La importancia de ser Holden Caulfield

En el concepto del escritor ausente y fantasmal, quizás el arquetipo más notorio sea Bruno Traven, quien durante toda su vida jugó el juego del escondite más largo del mundo. Su imagen difusa era posible verla en alguna fotografía con una toma de lejos en la que se presumía aparecía el escritor aunque no se dieran muchas explicaciones sobre el hecho, lo que a todos conducía a preguntarse: ¿Quién tomó la foto? ¿Dónde fue captada? ¿Cuál es la fuente de la misma? En una lotería de nombres unos lo llamaban Ret Marut, otros Traven Torsvan, algunos pensaban que su verdadero nombre era Bernhard Traven… La vaguedad etérea del escritor le daba el raro atributo de ser leyenda: los rumores lo hacían ubicuo. La falta de referencias en sus textos levantaba sospechas: ¿En qué idioma fueron escritos originalmente tomando en cuenta que era un escritor alemán que escribía sobre mexicanos? Por cierto, ¿era alemán? Ni siquiera el paso del tiempo permitió que se tuvieran datos concretos sobre este mítico escritor. Los biógrafos y estudiosos parecían navegar en el terreno de lo incierto. No es posible hablar de la personalidad de un escritor cuando lo que tenemos sobre él es el equivalente de la Película Patterson, la cual presumía de tener imágenes sobre Big Foot captadas en película de 8 mm, lo cual puede situar a la figura del escritor casi dentro de la criptozoología que tanta fascinación genera en la imaginación popular y que es tema recurrente de publicaciones como el National Enquirer o en la legendaria revista Duda, semanario de lo insólito. Pero, ¿Qué es posible saber sobre ciertos escritores? ¿Quién sabe quién fue realmente Juan Rulfo? ¿Qué podríamos saber a ciencia cierta sobre José Gorostiza? No mucho, yo creo.

Otro escritor que encarna esta percepción secreta, casi sensacionalista, del monstruo mitológico, es J.D. Salinger (1919-2010) quien, al elegir el anonimato y el rechazo a la crítica buscó una especie de «muerte a plazos», una existencia semi-enclaustrada que pretendía ser una desaparición pública, un suicidio lento que lo haría alejarse de los reflectores y del escrutinio. Tal vez pensó que, como los monjes budistas que entran al monasterio, era posible despojarse de un nombre para cancelar su individualidad y su noción de «ser». Lo curioso es que se fue a refugiar precisamente a un pueblo de New Hampshire en donde muchos iban a buscarlo. Siempre se mantuvo lo suficientemente lejos como para no perder el misticismo. Parece que al imaginario colectivo le gustan sus figuras públicas fuera del mundo para que, en el momento de acercarnos, estos desaparezcan dejando tras de sí una especie de bruma fantasmal. Tal vez el público sentía la necesidad de tener a sus monstruos perfectos fuera del mundo, sin la mácula de la civilización que lo contamina todo con el formalismo de la entrevista literaria, la cátedra obligada, la conferencia forzada, la recepción de premios literarios y la sonrisa ante las cámaras mientras el autor pesca una trucha irisada o corre por el campo cazando mariposas como Nabokov o posa junto a un equipo de safari en África, tal y como lo hizo Hemingway. No estamos hablando de un aislamiento tan perfecto como el del casi inexistente Bruno Traven, pero sí de un escritor que nos dejaba acercarnos lo suficiente a algún pueblucho estadounidense tan sólo para recibir la respuesta de los moradores de la región que ocultaban a la bestia con frases como «Jerome David… ¿qué? No, definitivamente, no lo conozco”. Quizá J.D. Salinger no se escondió lo suficiente y por eso tuvo la suerte de tener un biógrafo como Kenneth Slawensky quien lo disecciona en su copiosa biografía J.D. Salinger. Una vida oculta (2010) haciendo que nos preguntemos si J.D. Salinger era realmente tan desconocido o su aislamiento era una de tantas poses que acostumbran tener los escritores. Tal vez no estaba convencido de su necesidad de anonimato como sí lo fue Bruno Traven cuya presencia es tan vaga que por momentos tenemos la sensación de que ni siquiera existió.

En el caso de Salinger, todo este halo de leyenda (en parte fomentado por el mismo autor) se vino abajo por una biografía bastante medrosa, mediocre, informe y morbosamente no literaria escrita por su hija (Margaret Salinger), tan resentida con él como para quitarle de una buena vez por todas y para siempre todo aquello que buscamos en nuestros monstruos: su condición mitológica. La citada biografía es El guardián de los sueños (2002), la cual pretende acabar con el mito de Salinger y lo presenta con detalles que hacen que aparezca ante nosotros como un individuo patético y deplorable a quien su hija describe bebiendo sus propios orines o bien, retratándolo como un tirano, incapaz de mantener una relación estable y productiva con las mujeres con las que vivió; pura chismografía de tabloide. Así, para medio conocer a Salinger habría que esperar su muerte, para que, ya muerta la bestia, los deudos y carroñeros de la cultura pudiésemos echar en suertes los restos del escritor físico para ver si cosechábamos un poco del espíritu que hubiera dejado (siempre se añaden lectores curiosos luego de las pompas fúnebres y los rumores sobre la buena o mala fama del muerto).

A Jerome David Salinger siempre lo persiguió la fama (para él estorbosa, inmerecida) de su primera novela: El guardián en el centeno (1951), una de las obras que mejor refleja el carácter contradictorio y vital de la adolescencia con sus ideales, su inocencia y su inadaptación necesaria. La mayoría de las obras de Salinger (su única novela y sus cuentos) consta de reflexiones marcadas por la inconformidad, la insatisfacción, el descontento y desarraigo dentro de un mundo hipócrita y lleno de falsedad; ideas ya desdobladas en el personaje de Holden Caulfield y también, en los hermanos Glass. Holden Caulfield siente como todos los jóvenes de su generación, su inadaptación lo convierte en un héroe romántico. El monólogo interior de El guardián en el centeno revela una voluntad en estado puro, sin concesiones de ninguna especie. El mundo es estúpido, hipócrita, avaricioso y ya. Holden busca el aislamiento idílico en donde sólo entran sus adorados hermanos, Phoebe y Buddy, pero no más. La imagen que da título a El guardián en el centeno es lo suficientemente abierta para ser comprendida y lo suficientemente hermética para escapar a una interpretación satisfactoria. Abierta y cerrada al mismo tiempo le ha garantizado lectores. No afecta a la novela el hecho de que sea vista como una amenaza para el sostenimiento del orden social: la visión de Holden es tan corrosiva, tan antisocial, que no tardó en tener lectores que comulgaban con esta visión tan iconoclasta cuya sola existencia pone en peligro el estilo de vida de estas «buenas conciencias», habitantes de los suburbios estadounidenses con un trabajo estable, una buena escuela religiosa dominical y un salario regular, la mediocridad sublime de casas Bauhaus en donde esperaríamos la destrucción del mundo, o el advenimiento de la era espacial, lo que llegara primero. Entraríamos entonces en la década de los sesenta del siglo pasado, donde toda una generación de lectores redescubría a Huxley, a Thomas Dylan, a Howard Phillips Lovecraft, o comulgaban con las ideas falsarias de Carlos Castaneda; era la época en la que Albert Hofmann había inventado la LSD y la investigaba mientras que su cuasi tocayo, Abbie Hoffman, nos enseñaba tecnologías y actitudes para vivir fuera del mundo capitalista. Es la generación que insistía en que el «el niño es el padre del hombre» (como afirmaba Wordsworth) y que abrió las compuertas de toda una fauna contracultural e iconoclasta, muchas veces regida por el consumo de drogas psicoactivas, el senderismo y la vuelta a la naturaleza. Este fue el mundo conquistado por la vitalidad del personaje de El guardián en el centeno. No importa que tan felices podamos sentirnos, Holden está ahí, como un fantasma en duermevela y es el personaje literario al que muchos no le dejarían pasar a su casa para usar el teléfono y que, al verlo por la esquina del citado suburbio, les haría entrar en pánico para luego llamar a la policía y pedir una orden de restricción a un juez. Holden es el arquetipo del eterno adolescente porque ningún joven de esa edad buscaría la madurez que le haría claudicar en sus intenciones un tanto románticas producto de su sana, anarquista y caprichosa inocencia; ninguno de ellos sueña que de grande vaya a usar traje y corbata con un empleo estable en un cubículo, con un jefe regañón y sin posibilidades de escapatoria: the happy white collar life.

A Holden Caulfield lo persigue el miedo hacia el fracaso escolar y la posibilidad de ser enviado a otra escuela; así mismo, persiste en él la necesidad de escapatoria y la tristeza por la muerte de su hermano Allie. En cierto momento de la novela, al cruzar la calle invoca la memoria del mismo y le pide que le permita desaparecer, fundirse con su memoria en el aire… ¿La imagen prefiguraba el budismo zen de Salinger? Holden no puede soportar el mundo social que le pide constantemente ser algo que no quiere ser. No soporta tener que fingir, de ahí su desarraigo y su necesidad de huir:

«El oficial de marina y yo nos dijimos que estábamos encantados de habernos conocido, que es una cosa que me fastidia muchísimo. Me paso el día entero diciendo que estoy encantado de haberlas conocido a personas que me importan un comino. Pero supongo que si uno quiere seguir viviendo, tiene que decir tonterías de esas».

Para Salinger, era importante poner ciertos valores en entredicho; siempre rescatando aquello que su primer maestro de literatura, el profesor Burnett, le enseñó: la importancia de una buena escritura que redunde en una buena lectura en donde nada debía interponerse entre el autor y la soledad del lector. En cierta forma, los primeros años de J.D. Salinger como escritor prefiguraban la personalidad de Holden Caulfield y los hermanos Glass, personajes que en su juventud habían sido niños prodigio de algún programa radial en el que destacaban por sus conocimientos y agilidad mental. Los cuentos de Salinger refieren ese tránsito hacia la edad adulta en el que vienen las obligaciones y una cantidad enorme de compromisos que cumplir. Por ejemplo: el cuento «Un día perfecto en la vida del pez banana» (Nueve cuentos, 1948) es una alegoría sobre la ausencia de movilidad, de la sofocación y del enclaustramiento de quien habita la zona de confort de su propia vida. Las obras de Salinger (sus poquísimas obras) sitúan a algunos de sus personajes en un punto de quiebre que habrá de consolidar su madurez o habrá de dejarlos en el camino del infantilismo y de la añoranza del mundo perdido de la niñez. Hay generaciones cuyo lema parece ser «no confíes en nadie mayor de treinta», pero todas tienen en común el deseo de aferrarse a una identidad que la misma madurez acaba por difuminar para quedar sólo como remembranza, ya vendrán otras generaciones a tomar el relevo. Había, en los primeros años de Salinger, la necesidad de sobrevivir con sus textos, los cuales, la mayoría de las veces, no eran aceptados por las revistas donde los enviaba. Se tiene testimonio de que padecía de conflictos con la crítica. Fue a principios de la década de los cuarenta cuando Salinger, luego de asistir a la Universidad de Columbia, empieza a escribir dos tipos de historias: unas orientadas a satisfacer las necesidades comerciales de las revistas en las que escribía (entre ellas el The New Yorker), que eran historias frívolas y complacientes con las expectativas del lector (el mundo hipócrita que tanto odia Holden), y una segunda vertiente de relatos que obliga al lector a un auto-examen, a una clase de reflexión que ponía sus valores en crisis, en suma, un tipo de lectura peligrosa para el status quo. Esto lo acercaría a escritores del movimiento beat, aunque Salinger conservó cierta marginalidad. Hubo dos factores que marcaron su vida, según Kenneth Slawensky: su experiencia en la Segunda Guerra Mundial y su rompimiento con Oona O´Neil (quien más tarde se casaría con Charles Chaplin). La experiencia de la guerra llevó a sus cuentos cierta dosis de horror y al mismo tiempo de ternura («Para Esmé, con amor y sordidez», Nueve cuentos, 1948).

Mucho de Salinger se encuentra en el personaje de Holden Caulfield, podría decirse que en el personaje está vertida su insatisfacción y su inadaptación, así como su necesidad de aislamiento y su desencanto por el mundo. Pero Holden tiene la frescura que el autor ya había dejado de tener luego de la guerra, Holden Caulfield no tiene idea de que lo que va a hacer luego de ser recluido en una clínica psiquiátrica para luego darse de alta y (se presume) continuar de escuela en escuela. Anticipamos sus fracasos futuros pero aún tenemos confianza en él, en su capacidad de encontrar una solución intermedia que acabe con sus conflictos. Parece que el Salinger joven se hubiera fosilizado en el interlineado de las páginas de El guardián en el centeno, en su necesidad de escapatoria y aislamiento. Mejor que Holden lo diga:

«Pensé que encontraría trabajo en una gasolinera poniendo a los coches aceite y gasolina. Pero la verdad es que no me importaba qué clase de trabajo fuera con tal de que nadie me conociera y yo no conociera a nadie. Lo que haría sería hacerme pasar por sordomudo y así no tendría que hablar. Si querían decirme algo, tendrían que escribirlo en un papelito y enseñármelo. Al final se hartarían y ya no tendría que hablar el resto de mi vida. Pensarían que era un pobre hombre y me dejarían en paz. Yo les llenaría los depósitos de gasolina, ellos me pagarían, y con el dinero me construiría una cabaña en algún sitio y pasaría allí el resto de mi vida. La levantaría cerca del bosque, pero no entre los árboles, porque quería ver el sol todo el tiempo. Me haría la comida, y luego, si me daba la gana de casarme, conocería a una chica guapísima que sería también sordomuda y nos casaríamos. Vendría a vivir a la cabaña conmigo y si quería decirme algo tendría que escribirlo como todo el mundo. Si llegábamos a tener hijos, los esconderíamos en alguna parte. Compraríamos un montón de libros y les enseñaríamos a leer y escribir nosotros solos».

J.D. Salinger, molesto por ser retratado a las afueras de un súper mercado

Cada lector de El guardián en el centeno vuelve a ser joven con su lectura; se sitúa en un punto en el que es posible ver hacia adelante con la esperanza de quien no ha sido marcado por las decepciones y el cinismo que con el paso de los años, son inevitables. Holden Caulfield nos enseña a ser leves como el aire, nos dice de manera sugestiva que toda escapatoria es posible y que es posible dejar de negociar y medrar de vez en cuando.

*Noe Vázquez (Puebla). Es ensayista. Colabora con distintos medios y publicaciones impresas. Cuaderno Navaja es su espacio en Pez Banana.

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