Los muertos de Nellie Campobello

Los muertos pueden gozar de cabal salud, verse mucho mejor que cuando estaban vivos. También son tristes, se ven humillados e indignados, se llevan el ánimo consigo. En su quietud dibujan su última sonrisa y sus cuerpos parecen rubricar su propia vida, ideograma que se queda ahí, tirado como un signo. Los nombra su arraigada costumbre de vivir, se queda con ellos su coraje dibujado en el rostro y también, el gusto de morirse. No hay manera de equivocarnos cuando nos morimos, puedo ver esa señal de esmero en uno de los «Muertos breves» de Ulalume González de León, que dice: «Te acabas de morir y qué perfecto, / como que se ve que estudiaste para muerto» (Plagios, 1988). Es posible notar en ellos cierta belleza que les devuelve su dignidad y recupera su pureza. Nuestra relación con la muerte la define un juego de inercias (en el sentido físico: tendencia a la inmovilidad, continuidad del movimiento) en el que la propia condena de los demás nos convierte en estatuas vivas y la voluntad nuestra de continuar se queda en la memoria del cuerpo que se vela y en el duelo. Cierto vicio de la memoria me hace recordar estas líneas de Camilo José Cela en La colmena (1950) que describe la escena en una morgue: «Los muertos en el depósito de cadáveres no parecen muertos, parecen peleles asesinados, máscaras a las que se les acabó la cuerda», si la visión es solemne y despiadada, marcada por lo sombrío, para nuestro temperamento la muerte se convierte en un pretexto para lo festivo. Pasa de la rabia y la tristeza hacia la resignación, para después, reconciliarnos en el amor hacia lo que pasa a mejor vida. Así es la relación de la muerte narrada y descrita en las estampas de Cartucho.

A nuestra visión de esa figura señera, fundamental de las letras mexicanas, Nellie Campobello (1900-1986), narradora, bailarina, coreógrafa, la envilece siempre la idea de ser un personaje de la nota roja y también, la empaña esa suerte de enmascaramiento alrededor de su vida, de fingimientos que la ocultan a los biógrafos. El final de su vida fue marcado por lo trágico: ya en su vejez, fue secuestrada por una pareja de individuos sin escrúpulos, una de sus alumnas y su esposo, quienes le negaron el contacto con el mundo exterior y le robaron sus pertenencias. Lo que se dice de toda esta historia turbia es que la mantuvieron oculta por trece años y que sufrió de maltrato. A partir de 1984 iniciaron las investigaciones que dieron como resultado un largo proceso que se extendió hasta finales de años 90 y que condujo a la condena de sus captores. Fue a partir del 2000, con la edición de Cartucho. Relatos de la lucha en el norte de México y del ensayo de Jorge Aguilar Mora que escribe a la manera de prólogo de la obra, que su imagen parece colocarse en el lugar que le corresponde y en donde se descubre una genealogía que conecta a esta autora con Juan Rulfo y Gabriel García Márquez, lo cual no deja de ser discutible. Lo que es un hecho es el reconocimiento que dan otros autores a su legado y la tremenda injusticia de que su nombre no se encuentre dentro del canon de los autores de la novela de la Revolución Mexicana al lado de Martín Luis Guzmán, Agustín Yáñez, José Vasconcelos; sin embargo, no creo que lo necesite, su visión es tan singular que escapa a las generaciones, a las escuelas o a las mafias literarias. En el olvido hacia la obra de Campobello (obra escasa si se quiere pero no exenta de originalidad), la cuestión del género es una de tantas aristas del problema. Los que omiten parecen decir: tu palabra es tan peregrina que hay que borrarla y el factor del machismo parece ser una de tantas aristas del problema, también ha prevalecido el ninguneo por otras razones. La misma Campobello lo reconoció en su momento (siguiendo con el ensayo de Aguilar Mora):

«Mi tema era despreciado, mis héroes estaban proscritos. A Francisco Villa lo consideraban peor que al propio Atila. A todos sus hombres los clasificaban de horribles bandidos y asesinos».

Nellie Campobello parece ser el reverso de los otros escritores de la Revolución. Mientras éstos narraban para hacer una relación de gesta a partir del protagonismo, el prestigio, el discurso posible, la filiación política; aquella lo hace entregándose a los espacios pequeños, a lo humilde que hay en la vivencia propia, su perspectiva parece ser más modesta. En Cartucho (que se edita por primera vez en 1931 en la ciudad de Xalapa, Ver.), leemos una narrativa que está hecha de momentos, de trazos que señalan la despedida. Su escritura junta lo macabro y lo fúnebre con lo bello. Podría decirse que en su niñez, los fusilados fueron sus juguetes. A esa perspectiva todavía no la alcanza la corrección y las formas sociales que convierten a la muerte en un tabú, en un asunto que por su naturaleza tiende a escaparse del punto de vista y que a todos nos abruma, y que es un tema que termina siendo rescatado por la literatura: Nos viene desde la épica griega retratada por Homero; aunque en lo personal, mi fascinación se detiene muy seguido en la obra de Proust en donde no olvido la forma en que Elstir, el pintor, se desploma frente a un cuadro en una galería, o bien, en los últimos momentos de Zenón, narrados magistralmente por Margarite Yourcenar en Opus nigrum.

Se puede dar la vuelta a lo trágico, recuperar la distensión por todo el miedo que nos provoca la idea de morir, es la risa. Pienso en Julio Torri cuando trata a los fusilamientos como una mera cuestión de formas sociales, de protocolo y de educación. Los fusilamientos son deplorables porque es de mal gusto realizarlos. Una práctica marginal de gente bastante vulgar que atenta contra las buenas costumbres. Torri, maestro de la ironía, fingía escandalizarse de la vulgaridad del pelotón o de lo cutre del alcohol y del tabaco ofrecido al condenado, o de los polvosos zapatones de los soldados. La cara lívida del muerto sólo es un reflejo de lo marginal de esa grosera costumbre. Lo de Torri es humor macabro, pero humor al fin al cabo. En ese ánimo sarcástico se considera al fusilamiento la última de las inconveniencias ya que, recordemos, la gran desventaja de éstos es que se realizan a las cinco de la mañana, así que hasta para morirse hay que levantarse temprano. Lo de Campobello es bien distinto, como veremos.

Hay algo de ceremonia mortuoria en los relatos vertidos en Cartucho, una suerte de liturgia que se inventa en sus imágenes. Me explico: para los japoneses muy tradicionalistas, el responso requiere de un sistema y de una organización que vuelva sagrada la despedida, un acto último de compasión y de recapitulación sobre el cadáver que borre su vergüenza, que lo limpie de culpas, que les devuelva su pureza. Me refiero al nōkan y a los nōkanshi que lo practican. Y me detengo en la palabra «sagrada», porque esta lleva consigo un significado relacionado con el procedimiento. El sacrificio, es decir, «volver algo sagrado», para los pueblos antiguos (pienso en los antiguos griegos), tenía que ver con una serie de pasos que tenían que ejecutarse con cierta exactitud, bastaba un solo error para tener que repetir el proceso desde un principio. El sacrificio tiene su manera particular de elaborarse o de otra forma no funciona y algo semejante pasa con los géneros literarios como el cuento, que tiene su protocolo, sus maneras. No puedo evitar comparaciones con la poesía, que tiene ciertos modos de ser y no otros, una matemática oculta, una serie de tácticas que revelan un arte. A Cartucho lo narra una memoria recuperada cuando la autora tenía más o menos treinta años, sobre recuerdos infantiles que se dieron (si hemos de creer que nació en 1900) entre 1916 y 1920. Y ese fingimiento recuperado busca dar un bálsamo con la mirada, quiere entregar una forma de compasión fundida en un relato, un responso al fin y al cabo. La magia de su proceso radica en esto: convertir lo impostado de su memoria en la respiración natural del habla, por eso los lectores creemos todo a pie juntillas. La naturalidad de esos relatos, crónicas, postales o estampas les devuelve su realidad, de ahí la viveza de sus imágenes. No es una niña la que escribe, es la visión de una niña recuperada por la memoria. En sus cuentos logra crear un valor y una significación que hace de lo maravilloso, algo creíble. Así, esa visión se convierte en una ceremonia instantánea y a veces fortuita de un sacrificio nōkan muy personal e idiosincrático que interviene muertes desconocidas o conocidas. Campobello es una nōkanshi verbal, su sensibilidad recupera la muerte como la vibración del último apego. En esas miradas suyas se queda fija la vida que se abandona para crear con los lectores un vínculo. Pero, para poner los santos óleos sobre la muerte narrada hace falta la palabra, la imagen hecha luz que pueda sellar la despedida. Hay que escucharla en su el capítulo “Fusilamientos”:

«Hacia una bella figura, imborrable para todos los que vieron el fusilamiento. Hoy existe un hormiguero en donde dicen que está enterrada» .

A lo macabro también lo atenúa lo festivo, y a los muertos los marca lo exquisito, son muertos casi vivos. El relato «Por un beso», tal vez represente el mejor ejemplo de la síntesis entre lo bello y lo fúnebre: Un hombre yaqui va a ser fusilado para escarmiento de la tropa por intentar «robarse» a una muchacha. El general de los changos (adjetivo que los de Chihuahua usan para referirse a los yaquis) había prometido a la tía de la protagonista, fusilar a este soldado. Nos dice el relato: «Mi tía saltaba de gusto, porque le habían prometido fusilar al soldado y pedía ansiosa una taza de café». No debe ser extraño que para nuestra idiosincrasia, «cafetear» casi parezca un sinónimo de «velar». «Este hombre muere por haber querido besar a una muchacha», dice el general que manda matarlo. Cuando por fin, el soldado yaqui es ejecutado, remata la narración: «Yo creo que mi tía hizo una sonrisa de coquería para el general de los changos». Vivimos de lo muerto, nos regodeamos en el orgullo de sentirnos vivos. Danzamos como Salomé frente a la cabeza de Juan El Bautista. La muerte vitaliza nuestra perspectiva y hace preciosa nuestra existencia (parafraseando a Borges). Nuestra vida termina por incidir como risas de niños sobre los cuerpos que se despiden.

Los fusilamientos de las entre facciones revolucionarias adquieren cierta normalidad, se domestica la violencia para ser parte del color local. Fue una época salvaje en el estado de Chihuahua: villistas y carrancistas se aniquilaban mutuamente. No es extraño que su obra esté marcada por todos estos eventos que le dejaron una profunda huella. Los cuentos de Cartucho están formados por pequeños daguerrotipos de un suspiro. Instantáneas que sellan la partida. La muerte no se va sola, espera su transporte en esos cadáveres que son leves pisadas en la arena. No importa la brusca ruptura y el estruendo de las balas del pelotón de fusilamiento, no se borra el trazo de los cuerpos, ni las sonrisas del muerto, ni el gesto de perdón o el rictus de soberbia. Al cadáver le queda su inercia, su último movimiento dibujado en una hermosa caligrafía que lo hace entrañable para todos. Su existencia le sigue haciendo pinceladas. Pero también, es la operación contraria: al condenado, todavía vivo, lo va castigando poco a poco la inmovilidad que, desde el momento en el que se le mira, ya le va formando una mortaja. Nos dice la autora:

«A pesar de todo, aquel fusilado no era un vivo, el hombre mocho que pasó frente a la casa ya estaba muerto».

En la cultura carcelaria estadounidense se habla del dead man walking y de la green mile, son formas de referirse a la despedida y a la manera como, en cierto momento, vida y muerte parecen estar entrelazadas y compartir un espacio común, el instante en el que se camina por la milla verde. Después, los muertos siguen haciendo lo suyo, como si nada hubiera pasado:

«…lo sacaron arrastrando, lo tiraron a media calle y los pedazos de su cabeza estaban prendidos de la peñas. Tenía un gesto de satisfacción. La bolsa del chaquetín, la bolsa izquierda, dicen mis ojos orientándose en la voz del cañón. La mejor sonrisa de Bufanda se las dio a los que levantaron el campo. Todos lo despreciaban, todos le dieron patadas. Él siguió sonriendo».

La idea de la muerte es un escapulario que tocamos para recordar una promesa necesaria, la manda. Lo nuestro es una animada charla con fantasmas, aquel que percibimos en la ausencia ajena y aquel en el que nos convertiremos. Para Campobello, los muertos son la caricatura de un vivo, una vejez adelantada e impuesta a punta de bayoneta que nos convierte a todos en espantapájaros. Campobello refiere desde lo visual, como cuando el Narrador proustiano que se asoma por una ventana o por una barda. La narradora distingue la recién adquirida dignidad de un fusilado. La fascinación mórbida de quien contempla un retrato de quien, parece no querer despedirse:

«Había momentos que, temerosa de que se lo hubieran llevado, me levantaba corriendo y me trepaba en la ventana, me gustaba verlo porque parecía que tenía mucho miedo. Un día, después de comer, me fui corriendo para contemplarlo desde la ventana, ya no estaba. El muerto tímido había sido robado por alguien, la tierra se quedó dibujada y sola. Me dormí aquel día soñando que fusilarían a otro y deseando que fuera junto a mi casa».

El pasaje anterior puede ser monstruoso y no lo es. Es infantil y al mismo tiempo maternal; parece despiadado pero es compasivo. Ese personaje-niña que narra esas estampas pudo vivir con comodidad en ese fragmento de «Piedra del sol» de Octavio Paz:

«…mirada madre de la niña sola / que ve en el padre grande un hijo niño…». Esa literatura nos dice que al final todo se reconcilia y que nuestra mortandad, la personal y privada, y la retratada en los medios por la violencia social, debe asumirse con compasión y respeto, sin la indiferencia que condena todo al nivel de cifra o estadística. La elección de Nellie Campobello como tema de su discurso de aceptación como miembro de la Academia Mexicana de la Lengua (en 2016) de parte de Rosa Beltrán, es una forma de desagravio y de vindicación necesaria hacia esa autora. Desde ahí espera a sus lectores posibles.

♦Noé Vázquez (Puebla). Es escritor y ensayista.

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