dotado de escenas eróticas. Los personajes, por los cuales sufro una fuerte envidia, están con la verga enhiesta todo el tiempo. El semen cae, circula, se desliza por todas partes. El sexo es fundamental, con él, los personajes conectarán unos con otros, crearán los nexos del odio y el amor, ahora sí que a vergazos. Podría decirse que la novela no da tregua hasta que súbitamente aparecen las voces de los antiguos propietarios de esa casa en ruinas: Tibor y Moira, los padres de este par de toros sexuales, que ofrecen un respiro sentimental, una parte sensible en la narración. Su historia de amor, la forma en que se conocen es simpática y uno empieza a tener confianza en la humanidad otra vez. Pero eso no dura mucho. La precocidad de András en la estructura anecdótica, digamos. El hombre, que parecía el más dulce de todos, muestra su espuela, su verdadera naturaleza, se trata del patriarca de las vergas, que sumido en el tedio, sentirá pereza incluso por sus hijos. Pereza por todo, excepto por alimentar el cuerno brutal que posee entre las piernas y que busca, sobre todas las cosas, atormentar el coño, el culo, de su esposa Moira, la marchita, a la que incluso ofrecerá mantequilla para lubricar su seca entraña.
Brama es una novela sinceramente cautivadora. Tiene dos costados: el primero demarcado por la sexualidad de sus personajes, que invita a los lectores a la masturbación (personalmente, debo decir que con sólo el título y la imagen de portada me sentí muy invitado a la primera puñeta, así que no se acerquen a mi ejemplar, o se llevarán ingratas sorpresas, sus páginas han librado una épica batalla para no permanecer pegadas para siempre). El segundo, por otra parte, es una reflexión sobre la nostalgia, el tiempo, la soledad, con un final shakespeariano. La virtud descriptiva de David Miklos le otorga a esta narración un carácter casi fílmico. Sucede que por momentos pensamos que estamos frente a una película. Así viene el inicio que no le pide nada a Luz Silenciosa del director Carlos Reygadas. Así las cosas con Brama: una escena que desde lejos se acerca a la loma en la que se encuentra un triste hogar, y luego sigue acercándose, los vestigios a su alrededor desean contar una historia, luego están las voces, encapsuladas, impregnadas en los rincones quemados, y más adelante la contemplación casi microscópica de los impulsos humanos, un vistazo o una radiografía a estos individuos, que a contra luz se parecen demasiado a nosotros.