Maten a Darwin (2018)es la primera novela de largo aliento de Franco Félix (Hermosillo, 1981). Se trata de casi 600 páginas que son la culminación de un azaroso proceso que le llevó seis años, desde el momento en que fue concebida, hasta su publicación en la colección Caballo de Troya de Penguin Random House. Se trata de la novela que por estructura y facetas, es la más ambiciosa del autor hasta este momento. Félix describe su proceso de escritura como accidentado y lleno de trabas: archivos que se pierden, unas lap tops que son robadas, pasajes que tienen que reescribirse; capítulos que se olvidan y se recuperan para luego ser desechados. Por casualidad, mientras esperaba que me llegara el ejemplar de MAD, me encontraba leyendo el libro El gen, una historia personal (2016) de Siddhartha Mukherjee, que dedica mucho espacio a Charles Robert Darwin y la mala lectura que hizo de las investigaciones del padre Gregorio Mendel. Menciono este texto porque sus materias de alguna manera nos ponen a tono con los múltiples temas de la obra de Félix: el cerco genético al que están sometidos sus personajes, los errores de secuenciación, el cromosoma extra, la genealogía de la familia Darwin, sus ascendientes y descendientes, o bien, algún pariente como su primo Francis Galton, padre de los movimientos eugenésicos en el mundo, y en cierta medida, alcahuete ideológico del nazismo —ya se verá en la ficción del autor las oscuras relaciones entre la familia del Asesino de Dios y el partido de Hitler, así como la existencia de sectas y sociedades secretas con motivaciones eugenésicas—. En aquel momento ya casi terminaba otro libro tal vez relacionado de manera indirecta con el anterior: El hombre de Neandertal, en busca de los genomas perdidos (2015) de Svante Päävo. Una larga y pormenorizada relación de los procesos científicos que llevaron al autor a secuenciar el genoma de un ser humano extinto —los paleo antropólogos todavía no se ponen de acuerdo con respecto a si el Neanderthalensis era o no era uno de los nuestros— y de paso, su descubrimiento del Homínido de Denísova. Genes al fin y al cabo, descendencia que nos replica una y otra vez en una cadena infinita. Se dice que los genes sólo existen para sí mismos, son su propio fin —premisa básica de Richard Dawkins en El gen egoísta (1976)—, persisten como una maraña indestructible de códigos y se transmiten de individuo a individuo como en una supercarretera de la evolución y la transmisión de datos y algoritmos en el que sólo ellos existen, y nosotros —simples mortales— somos sus esclavos, su medio de transporte y al mismo tiempo, cada individuo formará un nodo, una de sus múltiples estaciones de paso, eslabones de una cadena con rumbo a algo que no podemos precisar. La herencia nos delimita y nos nombra. Un texto mucho más corto que, también estaba leyendo en aquel momento, era La nariz de Charles Darwin y otras historias de neurociencia (2011) de José Ramón Alonso, una serie de anécdotas relacionadas con la historia de la ciencias neurológicas —que también se ocupan del síndrome de Down, tema bastante explorado en esta obra de Félix— y aquí recalco la importancia de una nariz —en Maten a Darwin, el fetichismo con respecto a la deformidad de ese órgano conduce a la creación de una secta: los Naigu—, sobre todo la de Darwin: redonda, boluda como la de un payaso; un órgano que al capitán del HMS Beagle, Fitz Roy le inspiraba desconfianza: ningún hombre con una nariz así podría llegar a algún lado. Charles Darwin fracasaría por culpa de su órgano nasal, no soportaría el viaje a las islas Galápagos y de seguro terminaría muriendo por disentería en medio de tremendos cólicos —al menos eso se creyó en su momento—. Me gustan los libros de divulgación, entre menos especializados, mejor. Nombro estos textos porque pienso que de alguna manera, cada lectura forma en sus acumulaciones al tipo de libro al que queremos llegar, el libro posible al que podemos acceder. En este sentido, el lector necesario de Maten a Darwin podría y debería tener una curiosidad variopinta y extensa —y no hablo necesariamente de mí—. El autor ha dotado su novela de tantas entradas y salidas que reclama una atención mucho más enfocada y profunda para no perderse en el bullicio de tramas y sub-tramas que se presentan. Franco Félix es un lector omnívoro, de gustos literarios que abarcan muchos intereses, tal y como él mismo demanda que sean sus lectores. Lo que sugiere en su nueva novela es un laberinto que representará un reto al criterio y a la inteligencia del lector.
Las articulaciones de la trama
Maten a Darwin es una obra polifónica, satírica, intelectual, histérica, totalizadora, selvática, exhaustiva, surreal, apocalíptica, sincrética y además, un tanto barroca. Tal vez la primera reacción que nos provoca al empezar a leerla sea la extrañeza, una sensación de perplejidad y desconcierto. La novela está dividida en tres partes: «Narices, nucas, lenguas», «Hans Asperger conoce a Kant» y «Vaticano cuántico» y lo que plantea es una serie de capítulos cortos de apariencia aislada e inconexa que están ubicados en distintas épocas: pequeñas estampas, anécdotas, situaciones extremas que desafían la lógica, diálogos de apariencia absurda; monólogos de personajes en las demarcaciones de la razón. A medida que avanzamos descubrimos poco a poco su organización y advertimos los múltiples entramados que el autor expresa. La obra se asemeja a un caleidoscopio, cada capítulo es un giro al mismo, una serie de intermitencias y destellos, pinceladas que completan gradualmente el cuadro, una visión del mundo que se va enfocando poco a poco. Su prosa abunda en complejas e intrincadas articulaciones que parecen apuntar a puntos en común. Todo se correlaciona, ningún evento o personaje está aislado del otro. La novela se organiza como una especie de puzzle, en su lectura se irán acomodando las piezas que lo componen. La premisa de la obra es que nada existe como una unidad separada, todo se asume como parte de una intertextualidad en el que el escritor —como Darwin, aplicando un deicidio— se comporta como un principio ordenador. Lo que Franco Félix plantea es la enunciación de diversas realidades un tanto estrambóticas, una visión que incide sobre la recuperación de la extrañeza y la búsqueda del asombro.
Estas son algunas las líneas narrativas que se exponen: Charles Darwin tiene un conflicto con Patrick Matthew —quien se adelantó por muchos años a teoría de la evolución—. Juntos buscan la inmortalidad para sus respectivas familias, y desde luego, el control del mundo. En ese proceso ambas dinastías intentarán aniquilarse una a la otra. Un extraterrestre con cualidades sobrenaturales se presenta en el planeta. Se trata de un adicto a las películas de acción y admirador de Bruce Willis —a quien más tarde habrá de reclutar para lograr sus propósitos—, afirma ser un dios y le otorga el don de la inmortalidad a sus seguidores mientras busca el dominio total del planeta a por medio de la instauración de una nueva cosmovisión, esto conducirá a la Gran Guerra Semiótica —una lucha para imponer un solo significado y que buscará la imposición de una sola idea de la divinidad—. Un par de niños sobredotados y con síndrome de Down —genios del lenguaje, capaces de inventar su escritura y sus códigos— serán una parte crucial en el combate para instaurar nuevo orden mundial. Un grupo de sicarios y narcos usando WhatsApp que buscan defender su estilo de vida y aniquilar la resistencia encabezada por el citado extraterrestre. Una pandilla de skinheads supremacistas y discípulos de un maestro yogui que se dedican a aplicar técnicas eugenésicas quemando fenómenos y vagabundos… La idea de ir tras bambalinas de un mundo como apariencia y representación es crucial para entender las ficciones de Félix que son orquestadas a partir de un entendimiento marcado por la suspicacia excesiva. El autor nos invita a sospechar de las coincidencias —no existen—, es inevitable pensar en un armazón oculto, o en cofradías con secretas intenciones. En la novelística de Félix nada es lo que se supone que es.
Pensemos en esto: podemos abrir YouTube y ver un video real de combate que sucede en Irak o Afganistán, luego notamos algo raro ahí: un soldado recibe un balazo y a pesar de ello sigue en pie y disparando; o bien, observamos una filmación extraña que involucra un tiroteo entre narcotraficantes en donde alguien parece sobrevivir a las ráfagas de la metralla —tal vez un sicario inmortal—; o quizás, contemplar en la misma plataforma el sermón del célebre Niño Predicador o Predicador Chiquito —el «Rimbaud de los predicadores», tal y como es nombrado en la novela— despotricando contra Darwin y entonces, imaginar lo que existe tras bambalinas de ese acto. Cualquiera tomaría la narrativa de esos eventos como un conjunto caótico de hechos aislados, para el autor se trata de elementos que en su conjunto forman una realidad más compleja que involucra siempre la idea de la conspiración: gente que busca la vida eterna, la destrucción del adversario, la aniquilación de nuestra idea de Dios, la reescritura de la Biblia, la posible guerra nuclear. La idea de ir detrás de los telones de un mundo como apariencia y representación es crucial para entender las ficciones de Félix. Tramas que son orquestadas a partir de un conjunto de intuiciones marcado por la suspicacia excesiva.
«Freaks» por todas partes
A los personajes de la novela los marca la peculiaridad, son esclavos de sus excesos, defectos y anomalías, de sus obsesiones, de su fetichismo y parafilias, de sus delirios mesiánicos. Son subnormales, extraños, con alguna condición genética rara. Sólo por poner un ejemplo: el caso de Double Frank que es dos personas a un tiempo y quien padece una rara condición llamada policefalia: su cuerpo posee dos cabezas. Hay una especie de mellizo diminuto habitando su nuca, un pequeño ser vestigial y accesorio con el que entabla constantes diálogos. Se entiende que cada quien es esclavo de sus genes —una dinastía: los Darwin, casi condenados a seguir una tradición de estudios científicos y de venganza hacia los descendientes de Patrick Matthew, y estos a su vez, condenados a la enemistad eterna con los Darwin—, de uno que otro cromosoma extra —dos niños, Pat y Sebastián, más allá de lo genial y al mismo tiempo, con síndrome de Down; un detective excepcional, Marcus, preso de la misma condición—. Otros están cercados por sus parafilias y excesos —Joseph Ratzinger es un sádico, pedófilo, narcisista, enfermo de poder, mutilador, sodomita —, o de sus delirios y mitomanías —un skinhead que pretende librar al mundo de los gitanos, otro que asegura ser la reencarnación de Emiliano Zapata—; o bien, de sus perversiones y obsesiones —un grupo de personas que forman una hermandad basada en su fascinación alrededor de los órganos nasales extraños y deformados, los Naigu —. Si Philip Roth imagina un seno gigantesco y Emmanuel Carrère propone una novela a partir de un bigote, el autor rinde un homenaje a «La nariz» (1916), el cuento de Ryunosuke Akutagawa. Félix habla en su novela de «Una nariz con el dorso convexo. Una nariz ganchuda. Una nariz hecha mierda». Esos personajes son estrambóticos, delirantes, prodigiosos, sectarios y singulares; van y vienen en esa sucesión de capítulos y parecen salidos de un teatro de freaks, fenómenos de circo, personalidades limítrofes —tal y como las situaciones y lugares que el autor acostumbra imaginar en otros relatos—. Sus diálogos parecen ubicarse en una atmósfera enrarecida que nos recuerdan al teatro de Beckett —porque a Franco Félix no le gusta ocultar sus influencias que van desde Sterne y Rabelais hasta Don DeLillo, David Foster Wallace y Thomas Pynchon, cruzando por una lectura profunda de Joyce y Kafka—. El autor establece un código lingüístico para cada personaje, les inventa su propia jerga, imagina su idioléctica y las formas que adquiere su glosolalia —es memorable el torrente verbal de un personaje con afasia: desarticulado, hecho de jirones de voces inconexas, construido con una sintaxis caótica y que por momentos me hace recordar un personaje de Ricardo Piglia en el cuento «La loca y el relato del crimen» (1994) en donde sabremos de los intereses del detective Emilio Renzi por la lingüística —una fascinación compartida con el autor: Félix ha dedicado mucho tiempo al estudio de la metonimia y la naturaleza de los signos—. En el cuento de Piglia, una pordiosera loca de las que abundan en algunas de sus obras—como en La ciudad ausente, por ejemplo—articula su discurso con imágenes que parecen salidas de un sueño: «Madre María en el zaguán Anahí fue gitana y fue reina y fue amiga de Evita Perón y dónde está el purgatorio si no estuviera en Lanús donde llevaron a la virgen con careta en esa máquina con un moño de tul para taparle la cara que la he tenido blanca por la inocencia». Renzi, a través de ciertas reglas lingüísticas tratará de desentrañar el misterioso monólogo de la loca para averiguar el crimen a partir del descubrimiento de operadores lógicos que le darán coherencia al discurso. En la novela de Franco Félix existe un hospital psiquiátrico —Puerta de Hierro— donde se hacen entrevistas a ciertos sujetos de estudio, uno de ellos posee una oratoria psicótica: «Encuentro que aquí los amaretos superfluos andícolo de los perros en un capataz, sí, de mi vida, mi vi… mi vida totompo, no te gusta el barquillo cada vez que miro por el soñar, que te ves y lo camino porque mamá…». Así como en Faulkner —en El sonido y la furia propone una serie de monólogos, uno de ellos, el de un subnormal, Benjy, en cuya corriente de conciencia el lector será partícipe de su mundo—, la obra de Félix recalca la importancia de un discurso onírico y fuera de toda lógica, de un flujo verbal automático y en los límites de la demencia. Diremos entonces con Shakespeare: «Life is a foolish tale told by an idiot full of sound and fury signifying nothing». Sería largo enumerar o detallar los rasgos polifónicos de esta obra que abarcará otras tantas voces.
La inmortalidad a toda costa
Una de las premisas de Homo Deus (2015)de Yuval Noah Harari es la idea de que los próximos pasos de la humanidad en materia de salud estarán encaminados en la búsqueda de la vida eterna, ésta se ha convertido en una de las grandes ambiciones de científicos, tecnólogos, médicos, biólogos e inversionistas de capital de riesgo en lugares como Silicon Valley. Nuestra espiritualidad, nuestra memoria, nuestra conciencia como seres humanos se volverá permanente gracias a una fusión entre la humanidad —la noción de lo humano cambiará, va a ser definida por nosotros, podremos ser cyborgs, luego robots, más tarde esencias espirituales vagando por el cosmos—, la informática, la robótica y el Big Data; y no solo eso, la muerte podría ser opcional. La gran apuesta es la vida más allá de sus límites naturales, si no eterna, por lo menos bastante prolongada. No puedo evitar relacionar esas reflexiones de Harari con las fantasías de un escritor bastante pesimista y en los límites del suicidio, Michel Houellebecq, quien creó una ficción científica y filosófica en La posibilidad de una isla (2005) en la que el personaje principal, un comediante famoso y bastante acaudalado entra en una secta —como tantas sectas y cofradías que aparecen en Maten a Darwin— en donde le prometen a sus miembros la clonación y el trasplante de su conciencia en una sucesión eterna de individuos que, de alguna manera, prolonga eso que llamamos «alma» durante muchas generaciones. Una sola esencia y personalidad, Daniel, varios cuerpos desechables que son de alguna manera «el mismo» cuerpo original —de Daniel1 hasta Daniel25—. Lo que describe Yuval Noah Harari es la plena noción de una realidad que avanza, la búsqueda de ser dioses o, por lo menos, parecerse a ellos. Lo que aventura Houellebecq es una metáfora sobre el sentido de la vida. Uno de los vectores e influencias que apuntan hacia la novela de Franco Félixes el libro de John Gray, La ciencia y la extraña cruzada para burlar la muerte (2011), una obra que explora las ambiciones de los gobiernos para eliminar la mortalidad y convertirnos en dioses. Maten a Darwin también narra esa búsqueda como una guerra entre familias que desarrollan armas como el Magnetrón, por parte de los Darwin, una pistola de microondas capaz de freír y hacer explotar el cráneo de las personas o el uso de venenos por parte de la familia Matthew. La novela puede verse también como una intriga histórica acerca de la búsqueda de la vida eterna por parte de sus personajes.
Ese mínimo indicio
Maten a Darwin abunda en un sinfín de códigos que son usados por el autor como mecanismos para mostrar su visión. Sus referencias históricas, lingüísticas, filosóficas, científicas, o pertenecientes a la cultura popular, son tan abundantes que pueden resultar abrumadoras. Pensando en el sustrato filosófico de la obra, un reseñador amateur y bastante básico como yo puede recordar alguna idea de Manuel García Morente en sus Lecciones preliminares de filosofía (1937) tan sólo para sacar en claro que la filosofía —búsqueda de las causas últimas— no es para aquellos a quienes la comprensión del mundo les parece lógica y dotada de cierta obviedad. Aquellos que evitan las verdades de Perogrullo no servirán para indagar en las causas supremas y algo parecido sucede con la visión del autor: no existen verdades lógicas y obvias, no hay explicaciones que salgan sobrando por estar sobreentendidas. Maten a Darwin, tiene mucho de obra de filosofía pop y al mismo tiempo es una sátira con elementos de novela científica que sigue la más pura tradición de Jonathan Swift. Además es una ficción histórica en donde conviven de manera festiva las ideas de Ludwig Wittgenstein sobre las demarcaciones del mundo y el lenguaje —engendrador de realidades—, así como la relación entre estas dos nociones —una línea de pensamiento que también pasa por David Foster Wallace en La escoba del sistema (1987), otra de las influencias del autor—, junto con un Slavoj Žižek, capaz de defenderse de un skinhead utilizando golpes de artes marciales y la genealogía de la familia del Asesino de Dios, que representaría uno de sus tantos vectores científicos. Así como los filósofos que pueden nombrar la realidad a partir del escepticismo, la extrañeza y el asombro, el autor es incrédulo acerca de su propia inteligencia. Para él, siempre hay una pieza faltante en ese rompecabezas que forma su entorno. Un gap eterno en cada concepto que vuelve inaprensible cualquier conocimiento real. La idea de que es imposible la aproximación hacia cualquier concepto.
La mayoría de nosotros estamos acostumbrados a comunicarnos en un lenguaje cuya premisa es la naturalidad y la certeza, la completa seguridad de que decimos lo adecuado, pero en Franco Félix, esas certidumbres fáciles se difuminan para dar paso a una exploración de la totalidad y la correlación de eventos, una intención de relacionar y abarcar todo —hay una tradición que privilegia la intertextualidad y la totalización que empieza con Rabelais, Cervantes y Sterne—. Franco Félix busca llenar ese vacío que parece separarlo del entendimiento de un objeto a través de la explicación —los abundantes pies de página así lo indican—, de la imaginación de tramas y confabulaciones, de maquinaciones a la sombra o de las realidades que escapan al escrutinio general a partir del convencimiento de que cada fenómeno siempre es engañoso y esconde algo más siniestro. Su mirada incide sobre lo raro y lo sobrenatural utilizando una prosa directa y sin ambages, hecha de frases contundentes y cortas pero que también se sabe entretener en divagaciones variopintas que enriquecen el texto: interludios de todo tipo: disquisiciones sobre Kant, Hegel, la naturaleza de un Dios que nos deja en «Visto» en Facebook porque simplemente es un personaje súper masculino y de baja empatía hacia los demás, es decir, una deidad con síndrome de Asperger —nuevamente, el cerco genético del que nadie escapa—; digresiones que pueden abarcar las ciencias médicas y biológicas, las rarezas históricas, los individuos de excepción y las numerosas señales de la cultura popular —Félix es un usuario privilegiado de las mitologías televisivas y cinematográficas, por eso no es extraño que utilice ciertas alegorías y personajes en sus tramas: actores como Bruce Willis y Sylvester Stallone; protagonistas de caricatura como Tom y Jerry o He-Man y los Amos del Universo—. No existe en Franco Félix esa separación entre «apocalípticos e integrados» que plantea Umberto Eco, esa dicotomía entre la cultura vulgar y la cultura elevada. Para el autor cada señal cultural o contracultural es valiosa por sí misma y enriquece su realidad como escritor y lector.
En estas intenciones de totalidad se advierte la necesidad de solventar esa distancia entre los significados y los significantes, las palabras y las realidades que nombran. Afanes y carencias que son explicados por este poema de Carlos Battilana: «Formas»: «Si las palabras / derivan de las cosas, / si las letras / —como signos helados— / provienen de una plena / sustancia / ¿qué será ese mínimo indicio / de los objetos, de las formas, / de esa materia / que se resiste?». Para el autor, novelar es llenar ese vacío que nos separa de los objetos que señalamos, que pretendemos conceptualizar. Narrar es habitar los espacios que deja un cuadrado metido dentro de un círculo. Jugar a las vencidas con la realidad para cercarla cuando la misma se resiste a su comprensión y el lenguaje —siempre imperfecto— no puede asimilarla y revelarla por completo. Deseo de completar y redondear la descripción del mundo.
Maten a Darwin es una de las obras más intelectuales de un autor por esencia intelectual que busca poner en estado de sitio cualquier concepto y cualquier evento a partir de su descripción profunda y exhaustiva. Los alcances, los periplos —imaginemos el movimiento de las cosas, la dificultad de aprehenderlas—, las fronteras de esa realidad —extensa, abarcadora– se manifiestan en una descarga brutal de símbolos y referencias. Maten a Darwin expone una comprensión arriesgadísima que linda con lo selvático. La obra de Franco Félix bien vale el atrevimiento del lector y justifica plenamente su esfuerzo intelectual.
∗Noé Vázquez (Puebla). Es escritor y ensayista. Cuaderno navaja es su espacio en la pecera. Publica en la revista Crash.mx y otros medios.