El término film noir fue acuñado en 1946 por el francés Nino Frank, quien se refería a un estilo cinematográfico compuesto por grandes sombras, escasa luz, alto contraste y encuadres dramáticos. (No hay que olvidar que el poder del cine radica principalmente en la imagen en movimiento.) Muchos de estos film noirs estaban basados en una serie de pulps (libros de bolsillo, sensacionalistas e impresos en papel del más barato) escritos con una prosa desde entonces conocida como hardboiled. Hervido duro, en español. Como si el fuego de esa estufa evaporara las florituras y los juegos lingüísticos de otros géneros. Harboiled es un término que alude a esa prosa minimalista, seca y altamente estilizada de maestros como Jim Thompson, James Cain y Dashiell Hammett. Por ejemplo, el film noir Murder, My Sweet está basado en la novela harboiled Farewell, My Lovely.
Cada vez me gusta menos usar la etiqueta noir para referirme a una obra literaria. Sobre todo porque no condiciona ningún estilo. Siento que se presta a la ambigüedad. Mete al realismo sucio y al policiaco en el mismo saco. Digo, si ya se está usando el galicismo noir de manera incorrecta por qué no usar el anglicismo harboiled de manera correcta.
A inicios de la guerra contra el narco algunos periodistas preguntaban: ¿qué necesidad de hacer noir cuando la realidad supera la ficción? Y es que en aquel entonces a muchos narradores les pareció estupenda idea calcar la realidad. Esto los condenó a ir siempre dos o tres pasos por detrás de ésta. Era como si la imaginación, su principal herramienta de trabajo, la tuvieran atrofiada. Por ejemplo, surgía la noticia de una reina de belleza ligada al narco y era un hecho el que se urdirían, no una, sino mil ficciones en torno al tema. Lo mismo pasó con las Muertas de Juárez y el Pozolero.
Estos escritores habían inventado el agua hervida. Nadie los engañaba. Siempre esclavos de su realidad, para ellos la figura del investigador privado o del policía honesto es tan ridícula como Santa Claus. Para ellos lo importante no es el individuo, sino la sociedad que le da forma. Un ejemplo de esto son las películas realizadas por el director/escritor Luis Estrada, donde todos los personajes son víctimas. Víctimas del sistema, víctimas del gobierno, víctimas de su circunstancia en general. El compromiso político y social de este director hace que el verdadero protagonista de cada una de sus historias sea el tema de moda en el momento, ya sea la corrupción política (La Ley de Herodes), el capitalismo salvaje (Un Mundo Maravilloso), el narco (El Infierno) o las villanías perpetradas por los medios de comunicación (La Dictadura Perfecta). A diferencia de un Quijote, un Aquiles, un Odiseo, un Raskólnikov, los personajes en los filmes de Estrada jamás toman decisiones. Tan solo reaccionan.
Este victimismo no es exclusivo de México. Breaking Bad, una de las teleseries más exitosas de la historia, trata de un profesor de química que se convierte en cocinero de metanfetamina, otra vez, por culpa de las circunstancias. El victimismo milénial de una generación que sueña todos los días con renunciar a su fastidioso empleo al estilo Fight Club (1999), Office Space (1999) o Wanted (2008). Los héroes de nuestros padres y abuelos decidían convertirse en comisarios, policías o detectives. Eran personajes proactivos. Tomaban decisiones basándose en valores como el honor y la decencia. En un mundo demasiado cínico, nuestros antihéroes tan solo reaccionan cuando les colman la paciencia. Se trata de una variante godinezca del monomito. El «arquetipo godinez».
Hay un detalle que hemos pasado por alto: el arte —y esto incluye al nuevo noir— es ideal. Sus límites no están definidos por otra realidad más que la establecida por el autor. Por ejemplo, cuando Chandler creó a Philip Marlowe, ese descendiente directo del pistolero en el Salvaje Oeste y del Caballero de Armadura Brillante, la figura del detective bebedor y solitario era ya una parodia de Race Williams, personaje inventado por Carroll John Daly. El mismo Chandler, John D. MacDonald, Ross Macdonald y el resto de los escritores salidos de revistas como Black Mask pudieron haber hecho historias de gánsteres alimentadas por las noticias de la época, pero no lo hicieron porque no deseaban competir con la realidad, de la misma manera en que Picasso jamás deseó competir con la fotografía.
Tal vez el nuevo noir aspira a películas como las de Scorsese y a teleseries como Breaking Bad. No tanto a las caricaturas que ofrece Mickey Spillane. Unos clichés por otros. Definitivo: son productos distintos y para gustos distintos. Aunque me gusta más la literatura Black Mask, es probable es que el nuevo noir sea mejor que el harboiled clásico. Porque es más crudo, más comprometido con las causas nobles… qué sé yo.
El hecho de que ni el héroe ni el estilo definan al nuevo noir me hace pensar que tan solo se trata de un truco publicitario, disfrazado de movimiento, y diseñado para atraer público. No sería el primero. Ya nomás le falta su propio manifiesto.
Por lo pronto leo El Cartel, la nueva novela de Don Winslow —máximo exponente de eso que llamo nuevo noir—, y descubro una historia arrancada de los titulares de la nota roja, sin un estilo memorable, con los clichés de El Padrino ofreciendo el esqueleto, y rellenada con paja. Claro, está escrita por un gabacho, por tanto no es narconovela. Por tanto es una genialidá.
Solo hay un elemento unificador en el nuevo noir: la violencia extrema. Mientras más extrema mejor. Los escritores del nuevo noir decidieron hacer ficción calcada de la realidad, y tal vez lo lograron, no lo sé, sin embargo la pregunta: “¿qué necesidad de hacer noir cuando la realidad supera la ficción?”, sigue sin poder contestarse. Al menos el que aquí escribe no ha dado con una respuesta satisfactoria.
*Hilario Peña (Mazatlán, 1979) es uno de los animadores más refrescantes de la literatura mexicana y el género policiaco. Sus novelas Malasuerte en Tijuana (Mondadori, 2009), La mujer de los hermanos Reyna (Mondadori, 2011) y Juan Tres Dieciséis (Random House, 2014) han sido recibidas con entusiasmo por lectores de todo el país. Su más reciente novela es Pégale al diablo (Nitro/Press, 2016).