La lucha es algo inherente al mexicano: entrevista a Aldo Rosales Velázquez

La literatura que trata el box o la lucha libre es abundante en México, sin embargo, el escritor Aldo Rosales Velázquez (Ciudad de México, 1986) da contienda a los lugares comunes y le da un matiz más humano a la figura del luchador. Con destreza, retrata a personajes inmiscuidos en miseria y soledad. Escribe sobre aquellos que sufren la derrota en el cuadrilátero, los fracasados ante la vida; y lo más valioso: propone explorar el tema a través de la quinestesia, las debilidades y los sufrimientos del cuerpo.

La obra de Aldo Rosales consta de libros donde, en su mayoría, se alude a estos deportes. Algunos de sus trabajos son Luego, tal vez, seguir andando (Río Arriba, 2012), Entre cuatro esquinas (Tierra Adentro, 2014), La luz de las tres de la tarde (Fomento Editorial BUAP, 2015), Ciudad Nostalgia (Abismos, 2016), Sombra-reflejo (Fomento Editorial BUAP, 2017) y Linde faz (Tierra Adentro, 2018). Con su obra y varios premios recibidos, Rosales se sitúa como un autor indispensable en la actual literatura mexicana.

Adonai Castañeda: Uno de los temas centrales de Linde faz, tu publicación más reciente, es la educación. Queda atestiguado en dos de sus crónicas, una para la luchadora Tania «La guerrillera» y otra para su alumna Yezka. Destacas que la relación maestro-alumno es indispensable. Se debe aprender para enseñar. Cuéntame sobre tu trabajo dirigiendo el taller de creación literaria FARO Indios Verdes.

Aldo Rosales: Es una de las experiencias más satisfactorias que tengo actualmente: me pagan por hacer algo que me encanta, imagínate. Coordinar el taller representa la oportunidad de convivir con gente que tiene las mismas inquietudes que tú, que piensa distinto, también, y eso te nutre: de los que asisten al taller he aprendido mucho, he conocido nuevos autores, nuevas experiencias. A veces, a través del reconocimiento de los errores en sus textos, puedo reconocer lo que falla con los míos. Creo que los talleres te permiten a veces escarmentar en cabeza ajena. Pero, indudablemente, coordinar el taller también conlleva una fuerte responsabilidad: la gente te está confiando cosas que tal vez no había compartido antes. Y es precisamente el saber eso lo que me motiva a seguir preparándome, a leer e intentar nuevos géneros, a buscar más autores (de disciplinas varias, no sólo la literatura: hablo de cine, por ejemplo), para poder decirles «quizá esto te funcione.» Robert Mckee asegura en su libro El guion que las normas dicen lo que se debe hacer y los principios señalan lo que le ha funcionado ya a otros. En ese sentido, me gusta pensar que el taller se rige más por principios que por normas.

Escuché una vez que los psicólogos asisten a terapia con otros psicólogos: creo que el tallerista debe tomar talleres a su vez, por eso constantemente trato de tomar nuevos talleres, de cuento, de ensayo. Ahora estoy estudiando guion cinematográfico, para ofrecerle algo más a los compañeros, que no quede, en la medida de lo posible, ningún área de la escritura sin cubrir.

Foto: Filemón Alonso-Miranda

AC: A propósito de Linde faz: el cuento «Carrera», de tu libro Sombra-reflejo, posee tintes periodísticos y no sólo porque se trata de una entrevista. Hay un trabajo bien manejado en las voces de los personajes. ¿Cómo fue el salto de la ficción periodística del cuento al periodismo formal de Linde faz?

AR: Mencionas un punto clave cuando hablas de ese cuento. “Carrera” me ayudó a usar herramientas que normalmente se le atribuyen a la crónica: la polifonía, la capacidad de observar, de ambientar, de trabajar in situ (en este caso, desde la imaginación, un sitio inventado, pero en el que me posicioné, claro está, lo que me permitió jugar un poco más con ciertas imágenes y recursos); cuando lo escribí, apuntaba a una narrativa más «pura», si se me permite el adjetivo, en la que no hubiera un clímax y fueran los personajes los que dieran fuerza al texto. Lo pensé, desde el principio, como una falsa crónica.

Tomando como punto de partida lo anterior, me atrevo a decir que el trabajo que llevé a cabo en Linde faz me resultó muy orgánico, los textos que lo componen se dieron de una forma casi natural porque ya había tenido numerosos acercamientos a la crónica (algunos más afortunados que otros) y, además, ya había escrito este cuento del que hablamos, lo que me permitió dilucidar con mayor certeza las fronteras entre el cuento y la crónica. Entonces había adquirido, de forma inconsciente, herramientas vitales para este último género.

Me adentré a la crónica como me gusta acercarme a todos los géneros: leyendo a autores que disfruto e imitando algunas construcciones suyas, en un primer instante, para, después, encontrar poco a poco mi voz, mi estilo, saber qué me sirve para narrar como yo quiero narrar y qué no; por algo Rubén Darío decía que la crónica es el laboratorio de ensayo del estilo. No fue sino hasta que gané el premio que comencé a adentrarme a la crónica de forma más «seria», leyendo más autores y sobre todo teoría. Alguna vez me dijo Hernán Lara Zavala que en la literatura nunca puede ir la teoría por encima de la práctica, me gusta regirme por ese consejo.

AC: El mexicano tiene un gusto particular por los trancazos, por darle lucha a la vida. Entre cuatro esquinas tiene historias desgarradoras. La soledad, la derrota y el dolor son constantes en las narraciones. ¿Así es como ves a la vida?

AR: Sí, sin duda. Ciertamente, mi visión de la vida tiende a lo dramático y lo que escribo a veces se torna peligrosamente melodramático (como queda demostrado en mi primer libro). No tengo duda que esto es resultado de leer a José Revueltas con avidez desde muy joven y, además, de idolatrar su figura por muchos años. Sin embargo, México es melodramático por antonomasia, la vida es cruda y desgarradora, no nos equivoquemos. Coincido contigo: parece que la lucha (no sólo como deporte, sino como forma de afrontar la vida) es algo inherente al mexicano: esto es la supervivencia. La vida es atroz, como diría el maestro José Revueltas, llena de todo eso que mencionas. No obstante, también estoy consciente de que por allí, a manera de lampos, hay brevísimos momentos de luz, de paz, de estabilidad; hay que saber gozarlos, también, no sólo porque es justo y es bello, sino porque ayuda a establecer contrastes en la creación de textos y evitar una obra monocromática, donde sólo se hable de una misma soledad, pero maquillada de distintas formas.

AC: ¿Por qué bajarse del ring y escribir sobre estos temas?

AR: Son dos razones las que me orillaron a esto: la primera, y más importante, es que me quedó muy claro, desde el principio, que mi labor arriba del ring no era lo suficientemente buena como para ser luchador (lo que de verdad implica ser luchador: qué grande es esta palabra). Por ello, mi acercamiento al deporte que tanto aprecio, que tanto me ha enseñado, debía ser desde otro terreno, uno donde había adquirido más herramientas y en el que, claro, tenía muchísimo por aprender todavía, pero en el que me sentía más cómodo: las letras. Y ahí yace el engarce con el segundo punto: como lector, había notado que los textos que existían sobre lucha libre no cumplían con lo que yo, como consumidor de ambas disciplinas (la lucha y las letras) esperaba: una pluma firme, sólida, pero, sobre todo, conocimiento del deporte, no del fenómeno mediático que lo rodea. Recuerdo que pensaba «¿nadie habla del cuerpo, del combate? Bueno, podría hacerlo yo.» Había adquirido conocimiento suficiente no para luchar, pero sí para entender el deporte desde una perspectiva más realista, por eso decidí construir cuentos que honraran el quehacer del cuerpo, del combate, pero también de la filosofía de vida inherente al deporte, la cual conocí gracias a mi maestro, Don Pedro Téllez, «el Químico». Hay quienes aseguran que uno escribe lo que le gustaría haber leído, y fue lo que traté de hacer, cuentos que no se limitaran a replicar los lugares comunes del grueso de la narrativa sobre lucha libre (Arena México, música surf, «el Santo», cine de luchadores, los rudos y los técnicos), sino que abundaran sobre un tema tan rico como lo es esta disciplina: la preparación física, el compañerismo, las lesiones, el léxico de este deporte.

Quería, también, plantear una suerte de martirologio de la lucha libre: los que no triunfan, los que se lesionan, los que no ven cumplido su sueño, los que sufren de forma más cercana el lado menos amable de este deporte. Me gustan las palabras que usas y me las apropio por un instante para explicar lo que quiero decir: efectivamente, desde mi punto de vista, hay que bajarse del ring para poder escribir sobre la lucha, porque bajarse implica que previamente uno ha subido. Este deporte es además un fenómeno cultural, es algo que da para todos, se puede explorar desde diversos puntos, pero el que me interesa necesitaba, forzosamente, haber explorado el deporte desde adentro, pero con mucho respeto, no en una especie de safari donde se mira al luchador como un personaje folclórico y uno se sube al ring como quien se toma una foto junto a un animal exótico, como para una cápsula de programa de televisión.

AC: En tu poema “Amanece” escribes lo siguiente: «las calles parecen nunca terminar del todo / porque quien anda en la memoria jamás llega a parte alguna» ¿Qué significa la memoria para ti?

AR: Creo que, como decía en otro texto (no recuerdo el nombre) es el arroyo al que bajan a beber los ancianos cuando cae la tarde. Es refugio para los que todavía no entendemos bien a bien cómo se vive hacia adelante, es la tabla de salvación para quienes vemos en el presente un fenómeno aciago. Sin embargo, creo que también es un lastre. Decía el maestro Revueltas en su Noche de epifanía”: Imaginaba, entonces, como ocurre siempre, otros tiempos, los tiempos felices. Pero aquellos tiempos no habían existido nunca en realidad. La memoria es ese terreno donde tenemos control de todo, donde construimos, a veces, lo que hubiéramos querido que fuera, no lo que en realidad fue. Puede ser que todo lo que escribo sea eso: memoria, o al menos su retrato hablado.

AC: Otro de tus poemas, “Fragmentación”, está lleno de imágenes que remiten al cuerpo humano. Cito unos versos: «Por eso creo que cualquier pregunta que no pueda contestarse / sí/ no / (sino de algo venidero) / mejor se vuelva tacto y no palabra.» ¿Crees más en el movimiento que en la palabra?

AR: Definitivamente: el movimiento tiene menos margen para la mentira que la palabra, y puede ser mil veces más estético, más preciso. Sin embargo, me parece que una y otra pueden hallar un punto de comunión, un enlace, un equilibrio: la literatura es prueba de ello. La lucha, el combate, es prueba de ello. El amor es prueba de ello.

AC: Tu libro Ciudad nostalgia reflexiona sobre la vejez y la vida a través del sentimiento que titula a la ciudad. Algo que también hace tu cuento «Los bares en Málaga», donde se le da otro enfoque hacia la muerte y el recuerdo. ¿De dónde nace la necesidad de hablar de este tópico?

AR: Del desconocimiento, de la ignorancia y la búsqueda casi obsesiva que esto genera en mí. Nunca antes de la muerte de mi perro Frankie había yo conocido la muerte, no así de cerca. Era, como mencionaba en una crónica, ese personaje que había visto varias veces en distintos lugares, pero siempre de lejos, siempre acompañando a alguien más, y nunca me lo habían presentado, nunca nos habíamos saludado de mano. Quizá, por ello, la necesidad acuciante de hablar de ello, como forma de prepararme para su llegada, de tratar de observarla y acaso entenderla. La muerte siempre me ha obsesionado, así como el tratamiento que le damos. «Está muerto», decimos, pero no decimos «ha muerto»: está, sigue aquí, de otra forma pero sigue aquí. Parece que desde el lenguaje mismo nos negamos a dejar ir, ¿por qué?

Otro de los cuentos que acompaña a “Los Bares en Málaga”, “Cuando se acaban los sueños”, es precisamente esa indagación sobre la muerte: sabía que mi perro moriría antes que yo y traté de explicármelo a través de una historia ficticia pero, quizá como toda historia, con un basamento real: qué sentiría yo cuando él se fuera, cuando la muerte por fin llegara. La historia la planteé en un niño porque, de cierta forma, yo seguía siendo un niño en lo tocante a la muerte: no sabía nada, desconocía los detalles, por eso el cuento está plagado de metáforas y analogías: en ese cuento, abunda la palabra «como», porque es nuestro puente entre lo conocido y lo desconocido: cuando describimos algo que nos es ajeno, recurrimos a lo que nos es familiar para establecer una relación, por eso en el cuento abunda esa figura: yo no conocía la muerte y pensaba «quizá sea como esto, quizá sea como esto otro, o como aquello.» Es curioso, creo conocerla ya y sigue siendo un misterio, por eso es un tema que atraviesa toda mi obra y creo que será así por mucho tiempo. Muerte y recuerdo son dos temas que me obsesionan, no planeo dejarlos o, visto desde otro ángulo, quizá no me dejen ir en un buen rato.

AC: Varios de tus trabajos, tanto de poesía como de narrativa, están publicados en revistas electrónicas como Liberoamérica, Revista Mandrágora o Bitácora de Vuelos, por mencionar algunas. ¿Confías en el formato electrónico como una forma más accesible de llegar a los lectores?

AR: Por supuesto. Creo que se ha presentado, de forma tan paulatina que a veces nos resulta imperceptible, un cambio radical en las formas de publicación y distribución. Las revistas electrónicas son un método más efectivo de difusión que, por ejemplo, las publicaciones impresas, aunque a veces se les considere de menor envergadura que estas últimas.

Es una cuestión de prestigio, también: seguimos rigiéndonos por el papel; nada está realmente publicado hasta que no aterriza en un formato impreso, pensamientos atávicos hasta cierto punto que, poco a poco, irán cediendo. No pasará como mucho pensaban, que lo electrónico sustituirá a lo impreso, sino que encontrarán (si no es que ya lo han hecho) un equilibro que beneficiará a lectores y autores.

AC: La luz de las tres de la tarde de la colección René Avilés Fabila fue tu primera publicación con la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. ¿Cómo se dio el primer acercamiento con esta colección?, ¿Conociste a René Avilés Fabila?

AR: Me enteré de la convocatoria por medio de redes sociales y me pareció una excelente oportunidad para poner a prueba un libro que recién había terminado. Un libro que, además, siempre ha tenido un lugar especial para mí: recuerdo que yo pensaba «cuando se publique La luz de las tres de la tarde, ya seré escritor.» Nada más alejado de la realidad, pero me siento muy contento y agradecido de que haya encontrado un nicho en esa colección.

Me llamó especialmente la atención, además, porque años atrás había viajado a Puebla para presentar una gaceta de literatura en la que participaba y, desde entonces, me gustó la oferta editorial de la BUAP. Siempre he dicho, mitad broma y mitad en serio, que mi cuarto de sangre poblana (mi abuela materna es de San Juan Aquixtla) me llama y por eso he podido publicar dos libros en Puebla.

Recuerdo que mi libro no fue seleccionado para la primera etapa de esta colección, lo que me defraudó, pero después me comunicaron que pertenecería a la «segunda camada», entonces acepté gustoso. Es curioso: fue la última. Aunque, de cierta forma, esto fue puente para que pudiera ingresar a la Colección Extra(e)ditados, por conducto de Óscar Alarcón y Juan Nicolás Becerra.

No tuve la oportunidad de conocer personalmente a René Avilés Fabila, pero siempre estaré agradecido por el generoso prólogo que le regaló a mi libro. Me gusta pensar que los libros son conversaciones en estado sólido, y entonces René Avilés Fabila y yo sostuvimos esa charla en torno a esos textos que tanto disfruté hacer y así quedará asentado.

AC: Recientemente recibiste el Premio Ricardo Garibay de Crónica Joven 2018 y obtuviste mención honorífica en el Certamen Literario Laura Méndez de Cuenca 2018 en el género de cuento con el libro Foley. ¿Qué sigue para Aldo Rosales Velázquez?

AR: Como te mencionaba, siempre estoy en la búsqueda de nuevas herramientas, nuevas voces, nuevos géneros, por ello planeo finalizar mi primer guion de cortometraje y someterlo a algún concurso. Además, recientemente me enteré de que “Piggy bank”, la primera obra de teatro que escribo, fue seleccionada para aparecer en una antología de dramaturgia breve con la editorial tijuanense Búho Negro, lo cual me satisface y me invita a seguir trabajando en el género de la dramaturgia (esto es, escribirla, pero sobre todo leerla).

A finales de este año se publicará Tren suburbano, una compilación de las primeras crónicas que escribí, bajo el sello editorial Malpaís, lo cual me tiene muy contento. Se publica, además, en noviembre, Tiempo arrasado, mi nuevo libro de cuentos bajo el sello editorial Revarena, y que, debo decir, representó una lección valiosísima por parte de Alejandro del Castillo, el editor (quien además es un amigo cercano), que me señaló numerosos errores en el libro, lo que me llevó a darme cuenta de que nunca se aprende del todo y siempre hay que seguir trabajando. Es un libro con cierta carga cabalística para mí: será mi libro número 10 y, además, con la que considero, además de la BUAP, mi casa editorial.

Finalmente, aparecerá también a fines de año, en España, bajo el sello Contrabando, y gracias a los puentes tendidos por Alejandro Espinosa Fuentes, una antología de cuento en la que pude participar: De narcos a luchadores, junto con Daniel Salinas Basave y Carlos René Padilla. Y, bueno, el próximo año se publica Foley, un libro que espero tenga buena acogida entre los lectores y que representó, para mí, un paso más hacia una de las metas a mediano o largo plazo que siempre había tenido: escribir novela. Quizá también indague por ahí y escriba una segunda novela o trabaje a profundidad la que tengo por allí hecha.

*Adonai Castañeda (Puebla, 2000) es columnista en la revista Neotraba. Cuenta con una colaboración en la antología de cuentos El amor en los tiempos de Internet (Fomento Editorial BUAP, 2017) que fue seleccionada para su publicación a través del concurso de textos narrativos del mismo nombre. Ha colaborado en revistas electrónicas como Los Heraldos Negros, La Santa Crítica, Clarimonda, La Cámara del Arte, Ícaro, entre otras. Actualmente estudia Lingüística y Literatura Hispánica en la BUAP.

Pez Banana