El arte de recordar

Un distintivo de los movimientos sociales que mediante la lucha armada pretendieron cambiar las cosas en el país en la década de los sesenta y setenta fue que también emanaron de las escuelas, principalmente de las universidades. Las figuras sobresalientes de esas décadas trágicas que marcan otra historia negra y vergonzante para México son dos maestros normalistas: Genaro Vázquez y Lucio Cabañas.

El mundo entonces estaba dividido en dos bloques que tenían a la cabeza, respectivamente, a la desbaratada Unión Soviética y a los EUA, quienes habían entrado en lo que todos conocemos como Guerra Fría, y que no es otra cosa que los juegos de vencidas practicados entre estos dos países mediante la influencia (o amenaza, según quiera verse) en el resto del tablero mundial. En Latinoamérica estaba calientita la victoria revolucionaria en Cuba y servía de inspiración a organizaciones sindicales, grupos políticos de izquierda y, por supuesto, a los jóvenes en las universidades, los cuales creían que podían hacer la revolución y ponerle fin a los abusos y desigualdades cometidos por unos cuantos en el poder.

Así como en la Revolución Mexicana los hombres del norte jugaron el papel destacado y determinante en la lucha y, al final, se quedaron con el poder, en lo sucedido durante estas dos décadas de batallas en las sombras, de “guerra sucia” como se le ha llamado comúnmente, el norte de México no estuvo exento. Fue en Sinaloa durante la primera mitad de la década de los setenta que la FEUS (Federación de Estudiantes Universitarios de Sinaloa) estableció contactos con los grupos guerrilleros, se hizo del control de la UAS y obligó al rector Armienta Calderón a renunciar. Es de este movimiento estudiantil que emana el grupo conocido como Los Enfermos. Conjura que pretendió organizar a las masas, extender su influencia al campo sinaloense, pero que al final corrió la misma suerte que el resto de grupos clandestinos en el país: fue eufemísticamente “reprimido”.

Organizada a la manera de un tratado de anatomía y contada como si fuera un largo poema, Anatomía de la memoria (Candaya, 2014), novela de Eduardo Ruiz (Culiacán, 1983), retoma la historia de los Enfermos, o mejor dicho la memoria de los Enfermos, para narrar vidas que nos van llevando hasta el centro de algo que bien podría ser la memoria: el punto lejano donde diríamos que comienza todo lo que fuimos y por lo tanto, todo lo que somos. El punto primigenio del recuerdo, la coyuntura, la simiente, el motivo o el pretexto de lo que viene después y terminará rebasando hasta al futuro. Conforme avanzan las páginas nos damos cuenta que la obra lo abarca todo: el cáncer que es nuestro cuerpo, el cáncer que son las ideas, las ilusiones, el amor, el crimen, el cáncer que somos como humanos y el cáncer que es la vida.

En la novela se narran hechos que sucedieron cuarenta años atrás y que van transformándose conforme se les va recordando; hay una juventud que se ganó la vejez por lo que hizo y que dejó de hacer, que carga con sus muertos y desaparecidos; hay crimen y victimas que por momentos se cambian los roles y al final se vuelven indistinguibles; hay, sobre todo, un gran dominio del arte de contar, de ir condensando lo que es el libro, lo que significa el libro para el hombre en frases que se claves en casi todas las páginas; se extienden las frases (¿los versos?) para crear un espacio que se va llenando de literatura, de la buena. Aquí no hay otra ambición que la de los viejos monstruos de la literatura, aquellos maestros que marcaron las maneras de contar una época, combinando siempre lo mejor de los recursos clásicos (véase si no la influencia enorme que aquí tiene Anatomía de la melancolía, de Burton). Eduardo Ruiz escribió la novela que debió hacer la generación de los sesenta, la de los setenta y se lleva entre las patas a la de los ochenta. Ruiz finiquita de una vez esos líos de generación siguiendo el consejo de Ciryl Connolly: hay que intentar el gran libro, la obra maestra, esa tiene que ser la única ambición (y parafraseo, por supuesto). El autor lo intenta, juzgue usted si lo consigue. Pero advierto: no es un libro fácil y ocupa leerse y releerse.

La ambición de esta novela viene a dar un sopapo a los que se quejaban que se habían perdido las ganas de contar, el interés por levantar enormes construcciones lúdicas. Voy a dar un ejemplo sencillo: Anatomía de la memoria es la novela que hubiera sido Los detectives salvajes de haber sido una buena novela.

∗Alfonso López Corral (Navojoa, 1979). Autor de La noche estaba afuera (Tres Perros, 2011) y Musiquito del Talón (Tierra Adentro, 2013).

Pez Banana