Hay una forma de iniciar esto sin una tragedia. Ya sé: Hace un par de semanas, un primo dijo: Ayer vi una película argentina sobre la vida de un tipo que incluye de todo: amor, éxito, fracaso, miseria y pérdida, y la pin#$% película me hizo llorar. Tomábamos cerveza. (Digo esto para establecer que las ganas de platicar podían conducirnos a cualquier tema.) Y le pregunté: ¿Por qué crees que lloraste? Mi primo se rió. Yo no supe ni sé ahora bien por qué, pero él se rió, luego vio hacia el piso y siguió hablando sobre otros aspectos de la película.
En la conversación éramos tres, y las palabras fueron cayendo hasta que intentamos definir el concepto de empatía por medio de esa experiencia catártica que involucró en su caso el llanto. Se mencionó en un primer momento la respuesta que no pocas veces hemos dicho para explicarnos dicha palabra: “empatía es ponerte en los zapatos del otro”. Pero más adelante, la tercera conversadora señaló el hecho de que la empatía no tiene que ver concretamente con una persona, sino con alguna emoción que uno percibe –muchas veces sin poder explicarlo con palabras– y que conduce a vivir una especie de contacto con ese otro. Y entonces nos preguntamos, ¿podría ser lo mismo? Es decir, ¿la frase “ponerse en los zapatos del otro” funciona de forma precisa como analogía de la empatía?
Vamos viendo. De momento, quizás sea conveniente sacar un significado concreto: la RAE define la empatía como: 1. f. Sentimiento de identificación con algo o alguien; 2. f. Capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos. Ambos significados son similares, pero difieren en algo muy importante. El primer significado indica que la empatía es un sentimiento y la segunda, una capacidad. En sí, ambas definiciones refieren sensibilidad emocional y, claro está, la idea de que uno (es decir un yo) se identifique con un otro (que puede ser algo o alguien). Pero el definir, por sí sólo, dice muy poco sobre este fenómeno en el que considero necesario profundizar.
El tema de la conexión entre humanos, sobre todo refiriéndose a este asunto, es algo que diversos autores –sean filosóficos y/o literarios– han tratado. Y es porque muchos –me parece o me gusta pensar– somos conscientes de que la empatía es algo que se pierde o se disipa a causa de la hiperactividad mediática que vivimos. Justo ahora podría decir algo como “Hoy en día…” y nosotros completaríamos esa frase con diversas situaciones que denotarían las adversidades que vivimos y nos vuelven más distantes. Pese a ello, se mantiene la búsqueda por informar o describir eventos e ideas que nos acerquen a lo que otros viven, ya sea angustia, dicha o sufrimiento, para erigir entre nosotros maneras de identificarnos. Por ejemplo, Valeria Luiselli y su libro Los niños perdidos (2016) da cuenta de la historia de los niños migrantes en Estados Unidos y cómo viven en una especie de campo de concentración segregados de sus familias; también está el discurso que David Foster Wallace dirigió a una serie de graduados de licenciatura titulado “Esto es agua” (2005) que tenía como propósito hacerlos pensar constantemente en lo difícil que era la vida para cualquier humano. Y podríamos abundar en ejemplos. Seguro la lectura de una lista de textos al respecto dejaría mejor definida esta palabra que ahora mismo me hace dar vueltas para saber por qué la analogía “estar en los zapatos del otro” me suena incompleta y poco precisa al momento de entender mejor qué es la empatía, y por qué nos caería bien irnos a dormir o a despertar –qué sé yo– pensando más y más sobre esta palabra y lo que implica.
Sin embargo, creo firmemente que la empatía no es algo que pueda definirse con simpleza, porque una definición nos sirve en sí para sentirnos más seguros con el uso de tal o cual concepto. Y no quiero llegar a cuestiones extremosas y decir que toda definición lo que hace es volvernos más fríos, distantes, complacientes como usuarios de una zona de confort lingüística, porque ahora ese no es el propósito, sino establecer por qué la empatía es más que estar en los zapatos del otro.
El filósofo coreano, Byung-Chul Han, destaca en su libro La sociedad de la transparencia (2013) que “es imposible establecer una transparencia interpersonal” y aclara que dicha pretensión comunicacional es poco deseable, ya que precisamente “la falta de transparencia del otro mantiene viva la relación”. De tal manera que la idea de lograr estar en los zapatos del otro se vuelve un acto psicológicamente inalcanzable; la frase nos da una idea de cercanía, pero nos devuelve a nosotros mismos, al yo que somos incapaces de olvidar por completo.
Si vemos a alguien perder a un ser querido, la empatía no se logra en el intento de conciliar lo que se siente, ya que el dolor es inimaginable. Lo que nos acerca a otros hasta alcanzar la identificación emocional es, paradójicamente, la imposibilidad de comprender en su totalidad el dolor o cualquier emoción que el otro experimente. La empatía es catártica y surge a partir de la sensibilidad, de la atención, de la interrupción del yo al grado de permitir que lo que el otro vive y tiene la valentía de expresar, viva – aunque sea de manera momentánea– en nosotros. El resto son palabras, son meros intentos por esbozar una explicación que conforme avanza se vuelve más fría y distante. Sin embargo, seguimos buscando. La búsqueda debe ante todo perder la intención de comprender para explicar. Lo que me hace pensar que este, como otros ejemplos mucho mejor logrados, no pretende aclarar, describir y ejemplificar para definirnos, sino para establecer que somos capaces de identificarnos siendo en gran medida un conjunto de seres desconocidos.
∗Luis Enrique Araoz (Sonora). Es escritor.