No tendrás rostro (fragmento)

Uno de nuestros escritores favoritos en Pez Banana, David Miklos, ha publicado recientemente título No tendrás rostro (2013). La editorial Tusquets nos ha permitido publicar un fragmento de este libro. Próximamente, tendremos una reseña y quizá una entrevista con el autor. Les recordamos, también, que este miércoles 28 de agosto a las19 horas, Manuel Barroso, Nicolás Cabral y el autor, presentarán el libro en la Librería Rosario Castellanos, en la ciudad de México. Disfruten el primer capítulo:

Según los cálculos de Blumenthal, cada año el mar se aleja de nuestra playa un metro y tres cuartos.
¿Qué es eso de un metro y tres cuartos?, pregunta la Rusa. Tú del sistema métrico decimal no entiendes nada, Blumenthal.

Eso, insiste él. Un metro y tres cuartos de metro, multiplicados por… ¿Cuántos años llevamos ya aquí, Fino?
Cuento con los dedos hasta llegar a veintidós, aunque la pregunta es redundante. Blumenthal comienza a tararear la misma melodía de siempre. La Rusa y yo nos abrazamos.

Sabemos bien, nosotros tres, cuánto tiempo hemos pasado aquí. Nadie hace la multiplicación y todos llevamos la mirada al horizonte, cada año más lejano.
Luego, como si un evento guardara relación con el otro, vemos de reojo la cabaña del Suicida y dejamos que la noche caiga sin decir palabra.

Hoy comienzan los días largos, dice la Rusa y me despierta.

Llevo la mano a su lado de la cama y repaso la sima aún tibia de su ausencia, siento un respingo en la punta del pene, mis testículos se agazapan.
La Rusa mira por la ventana, su cuerpo cubierto por un camisón de tela gastada y traslúcida, hecho del mismo material que las cortinas corridas y amarradas por un mecate, señal inequívoca de que el día ha comenzado. El primer día largo del año. Ya deja de mirarme el culo y levántate, Fino, dice la Rusa y repasa con los dedos el horizonte vertical que separa sus nalgas, conocedora del terco derrotero de mi deseo y mi fascinación por sus generosas formas.

Más tarde, si quieres, me dice. Ahora no. Hoy comienzan los días largos y hay que desempolvar y limpiar y orear la cabaña del Suicida, es todo lo que este momento me deja para pensar.

Blumenthal, escoba en mano, nos espera en el porche de la cabaña.
Ya barrí la arena de aquí afuera, nos dice. Pero no encuentro la llave.
La Rusa se deshace del cordel que rodea su cuello y la llave deja su reposo, liberada del nicho entre sus pechos.
Soy yo el que hace girar la cerradura y luego el pomo. Es la Rusa la que empuja la puerta con la cadera y la abre. Blumenthal es el primero en trasponer el umbral y respirar el aire encerrado de la cabaña abandonada del Suicida, su hermano.

Una vez que estamos los tres adentro, miramos las ventanas clausuradas y los muebles cubiertos por sábanas blancas, la tela idéntica a la de las cortinas, hecha con el mismo material del camisón raído de la Rusa.
Blumenthal deja de tararear la melodía de siempre y suelta la misma pregunta que cada año.

¿Hay alguien en casa?
Nadie, ni siquiera el viento, le responde a Blumenthal, como sucede año con año desde hace veintidós.
El ritual se repite pasado el amanecer del primero de los días largos.

La Rusa nos trae una jícara rellena de vino de tubérculos y la coloca al centro de la cabaña del Suicida. Blumenthal toma tres vasos del trinchador y los desempolva. Yo sirvo el líquido espeso y fresco, alzo un vaso y espero a que ellos hagan lo mismo. Después del brindis, la Rusa clausura la ventana que da a la playa y al mar, cada año un metro y tres cuartos más lejano.

Blumenthal y yo miramos cómo la luz desaparece del muro que el Suicida cubrió de hexagramas y anotaciones en un idioma indescifrable: la lengua con la que comenzó a hablarnos durante sus últimos momentos, hoy, hace veintidós años y tres meses y once días.

La Rusa, borracha, patea el tronco de una palmera. Dame cocos, le exige al árbol.

Blumenthal ríe.
Déjame que yo lo hago, le digo a la Rusa y zarandeo el tronco, me abrazo a la corteza, lo pateo igual.
Caen tres cocos y forman tres pequeños cráteres sobre la arena.
Uno, dos, tres, cuenta la Rusa.
Como los hijos del Suicida, dice Blumenthal.
Y ninguno de nosotros, tres también, sabe cómo interpretar dicha señal, la profecía anual del cocotero.

La Rusa abre las piernas, alza y deja caer el machete sobre el coco, puesto sobre un trozo de tronco empotrado en la arena, lo parte en dos mitades idénticas.
Blumenthal coloca otro coco sobre el tronco mutilado. La Rusa me entrega el machete. Abro las piernas, alzo y dejo caer la falsa guillotina sobre el coco, lo parto en dos mitades idénticas.

Le entrego el machete a Blumenthal. Pero Blumenthal niega con la cabeza. No hace falta, nos dice. Nos bastamos con tres mitades.
Y con una cuarta para el Suicida, pienso yo, pero callo.

La Rusa trae una nueva jícara y vierte el líquido blancuzco en las cuencas de los cocos partidos, aun en la del Suicida, como si me hubiera leído la mente.
La mezcla de agua de coco y vino de tubérculos sabe bien. Nos emborrachamos aún más.

Sin darse la vuelta, Blumenthal se aleja, alza la mano, dice buenas noches y se enreda en la hamaca que cuelga sobre el porche de su cabaña.
La Rusa está sentada sobre mis piernas. Devuelvo el cordel a su cuello, la llave en su nicho de carne. Allí la beso.

La Rusa gira hasta quedar frente a mí, se pega contra mi torso, me coge las manos y las lleva a su trasero.
Ahora sí, Fino, me dice. Hazme.
Mi pene se despereza y, sin mayor preámbulo corro el calzón de la Rusa y entro en ella, clavo la cara entre sus pechos, muerdo la llave.

Y la hago.
La hago larga, morosamente, a la Rusa. Hasta el alba.

Pez Banana