«Por el arte de la memoria con el que ha evocado los más incomprensibles destinos humanos y descubierto el mundo real de la ocupación nazi en Europa», así justificó en 2014 la Academia Sueca el galardón del Nobel al escritor francés Patrick Modiano (1945), un autor caracterizado por una modestia a prueba de los premios más grandes (como el Goncourt, el Roger Nimier, el Feneón). Bastante reacio a emprender viajes y cambios de domicilio, ha preferido habitar distintos suburbios parisienses como si París fuera un país en sí mismo, un inagotable mar de historias difusas y soterradas que persigue vagabundeando de barrio en barrio.
Lo imagino por alguna banqueta asomado a una cafetería o atisbando en una librería de viejo y pensando en las historias de los individuos que están dentro de ella. Lo veo reflexionando sobre la forma en la que, con el paso de los años, los rostros de los desconocidos terminan por parecernos extrañamente familiares, como si los hubiéramos visto antes, tal vez piensa que pudo encontrarse con ellos en otros tiempos, en otras circunstancias, o tal vez tuvieron alguna relación ya sea directa o indirecta con él. Es posible que aproveche sus periplos para meditar sobre la forma en la que la distancia falsifica nuestras memorias, o las reinventa para luego quedarnos con una impresión rota, mistificada por la bruma que trae aparejada el recuerdo. Tal vez reflexiona acerca los hilos conductores que relacionan una persona con otra, o en las distintas historias que parecen entrelazarse. Mientras camina por las calles parisienses, conjetura ciudades posibles que destruyó el tiempo y cambió la guerra, fachadas de casas que ya no existen porque las absorbió el progreso. París alberga detrás de sí otras ciudades que algunos no podemos ver. Afirma en Dora Bruder (1997):
«Tengo la impresión de ser el único en establecer el vínculo entre el París de aquel tiempo y el de hoy, el único que se acuerda de todas esas minucias. En algunos momentos, el vínculo se adelgaza y está a punto de romperse; pero algunas noches la ciudad de ayer se me aparece con reflejos furtivos detrás de la de hoy».
Modiano quiere recordar una época que no vivió, a la que llegó demasiado tarde. Nació en 1945 pero sus novelas relatan el mundo perdido de la Ocupación Nazi en París. De inmediato se advierte que Modiano «nació» como escritor tomando una memoria ajena que él considera que le incumbe. Las temáticas vertidas en su novelística reflejan constantemente esa época, tal vez como una obsesión derivada de su entorno familiar: una madre, actriz de profesión, demasiado reacia a mostrar sentimientos a su hijo; un padre destinado a llevar una vida al margen de la ley, siempre distante; un hermano, Rudy, quien murió muy joven y cuyo recuerdo perseguirá siempre al autor. Una manera de familiarizarle con la forma en la que usa la primera persona para viajar al mundo de la ocupación alemana es leyendo Los bulevares periféricos (1972), novela que refleja la vida de un grupo de desclasados, trapicheros y extorsionadores que aprovechan el caos de la guerra para ganar un poco de dinero. En ese ambiente enrarecido, el personaje principal, Alexandre, ayuda a su padre a embaucar a coleccionistas incautos o bibliófilos inexpertos. Modiano lamenta no dar un mejor pedigrí de estas personas, pero son las historias y personajes que prefiere por que vienen como sombras, como presencias vagas y entrañables. Son de una ternura que nos hace querer ser partícipes de su desarraigo, su vagancia y muchas, veces, de sus crímenes y pecados. Son presencias que circulan en la suma de sus pequeñas obras que rondan entre las 160 y 200 páginas cada una que, reunidas, formarán un cosmos que le da preponderancia a lo sombrío y lo inconfesable, una especie de Commedia grisácea que en este caso, tendría como énfasis la visita al Purgatorio.
Cuando escribió su primera novela, El lugar de la estrella (1968), Modiano estaba poniendo de una forma una tanto sarcástica, festiva y estrambótica los cimientos de lo que serían sus temáticas y sus obsesiones recurrentes que lo hacen referir detalles de su vida personal, de ahí que se le considere un escritor de autoficciones. En sus primeras obras, que forman la Trilogía de la Ocupación, se advierte ese mundo caótico en el que abundan los negocios turbios, las especulaciones con artículos de lujo, o la escasez constante sufrida por sus protagonistas que tienen que sobrevivir a menudo traicionando sus propias creencias, o reforzando las que ya se tienen. Pero para entender a Modiano hay que tomar en cuenta que todo empieza, no con los años oscuros y vergonzosos de la ocupación alemana en Francia, sino de más lejos, de esa suma de estereotipos y prejuicios que han señalado una raza y una religión. Tiene relación en el eterno problema judío, hay que rastrearlo en el mismo guetto de Varsovia y en esa maraña de entrecruzamientos culturales que le dieron forma a Europa. Temáticas que il professore Umberto Eco habría de convertir en relato de intriga política y policíaca en El cementerio de Praga (2010), en donde se indaga profusamente todo un entramado de conspiraciones para convertir a los judíos en enemigos. O tal vez, remontarnos al siglo XIX con el Caso Dreyfus y el J’accuse! (1884) de Émile Zola y compañía. En El lugar de la estrella, el personaje principal es un judío de nombre Raphäel Schlemilovitch que verbaliza su mundo de forma arrebatada para convertirlo todo en una farsa. Raphäel parece vivir a medio camino entre el contubernio con los invasores alemanes y la rebelión, para terminar burlándose de ambas posturas, todo desde una visión carnavalesca y bromista en medio de la locura que engendra la guerra. Para el personaje de Modiano, ser judío es serlo todo y al mismo tiempo nada: miembro de la Gestapo, cómplice de los invasores, amigo de Göering o de Hitler, íntimo de Eva Braun o bien, inseparable de personajes de la más rancia nobleza francesa que pueden rastrear su ascendencia hasta Leonor de Aquitania. El personaje no parece definirse: a veces es partidario de los nazis, en ocasiones es hostil a ellos. Ser judío consiste también en dejar de serlo algunas veces y otras, transformarse en algo más: tratante de blancas, informante de la policía, estudiante del Liceo Francés y siempre, un ávido e insaciable esnob que presume ser más francés que los mismos franceses. Como un gran gesticulador, busca ser todo lo que es dable ser, incluyendo ser judío.
«Soy judío», parece gritar a cuatro vientos y al hacerlo se burla de los estereotipos y los malos entendidos respecto a este grupo étnico, social, religioso. Esa postura sarcástica lo hace recapitular esa suma de confusiones y resentimientos que castigó a una raza para luego desaparecerla del mapa de Europa en esos vagones que se dirigían a Belzec o Treblinka. El personaje prefiere hablar con ironía y sarcasmo sobre la supuesta conspiración judaica, la avaricia sin fin, el pan ázimo rociado con sangre de niños recién nacidos, la presencia funesta del Judío Errante, el Protocolo de los Sabios de Sión (1902), la obras falsarias de Eugenio Sue, los tejes y manejes del capitalismo judío internacional (y su contraparte bolchevique)… y otras tantas patrañas de la literatura sensacionalista.
Cuando uno lee El lugar de la estrella se da cuenta de lo imposible que resulta despojarnos de la malicia de ver en cada hombre o en cada mujer las huellas de una raza, de una religión, o de los antecedentes culturales y sociales que forman una personalidad. El personaje de Modiano quiere fundirse con el ambiente que le rodea, ser Otro y lo Otro como una especie de camaleón humano, una clase de Leonard Zelig (si pensamos en el personaje creado por Woody Allen, quien logró intuir ese desarraigo y búsqueda de identidad que es propio de un grupo social que tiene emigrar constantemente). Es como el Odiseo del poema homérico que se llama Nemo, cuyo significado es «nadie», como una forma de decir que la identidad es secundaria. Imposible pensar en un ser humano sin adjetivos porque, para que haya un Schlemilovitch tiene que haber una suma de pogroms, una historia del judaísmo, una Shoah, una tradición inagotable de odio, una ocupación alemana en Francia, una Gestapo, un Himmler, un Heydrich y un cabo del ejército llamado Hitler, a quien, un buen día le dio por conquistar toda Europa. Y es la identidad la que nos sofoca, es nuestra cultura la que nos pone en estado de sitio. Es la raza la que nos pone el estigma: ser un meteco, un extraño, un animal con cuernos, un banquero de apellido «Israel», o un pobre buhonero que vende castañas en las noches frías de Praga pero que también sabe citar a Heidegger y Marx si es necesario.
Pero ser judío en Europa, también es, de alguna manera, ser un agente doble en algún punto de la historia. Para empezar, se tiene que buscar la forma de no perder la identidad, la lengua, la religión y las costumbres en un entorno extraño en el que hay que dominar como mínimo dos idiomas. ¿Y si pensamos en el yiddish, o en el español ladino, o el hebreo? Tal vez más, entonces. Luego, pasar desapercibido entre los gentiles desempeñando alguna actividad, de preferencia lo más lucrativa posible para poder untarle la mano a autoridades antisemitas que se hacen de la vista gorda cuando es necesario o para financiar a los nobles y aristócratas, quienes, ya instalados en la molicie, han olvidado la noblesse oblige que trae aparejada su condición. Y si pretendemos ser judíos cultos, hay que dominar el alemán o el francés. Hay que asimilar una cultura extraña para entender una realidad fluctuante en donde siempre se es un peregrino, pero también, con la oportunidad de incidir con cierto genio para modificar la historia del pensamiento. Y todo para que algún hebreo pueda convertirse en un Rainer María Rilke, en un Franz Kafka, en un Elías Canetti, en un Stefan Zweig, o bien, en un francés de ascendencia judeo-italiana de nombre Patrick Modiano. Pero el judío modianesco también busca, a través del deseo de participar de todas las identidades, desaparecer en ellas para llegar al grado cero de su propia personalidad. La Historia de la civilización humana parece decirnos que todo judío es un «agente infiltrado» que por momentos no quiere serlo.
Para terminar, Schlemilovitch, luego de pasar un tiempo con judíos de ultraderecha en Tel Aviv, recibe un balazo, para después acabar en el diván del doctor Sigmund Freud, engendrador de mitos científicos y «médico brujo de Viena» quien trata de convencerlo de que el judaísmo no existe, esta falsa idea de raza o nación es un simple y moderado padecimiento mental: «neurosis judaica», «paranoia yiddish». Ya está. Asunto resuelto. Los judíos no existen y cada quien puede retirarse tranquilo a sus respectivas casas que aquí no pasó nada. Schlemilovitch afirma sentirse cansado, muy cansado. Y no es para menos, su desarraigo parece ser una larga espera en donde la vindicación nunca se presenta.
Esa obsesión por la identidad es también explotada en novelas como Calle de las tiendas oscuras (2007) en donde el personaje principal Guy Roland, quien trabajó durante algunos años en una agencia de detectives, decide cierto día ir tras el rastro de su propio pasado en busca de respuestas sobre su propia personalidad ya que, luego de padecer amnesia, no recuerda ni siquiera su nombre real. La búsqueda gradual y constante de su pasado tendrá la función de dar sentido a la vida del personaje principal. Las respuestas deseadas, las claves de su personalidad, habrán de revelarse poco a poco como cartas puestas boca abajo que lentamente se voltean para darnos una serie de pistas que convierten el misterio de una persona en algo mucho más grande y complejo. Modiano apela a la curiosidad del lector que acompaña la narración en la que gradualmente se va desenmarañando la identidad del protagonista a través de un periplo que lo llevará a complicar aún más ese misterio. Si antes era el empleado de una agencia de detectives, la indagación del misterio de su pasado lo conducirá a un viaje que lo vinculará con muchas personas en una red de afectos e interrogantes que parece no tener solución.
La memoria nos dice quienes somos, nos otorga una suma de códigos con los que nos presentamos, nos vuelve concretos y reales. Su ausencia nos hace etéreos, fantasmales; somos huellas que se borran y desaparecen sin dejar rastro, «como lágrimas en la lluvia», si pensamos en los androides de Phillip K. Dick en la cinta de Ridley Scott, Blade Runner (1982). Desentrañar el misterio de una vida es imposible: quedan las oquedades, las intrigas que determinan el destino de una persona, el misterio que envuelve cada ser que aparece en nuestras vidas y luego desaparece para convertirse en olvido. Sin un pasado del que pueda hacer acopio, Guy Roland termina por convertirse en un detective, su oficio le permite adquirir un arte que pueda ser utilizado en la investigación más importante de su vida, encontrase a sí mismo desde su origen. Así, revisa fotografías, entrevista personas desconocidas, hace toda clase de pesquisas en varios lugares del mundo. «Yo podría ser cualquiera», piensa, es cosa de saber quién. Así lo expresa el personaje:
«Hutte me citaba, por ejemplo, a un individuo a quien llamaba “el hombre de las playas”. Aquel hombre se había pasado cuarenta años de su vida en playas o al borde de piscinas, charlando amablemente con veraneantes u ociosos acaudalados. En las esquinas y en los segundos planos de miles de fotos de vacaciones aparece en traje de baño en medio de alegres grupos, pero nadie podría decir ni cómo se llamaba ni por qué estaba ahí. Y nadie se fijó en que un día desapareció de las fotos. No me atrevía a decírselo a Hutte, pero creí que “el hombre de las playas” era yo. Por lo demás, no se habría extrañado si se lo hubiera confesado. Hutte repetía siempre que, en el fondo, todos somos “hombres de las playas” y que “en la arena —cito sus propias palabras— no dura más que unos segundos la huella de nuestros pasos”».
Seguir estos pasos equivale a resolver un drama que incluye el destino misterioso y a un tiempo adverso de ciertas personas que conoció y ciertos hechos que van saliendo a la luz poco a poco: su supuesta pareja Denise, por ejemplo, quien cruzó misteriosamente la frontera con Suiza, para nunca más volver a verla, sus contactos con una embajada extranjera, sus gestiones para cruzar la frontera y escapar, o su amigo Freddie, quien puede darle la pista definitiva. Cuando pienso en esta novela no puedo evitar recordar otra de Vladimir Nábokov: La verdadera vida de Sebastian Knight (1959), la cual, más que resolver el enigma de una personalidad parece entrampar al lector con la idea de que Sebastian Knight, puede ser cualquiera: el narrador, el autor, el lector, o bien, el mismo Sebastian Knight. Al final no se presenta una respuesta sino que se enuncia una interrogante. La identidad también puede ser intercambiable. Sirva esta carta de despedida del personaje para enunciarlo:
«Mi querido Hutte: me voy de París la semana que viene, a una isla del Pacífico en donde hay alguna probabilidad de que vuelva a encontrar a un hombre que me dará informaciones de lo que fue mi vida. Por lo visto, es un amigo de juventud.
Hasta ahora, todo me ha parecido tan caótico, tan fragmentario… Retazos, briznas de cosas me volvían de repente según investigaba… Pero, bien pensado, a lo mejor una vida es eso…
¿Se trata de la mía efectivamente? ¿O de la vida de otro, dentro de la que me he colado?».
Si Calle de las tiendas oscuras es una reflexión sobre la identidad, Dora Bruder es la investigación de un destino trágico compartido por muchas personas durante la guerra. La indagación del destino de Dora Bruder conduce al autor a describir minuciosamente la ciudad y un laberinto de oficinas burocráticas semejantes a guardianes del olvido, encargados de que todo quede bajo el polvo. Modiano narra esa búsqueda emprendida en 1996 y para describirla utiliza los recuerdos de su niñez y su juventud en distintos suburbios parisinos. También evoca a las personas arrastradas por ese apocalipsis de la guerra que segó la vida de tantas personas hoy olvidadas. Modiano tiene esa característica: rastrea el pasado, pero no a través de una historiografía que engrandece ciertos nombres y desdeña otros, sino mediante humildes pesquisas que lo conducen a la verdad. Abre constantemente ciertos capítulos muchas veces incómodos.
Modiano se dio cuenta desde muy joven, en la década de los sesenta, que aquellos pequeños contratiempos como ser conducido a la comisaria por un furgón celular (anécdota que reinventa en Los bulevares periféricos y Dora Bruder), ser interrogado como un delincuente por un comisario de policía y todas aquellas pequeñas molestias experimentadas no eran más que «parodias», representaciones inocuas de eventos que en otros tiempos conducían a miles de personas a campos de concentración; situaciones que en aquella época había experimentado mucha gente hasta los límites infernales del sufrimiento, del dolor, del castigo infligido por una vorágine histórica que arrastraba a individuos hacia la tortura, la muerte, y esa segunda defunción que es el olvido. Por eso Modiano (cuyo padre era un delincuente quien, para sobrevivir en la clandestinidad, realizó toda clase de actos de dudosa moralidad) sabe justificar la mentira, el robo, el engaño; se siente solidario con las personas que llevan pasaportes falsos o desvalijan una casa con la esperanza de escapar de esa realidad sórdida de la guerra. Decir que Modiano «transmigra» hacia otros es referir una característica común de todos los escritores pero también es decir una verdad. El autor sabe que es mejor aprender a sobrevivir como un proscrito que trafica para el mercado negro, que sencillamente, dejarse arrastrar a un Lager. La guerra vuelve comprensible muchos de nuestros pecados, incluyendo el robo.
En un principio refería ese París del que Patrick Modiano no sabe salir ni siquiera con invitación, y a ese París de la memoria de Modiano en la década de los sesenta (de donde parte para situarse en el mundo de la Ocupación a principios de los cuarenta) se regresa con estrategias propias de la literatura. Para empezar a recordar París es preciso describirlo minuciosamente, señalando sus puntos cardinales, sus monumentos; pero también, convertir la ciudad en un «efecto personal» que adquiere valores distintos porque acogió y fue testigo de ciertos habitantes, de ciertos momentos, fue «intervenida» con un suceso, fue testigo de ciertas realidades: del hambre, del sufrimiento, del frío de sus habitantes. Sus banquetas, sus paseos, sus bulevares, sus cafés, sus restaurantes, sus edificaciones, sus parques, sus negocios, su río Sena…, cada vez que éstos son referidos es para hacerle espacio a un fantasma. Todo tiene una identidad y un lenguaje cuyos rumores debe escuchar un autor. De hecho, la misma palabra en su etimología, auctor y augere nos remite al arte, no de reproducir de acuerdo a cierta tradición, sino de añadir, completar, mejorar, agrandar. La ciudad colmada de memoria se vuelve triste porque cada puerta alberga una despedida, cada calle refiere un drama, cada banqueta evoca un pensamiento doloroso, cada bulevar nos asalta con cierta nostalgia y cada parque nos ubica en la espera angustiosa e interminable de alguien que no llegará porque fue apresado por la Gestapo, conducido a Brancy, luego a la prisión de Tourelle y por último, al Infierno, que tiene por nombre Auschwitz.
Los personajes de Modiano son etéreos, grisáceos, fantasmales, reiteran esto: «Vivimos tiempos difíciles, son tiempos extraños, nos hemos quedados solos en la ciudad, habitamos casas que no son nuestras, sobrevivimos como las ratas en la espera de algo, tal vez un pasaporte falso que nos lleve a cruzar la frontera con Bélgica. Hemos conocido a muchos que no lo han logrado, desaparecieron, tal vez ahora sean más felices, tal vez ya estén muertos. La guerra cambió tanto las cosas». La obra de Modiano invoca una realidad que se quedó suspendida, volver a dialogar con la esencia de lo que fue alguna vez una presencia tangible, lo que hoy es nada, simples jirones de recuerdo. Es indagación de memoria, destinos e identidades. De eso está hecha su obra. Con los mismos materiales con los que se construye la vida.
∗Noé Vázquez (Puebla). Escritor y ensayista. Cuaderno Navaja es su espacio en Pez Banana.