Tsunami (2013)
Ezio Neyra
Editoral Cal y Arena.
Por Franco Félix
Recuerdo una imagen de Ulises Castellanos. La famosa Pierna de Paulina. Se trata de una imagen brutal. Va así. Acapulco, 1997. El huracán llamado así, Paulina, tiene poco de haber pasado por la ciudad ocasionando una devastación espantosa. Vemos, al fondo de la imagen, un puerto sosegado limpio, claro. La lluvia fue tremenda y el suelo aún está sumergido en el agua. En el primer plano una fila de niños avanza siguiendo a un líder, un hombre un poco más grande que ellos. Ellos, los más jóvenes vienen cubriendo sus narices. El ambiente huele a muertos. Y cómo no, si se encontraron más de cuatrocientos cuerpos, casi todos despedazados. El sujeto al frente es más frío, menos sensible y carga en sus manos la pierna desprendida de una chica de entre 25 y 30 años. El extremo que debería estar conectado a su pelvis exhibe la carne abierta revuelta con lodo, mientras que al otro lado, del tobillo cuelga una cuerda. La mujer pensó que podía atarse a un poste para que el río no se la llevara. Sin embargo, el mismo fotógrafo comenta: “Ella no tenía idea de que el agua iba a subir poco más de dos metros. Imaginemos que el agua viene a una velocidad pavorosa, con rocas, animales, árboles, coches que están siendo arrastrados y dando vuelcos, ¡una verdadera licuadora!” Seamos valientes, retengamos, como el chico de la foto, la pierna en nuestra mente unos minutos. Volveremos a ella.
Recientemente leí Tsunami (Cal y Arena, 2013) del escritor peruano Ezio Neyra (Lima,1980). Pero no nos adelantemos todavía, no sean listillos. No elegí el recuerdo de la fotografía de Castellanos sólo por la coincidencia de los desastres naturales (Tormenta tropical-Tsunami, por si algunos no lo tienen claro todavía). Sino por el escenario que subyace en la foto y la historia del libro. Esa claridad engañosa en la que se respira algo parecido a la esperanza, la seguridad, la certidumbre. Si hacemos un ejercicio de imaginación, podemos recordar la asquerosa calma que permanece después de las catástrofes. Y es que así se percibe la tercera novela de Neyra. A partir de una historia fragmentada que rebota entre varios episodios del pasado y el presente, el autor nos conduce a lo inevitable: en esta aparente tranquilidad se respira la erosión de todas las cosas.
Hay que decir primero que la pluma de Ezio está bastante afilada. Su escritura es pulcra e inteligente. Las imágenes que coloca en el lector tienen bastante eco. Logra instalar en nosotros varias escenas a punta de escalpelo. Habrá que echar un vistazo al manejo del lenguaje que termina por seducirnos desde el comienzo. La historia está narrada en primera persona y su mayor mérito es explorar minuciosamente un tema que hallará una empatía natural en cualquiera que sostenga el libro.
Su personaje principal es Leandro. Y ya desde las primeras dos páginas nos ha revelado el conflicto. Su mujer y su hija han partido de su lado. Lo que sigue a continuación es la construcción de Buenos Aires, los rincones y los lugares en los que ha conocido a Julia (un personaje muy divertido, bastante ingenuo, supersticioso y simplón, pero lleno de energía y amor) pero también la contemplación de un Lima afectado por el tsunami de años anteriores: construcción/destrucción/sustracción. Aquí hay una alegoría bastante atractiva. En el pasado, la narración edifica, construye, mientras que en el presente el vistazo en retrospectiva desgasta, deteriora el mundo (tanto el externo, como el interno, el lecho de las emociones). El futuro no tiene cabida acá. En el ir y venir narrativo encontraremos una morfología psicológica bastante acertada. Somos testigos de la desintegración moral de Leandro. Neyra nos invita a pasear por un pasillo que conocemos bastante bien: el desamor. La analogía tiene términos filosóficos consumados en la Pasión por lo Real, la búsqueda de lo nuevo, la reconstrucción de la identidad:
En El siglo, de Alain Badiou, encontramos que el concepto de Destrucción se opone al de Sustracción. En el primero, la búsqueda de la identidad, de la libertad (sinónimos podríamos decir) alcanza su espíritu en el semblante de la violencia y la destrucción (pensemos en el siglo de las guerras y el genocidio, ¿los estragos del tsunami?). Mientras que en el segundo, en el acto de la verdad se impone la aceptación del vacío y la diferencia (la castración freudiana, ¿aceptar que Leandro está tan solo como cualquiera de nosotros?). La sustracción se expresa en el arte primordialmente. Y para ello, el filósofo se vale de una pintura de Malevich: Cuadro blanco sobre fondo blanco. En esta pieza los contornos de la obra no significan la “destrucción” del arte, sino la “sustracción” del mismo a través de un distanciamiento (¡Bertolt Brecht!) que postula lo siguiente: la mínima diferencia se impone a la máxima destrucción. Malevich no busca identificación de la diferencia, sino que toma una distancia para reformular, buscar “lo nuevo”.
Donde Leandro no encuentra el amor encontrará el amor, y donde no encuentre el dolor encontrará el dolor, una suerte de aporía beckettiana. Sólo es cuestión de concentrar la mirada y ver que la diferencia, aunque es mínima, ahí está, lejos de toda identidad, sustraída para desenmascarar el orden y captar la autenticidad. No es pan comido. El asunto es abstracto, pero dejemos que el mismo Malevich lo aclare un poco la idea con este poema que escribió por los mismos años en que pintó el cuadro:
Trata de no repetirte nunca, ni en el icono ni en el cuadro ni en la palabra,
si algo en su acto te recuerda un acto antiguo,
me dice entonces la voz del nuevo nacimiento:
borra, cállate, apaga el fuego si es fuego,
para que los faldones de tus pensamientos sean más ligeros,
y no se enmohezcan,
para escuchar el hálito de un día nuevo en el desierto.
Lávate el oído, borra los días antiguos, solo así
serás más sensible y más blanco,
pues mancha oscura ellos yacen sobre tus hábitos
en la sabiduría y en el soplo de la ola
se dibujará para ti lo nuevo.
Tu pensamiento encontrará los contornos, imprimirá el sello de tu rumbo”.
Así, nuestro personaje Leandro va contando y contándose su historia detalladamente para ubicar esa pequeña variación que logre imprimir el sello de su rumbo. El personaje no busca jamás la diferenciación sino la distancia. Hay una distancia, sí, entre el objeto narrado, ese miembro separado que significa el amor en su vida (esposa e hija), y el sujeto que enuncia, los distintos Leandros a lo largo del relato. El amor se ubica en el terreno de lo Real (no se confunda con el término de la realidad), ese registro inasible, que no alcanza a ser simbolizado, esa pasión por el vacío.
Aquí, ahora sí, listillos, la analogía completa: el amor puede ser esa pierna arrancada que sostiene el hombre en la fotografía de Acapulco. La relación opera así: hay una parte imposible en el sentido de la ausencia (lo que sobra del cuerpo en la fotografía y que está perdido para siempre, es decir, tronco, otra pierna, cabeza, brazos, lo que hace falta en el puzzle anatómico, mientras que en la novela de Ezio Neyra se trata de eso que echa en falta: la familia, esa otra parte que podría completarlo pero que está perdido también para siempre). Y desde aquí se desata la novela en todo su corpus. Se sabe perdido el cuerpo, o la familia, y lo que viene es traumático si se intenta recuperar. Así lo explica Slavoj Žižek:
“La búsqueda de lo Real así es igual a la aniquilación, una furia (auto)destructiva que se halla en el centro de la única manera de trazar la diferencia entre la apariencia y lo que es lo Real: esto es, precisamente, ponerlo en escena como si fuera un espectáculo fingido. La ilusión fundamental aquí es que, una vez que el trabajo violento de purificación se termine, el Nuevo Hombre emergerá ex nihilo, liberado de la suciedad de la corrupción pasada”.
Estamos aquí, ante una novela que tiene ese presupuesto. El personaje principal camina solo por el desierto de lo real. Busca, ahí la metáfora del tsunami, restaurar una ciudad arrasada por la violencia del océano como uno recompone su identidad ante la ira del abandono. El Nuevo Hombre emergerá de la nada, dice el esloveno, pero eso no lo veremos nosotros porque el punto final decapita la posibilidad del escenario y la renovación.