El libro que más disfruté durante todo este atípico año se llama Poeta chileno (Anagrama, 2020) y lo escribió (cómo no) un poeta chileno llamado Alejandro Zambra (Santiago, 1975). Cabe aclarar que se trata de una novela y no de poesía (aunque sus páginas están infestadas de poetas).
Un libro es ante todo un estado de ánimo y creo que esta historia me trasmitió la vibra precisa que necesitaba en estos tiempos. Resulta que en medio de este Apocalipsis zombie covideño lo necesario era justamente el tono de socarrona melancolía que impregna esta historia. Siempre se agradece la risa, y los personajes de Poeta chileno me hicieron reír muchísimo. Vaya, es una salvaje declaración de amor a la poesía y a la vez una divina sátira, pues Zambra se pitorrea (imposible no hacerlo) del mundo de los poetas, de sus aferres, afanes y pretensiones. Sí, es posible (y muy sano) burlarte de aquello que amas. Lo más chingón, ni duda cabe, fue el tono conseguido por el autor para narrarnos ésta que es, al fin y al cabo, solo una historia de amor, desamor e ilusiones absurdas. Un relato de familia, de filia paternal y educación sentimental con el intrincado y tragicómico mundo de los poetas como telón de fondo. No hay crímenes ni tinieblas o densidades ontológicas, pero sí una buena dosis de lindo cachondeo. Por fortuna no hay tampoco ni pizca de cursilería. Los personajes, en cualquier caso, son buenísimos. Con Zambra me pasó algo atípico. Había leído hace algunos años Formas de volver a casa y me había aburrido terriblemente. El típico y patético caso de un narrador “post- un chingo de cosas”, pensé en ese entonces. Es raro que dé una segunda oportunidad a un autor que en la primera me resultó fallido, pero el chileno se reivindicó con sus ensayos compilados en el volumen No leer y con Poeta chileno. De plano, me voy ampliamente recompensado. Para mí no hay duda: fue por mucho mi libro favorito en lo que va de este largo encierro (y mira que he leído a pasto).
Nuestra parte de noche
Tuve una relación compleja con este libro. Nuestra parte de noche (Anagrama, 2019) me atrapaba y me rechazaba con igual intensidad. Como compañero de viaje fue intermitente, pero siempre estuvo ahí, a lo largo de casi todo el 2020. Lo pepené después de una larguísima caminata en la CDMX a finales de febrero y lo comencé a leer en los lluviosos primeros días del confinamiento que entonces llamábamos cuarentena. Me costó entrar en su atmósfera. Aquello era como esos densos sueños de febrícula en donde trataba de caminar con pies de plomo sin apenas avanzar. Me oprimía la incomprensible y por momentos cruel relación del misterioso Juan con su pequeño Gaspar, una suerte de mórbido Remi. Era como si el libro y yo no nos aceptáramos. He sido un aferrado lector de los cuentos de Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973), pero su fase como novelista de larguísimo aliento me abrumó. El implícito pacto lector-autor estaba tardando en consumarse. Al irrumpir las primeras manifestaciones concretas del horror (la invocación y aparición de un demonio en el cementerio o el primer ritual de la Orden) me quedé con actitud de “no te creo”. Prefería vivir el terror como una intuición o una sospecha y no como una encarnación. La idea de la luz negra mutilando brazos rayaba por momentos en lo kitsch, una sensación como de Santo contra las momias de Guanajuato. Abandoné el libro cuando aún no llegaba a las 200 páginas. Lo dejé reposar un par de meses y después volví, en la mitad del verano. Sucedió entonces que el libro me atrapó e incluso empezó a meterse a mis sueños (soñé con el túnel de los mutilados que pasa por debajo de la mansión de Puerto Reyes). La lectura se tornaba alucinante, aunque por momentos yo acabara agotado, tal como acababa el médium Juan Peterson después de sus sesiones con la Oscuridad. Entonces dejaba el libro unas cuantas semanas y me entregaba a otras lecturas más ligeras. Vaya, en medio de este Apocalipsis zombie mis sentidos pedían más ironía y menos angustias (tal vez por eso disfruté tanto Poeta chileno, de Zambra). Mientras avanzaba en forma intermitente en Nuestra parte de noche, leí muchos otros libros que terminaba en dos sentadas, mientras la novela de Mariana aguardaba siempre al acecho en el buró. Disfruté la parte del Londres psicodélico, las correrías del Gaspar adolescente, los múltiples guiños a las típicas obsesiones de Mariana (andróginos poetas suicidas, textos ocultos, cementerios). De pronto el libro era como un disco de Mercyful Fate o de Type O Negative (mi representación visual de Juan era la imagen de Peter Steele, el gigantón con cara de muerto que cantaba en esa banda). Al final llegué a la página 667 con la sensación de haber atravesado un laberinto de túneles. No cualquiera tiene el fuelle para escribir una novela así. Se requiere condición física y emocional para mantenerle el pulso y la autora casi siempre logra sostenerla. No olvidaré fácilmente este libro, pero aun así prefiero a la Mariana cuentista. Left Hand Path forever.
*Daniel Salinas Basave (Monterrey, 1975). Es narrador. Autor de Bajo la luz de una estrella muerta (FOEM, 2015–Premio Internacional Sor Juana Inés de la Cruz), Días de whisky malo (2016), Vientos de Santa Ana (2016), Predrag (2016), Dispárenme como a Blancornelas (Nitro Press, 2016–Premio de Cuento La Paz), Juglares del Bordo (2018–Premio Fundación El Libro) y El Sámurai de Graflex (2019). Sus cuentos han sido publicados en varias colecciones como: Nada podría salir mal (2017) y Latinoir (2018). Es uno de los escritores más estimulantes del norte de México.