En septiembre de 1989, es decir, unos días antes de la caída del Muro, Susan Sontag (N.Y., 1933) empezó a escribir The Volcano Lover (1992) en Berlín, una ciudad que imaginaba como el Berkeley de Europa Central, una ciudad que, por cierto, no se parece en nada a Berkeley. Una ciudad que estaba lejos de su departamento en Nueva York, lejos de sus libros y lejos del lugar sobre el que estaba escribiendo. Lejos, en un sentido, de sí misma. Esa suerte de doble distanciamiento es a veces necesario para comenzar.
The Volcano Lover es un libro escindido. A Sontag le tomó dos años y medio escribirlo («para mí eso es rápido», declaró en una ocasión). La primera parte fue escrita entre 1989 y 1990 en Berlín; la segunda en Nueva York: de vuelta a su departamento y a sus libros. En medio hay dos capítulos que fueron escritos desde el cuarto de un hotel en Milán durante una escapada de dos semanas, y otro más, escrito durante tres días de completo aislamiento en el hotel Mayflower de Nueva York. «Dejé mi departamento y me registré en el hotel con mi máquina de escribir, hojas tamaño oficio y rotuladores, y ordené sándwiches blt hasta que acabé», dijo Sontag.
¿Hasta qué punto la respiración del lenguaje, la velocidad del fraseo, la puntuación, incluso, dependerán del espacio, del sitio desde el cual se escribe? ¿Sería posible notar en la prosa los movimientos —físicos— de quien escribe: sus mudanzas, sus desplazamientos, su fin de semana encerrado en un hotel, el lento avance de una mano deslizándose sobre el papel? No se puede precisar qué tan fundamentales fueron esas escalas que hizo Sontag al escribir aquel libro; sin embargo, esa novela habría sido otra de no haberlas realizado.
Dos. Mover la mano, mover del cuerpo
El cambio de lugar y posición. Los diálogos que Hemingway (Oak Park, 1889) escribía de pie, por ejemplo.
El cambio de velocidad y medio. Las frases escritas a mano que no pudieron haber aparecido en una computadora, por ejemplo.
Tres. Lecciones de caligrafía
El discurso vacío, ese libro extraño de 1996 del ya de por sí extraño Mario Levrero (Montevideo, 1940), surgió de uno de esos arranques un tanto esotéricos que solían invadir al uruguayo. A través de una serie de ejercicios caligráficos —textos que prestaran atención al dibujo de las letras, anestesiando, por así decirlo, el significado de las palabras; textos que se apegaran a la velocidad de la mano y no a la del pensamiento—, buscaba operar cambios en su forma de ser, como si al cambiar de letra pudiera cambiar de personalidad: tomar distancia de sí mismo para convertirse en otro. «Debo permitir que mi yo se agrande por el mágico influjo de la grafología. Letra grande, yo grande. Letra chica, yo chico. Letra linda, yo lindo», anotó, a mano, Levrero.
Sin embargo, él mismo sentía un impulso irresistible por usar la computadora: «Creo que la computadora viene a sustituir lo que un tiempo fue mi Inconsciente como campo de investigación». Otro escritor con una relación problemática entre la escritura a mano y el tecleo un tanto mecánico de la computadora es Alejandro Zambra (Santiago, 1975). Después de adquirir una pc, lo primero que hace el protagonista de su relato «Recuerdos de un computador personal» es transcribir los poemas que había escrito. Al verlos en la pantalla, lo agobiaba un sentido de incompletitud «dudaba de las estrofas, se dejaba llevar por otro ritmo, quizás más visual que musical, pero en vez de sentir el traspaso como un experimento, se retraía, se frustraba, y era frecuente que los borrara y comenzara de nuevo». Aunque cada vez escribimos menos a mano, comparto la sensación. Es como si lo que nos es dable decir a mano nos estuviera vedado en la escritura mecánica del ordenador, y viceversa. De vez en cuando abro mis cuadernos de apuntes, releo —notas al vuelo, líneas que aspiran a ser aforismos, párrafos que asemejan entradas de diario— y doy con oraciones que me parecen ajenas e incluso, o acaso por eso, buenas; líneas que al pasar en limpio a la computadora pierden todo su encanto, deslucen.
Cuatro. Mirar por la ventana
Tanto en Bonsái (2006), la primera novela de Zambra, como en su relato «Mis documentos», se repite la imagen del escritor que vive en el piso subterráneo de un edificio antiguo, «y en las tardes escribía y miraba por la ventana las piernas, los zapatos de las personas que pasaban por la calle». En su casa de Santiago, en Chile, el autor de Formas de volver a casa (2011) escribe frente a una ventana desde la que se puede ver un fragmento de cielo, algunos árboles y el cableado eléctrico. Cuando no escribe permanece sentado ante esa vista, absorbiendo el paisaje rectangular, y asegura que ese tiempo muerto es fundamental para escribir. «Mis libros habrían sido muy distintos si los hubiera escrito en otra habitación, mirando a través de otra ventana». En contraparte, en su ensayo «De novela, ni hablar», expresando veladamente un deseo de escribir en otro sitio y mirar por otra ventana, afirma: «los libros que he escrito los imaginaba distintos». ¿Y si no se hubiera asomado a ninguna ventana esos libros no habrían existido?
La oficina de Bartleby, el personaje de Melville (N.Y, 1819), tenía una ventana que daba, a menos de un metro de distancia, a un muro de ladrillos. Bartleby, el escribiente, se quedaba mirando larga y fijamente por esa ventana. ¿Qué es lo que veía? O, quizá sería más preciso preguntar, ¿qué es lo que no podía ver, qué es lo que ese muro le impedía mirar? Ese hombre, cuya existencia se había ido aligerando —que no leía, que nunca salía a dar un paseo ni se quejaba, que se había negado a decir quién era, cuál era su procedencia y casi cualquier cosa excepto «preferiría no hacerlo» cuando se le pedía el más mínimo favor—, se encontraba inmóvil, «entregado a uno de esos sueños frente al muro» cuando decidió dejar de escribir para siempre.
Varios días después, cuando ya había sido despedido, seguía ahí, de pie, absorto frente a la ventana. En el patio de la prisión a la que fue remitido, acostado al pie del muro, Bartleby fue encontrado sin vida con los ojos abiertos, mirando desde la muerte.
Si lo que escribimos depende o está relacionado de algún modo secreto con lo que miramos al escribir —y lo que podemos ver cuando escribimos está determinado por el sitio desde el que escribimos—, entonces también hay una relación, aún más oscura, con lo que no vemos.
Hace algún tiempo, durante una residencia, Etgar Keret (Ramat Gan, 1967) solía trabajar en un estudio que se encontraba en un bosque cubierto de nieve. Ahí, a través de la ventana, podían verse venados con frecuencia. El propio Keret habría podido verlos si hubiera mirado hacia fuera, pero «cuando escribo —afirma— todo lo que veo es el paisaje de mi relato. Sólo puedo disfrutar el verdadero una vez que termino». El escritor israelí prefiere que su lugar de trabajo sea un tanto incómodo: «un lugar que sólo una persona que está ocupada escribiendo pueda soportar». En aquel estudio, rodeado de venados y nieve y pinos, en lugar de escribir de frente a la ventana, Keret elegía no ver nada de eso; escribía con vista al baño.
Puede que no sea del todo gratuito que para escribir en la computadora sea necesario tener abierta al menos una ventana —la del procesador de textos.
Cinco. Dar la espalda
¿Estas líneas que escribo un domingo desde la cama reflejan algo de dominical horizontalidad? He notado que, en este departamento escribo fundamentalmente desde dos sitios: en dos habitaciones distintas de un doceavo piso: en una de ellas lo hago en el escritorio, frente a la ventana los edificios se van diluyendo en el horizonte; en la otra, donde estoy ahora, dándole la espalda a la ciudad, con la computadora en el regazo, la pantalla blanca y, más allá, el muro también blanco, suelo cambiar el ruido más o menos constante de los autos por el murmullo de la televisión, que no veo. Es inevitable darle todo el tiempo la espalda a algo. ¿A qué le daba la espalda Hemingway cuando escribía de pie? ¿Qué es lo que quedaba detrás de la máquina de escribir que Susan Sontag golpeaba en aquel cuarto de hotel en Nueva York, cuántos venados habría visto Keret, cómo serían los libros de Zambra si se hubiera asomado a otra ventana, a qué renunciaba Levrero al oponerse a escribir en la computadora y apostar por un discurso vacío? ¿A qué parte de la escritura le estoy dando la espalda ahora? Quizá la escritura sea un desplazamiento y tal vez para escribir haya que desplazarse —del modo en que lo hace la mano sobre la página, el carro en una máquina de escribir o el cursor en la pantalla—: ir a una ciudad lejana, asomarse a otra ventana, mirar atrás. Quizá para escribir hay que darnos la espalda a nosotros mismos, aunque sea por un momento.
«Sin otro particular me despido de mí mismo», escribió Levrero al final de uno de sus ejercicios caligráficos.
*Herson Barona (Ciudad de México, 1986). Escritor y traductor. Colabora con revistas como Tierra Adentro, Letras Libres, Arquine, entre otras. Este año ganó el premio Sor Juana Inés de la Cruz en el género de poesía. Ya no es una joven promesa rota.