Es posible que uno de los representantes más señeros del periodismo literario sea Truman Capote. Parto de mi experiencia personal para hablar de él. Tenía dieciséis años cuando leí a A sangre fría (1966) y el impacto de la novela en mí fue tan brutal que sus imágenes, luego de haber pasado tantos años de haberlo leído seguían bullendo en mi cabeza como si las hubiera leído ayer. Capote nos demostraba el poder ficcional de los eventos reales a partir de una perspectiva que enriquecía la comprensión de los eventos. Por lo regular, el término periodismo literario se refiere a textos en primera persona que capturan una experiencia personal. Uno de sus representantes es el llamado creador del periodismo gonzo, Hunter S. Thompson, pero también se le suman nombres como Tom Wolfe o Tomás Eloy Martínez. Capote tuvo un detractor en Norman Mailer, quien más tarde supo valorar la aportación de Capote al tomar como modelo esta novela y escribir La canción del verdugo (1977), relación de hechos sobre los crímenes de Gary Gilmore, su condena y ejecución, una novela reportaje que parece deberle mucho a Capote. En alguna ocasión dije un poco bromeando que Miedo y asco en Las Vegas (1971) de Hunter S. Thompson era toda lectura necesaria para cualquier estudiante de periodismo, es una exageración, desde luego, pero hay una verdad parcial en ello. La novela de Thompson está escrita en primera persona y al mismo tiempo condensa muchas voces narrativas a las que va saltando con una facilidad pasmosa. El narrador les cede la voz a sus distintos personajes sin que parezca que exista un ápice de esfuerzo. No es extraño que tenga tantos discípulos. Alguien me dijo alguna vez que los de la revista VICE parecían emular en cada uno de sus artículos a Thompson, y que no siempre lo lograban. Iván Ballesteros, editor de esta revista, mencionó Ébano (1998) de Ryszard Kapuściński (Pinks, Bielorrusia, 1932-2007) como representante de este tipo de narrativa: el periodismo fundido con la literatura como ímpetu de creación, la auto ficción unida con la narración histórica, la relación anecdótica reunida con los datos duros, el reportaje como excusa para el ensayo, la relación de hechos como medio de la ficción, el viaje como tema literario. No conocía la obra de Kapuściński, estas líneas tratan de compensarlo y vienen de una invitación y una curiosidad bien recompensada por ese texto.
Lo que desconocemos de África es inmenso. Se trata de una geografía abrumadora por su riqueza hídrica, sus minerales, su flora y su fauna. Es tan heterogénea que describirla es un reto que abruma incluso a los viajeros más arriesgados. Abundan los estereotipos. Encendamos la televisión un momento: aleatoriamente vemos una de las escenas de Congo (1995) de Frank Marshall donde observamos a unos viajeros recién llegados al país que para variar, es un polvorín, de repente todo cambia, la tranquilidad la rompe el ruido de detonaciones, sirenas, altavoces; una guerrilla de tantas ha tomado el poder por enésima vez, el país es tan inestable que cualquier cosa puede pasar. Un warlord o «señor de la guerra» se asume dictador de alguna república olvidada por el progreso y la civilización. El tan manido estereotipo nos dice que el continente es un reino de barbarie y salvajismo. África es un territorio abundante en recursos naturales pero atrasados en logros económicos y progreso social. Continuemos: gritos en lengua incomprensible, ruido de armas de asalto. Un militar pidiendo a los turistas que se bajen del jeep, que entreguen pasaportes. El estereotipo funciona y es creíble porque es real o puede serlo. Escribo desde las imágenes forjadas desde el prejuicio de mi propia imaginación novelesca. Esta es otra: una primatóloga que investiga las costumbres de los chimpancés conoce a un grupo de niños en una región del Congo, les teme, llevan unas playeras con la leyenda: «Atomic Bomb», la primatóloga sabe que en cualquier punto podrán atacarla, puede tratarse de un grupo guerrillero infantil, de una secta de niños asesinos ligada a un grupo terrorista. Lo cierto es que es que se trata de un inofensivo equipo de voleibol que lleva como uniforme la imagen de un hongo atómico. Esta es una escena descrita en Playa de Brazzaville (1990) de William Boyd, novela que combina las matemáticas y los estudios sobre primates. O bien, en la misma obra vemos un cañón abandonado en medio de la selva, comprado con el sudor y la sangre del pueblo a algún dealer que a su vez lo adquirió a un traficante europeo, cada quien recibirá su parte en este juego alimentado por la sangre de los inocentes. África expresa en nuestra imaginación el atraso social y la maldad humanas en su expresión más morbosa. Podríamos seguirnos con la cinta El último rey de Escocia (2007) en donde vemos a Forest Whitaker como Idi Amín, el terrible dictador ugandés, famoso por su salvajismo y sus crímenes, la explotación de sus habitantes, los prisioneros políticos, el terror provocado por los asesinatos políticos. Hay algo que define nuestra imagen de África: el terror, la barbarie, las hambrunas, las dictaduras constantes, los regímenes militares que van y vienen. El mensaje es muy claro. No visite África si no tiene algo muy específico que hacer ahí. Si no es estrictamente necesario.
África es un continente que conserva las heridas de sus invasiones, la explotación de sus recursos naturales, la depauperización de estilo de vida de sus habitantes cuyo territorio ha sido saqueado y expoliado una y otra vez. Ha sido invadida por franceses que se instalaron en el norte del continente, por portugueses que traficaban con marfil y exportaban esclavos, por los belgas, que sentaron sus reales en el Congo, por los ingleses, por los alemanes que se establecieron en Namibia y crearon ahí en el siglo XIX una antecedente de lo que serían los campos de concentración. Cuando pensamos en los extremos de la crueldad humana y del hambre nuestro primer pensamiento se dirige al continente negro: niños famélicos y desorientados, con la mirada perdida y rodeados de moscas. En África, como es retratado en Ébano, se expresa mucho mejor el darwinismo social. Para el autor, se vive en un estado de alerta constante. Todo puede pasar, toda situación se vuelve extrema: los rigores de un sol implacable que de súbito parece convertir el páramo en un infierno, lo insoportable de las noches en donde aparecen insectos por todas partes que no te dejan dormir y que te infunden miedo. La idea constante del peligro, la posibilidad de ser capturado por un grupo de rufianes o de perderse. Se dice que en 1966, Kapuściński fue rociado con benzina por los rebeldes nigerianos, estuvieron a punto de inmolarlo hasta que un oficial de alto rango dio la contraorden. El autor narra la forma como su transporte se descompuso en medio de desierto con un acompañante de nombre Salim, con el riesgo de haber muerto de sed e inanición; o el riesgo a ser asaltado o capturado por miembros de guerrillas o de una revolución popular, tal y como narra en el relato «Zanzíbar»; o bien, viajar por caminos en donde se escalan desfiladeros siempre con el riesgo de despeñarse.
Para el autor, el africano de cualquier etnia vive con la idea abrumadora del peligro constante, todo puede atentar contra su vida. Sin importar si vive en alguna aldea del subsahariana o en alguna bulliciosa urbe, lo persigue la noción de vivir a la intemperie y sin ninguna protección, sujeto a cualquier tipo de calamidad. En África las enfermedades son mucho más mórbidas, el sol mucho más riguroso, las tormentas mucho más implacables, la naturaleza humana mucho más perversa, una lucha de todos contra todos para no sucumbir al hambre, a las enfermedades, al asesinato. No hay caminos para que las personas puedan transportar la mercancía que venden, no hay sistemas de seguridad social, los pocos hospitales carecen de suministros, de médicos, de presupuesto. Los africanos lo tienen todo, pero carecen de lo que se considera mínimo para otras sociedades.
Ébano fue confeccionado a partir de las vivencias del autor en el continente africano como viajero y como corresponsal periodístico de un diario polaco, viajes que iniciaron a partir de 1957 y que se repetirían esporádicamente a lo largo de cuarenta años. El gran mérito de Kapuściński es haber reportado sus crónicas a partir de la observación directa, no como la mayoría de los corresponsables que llegan a hospedarse en algún hotel con aire acondicionado sino entrando directamente a las aldeas y barriadas, muchas veces poniendo en peligro su propia vida. El autor nos menciona:
“Siempre he evitado las rutas oficiales, los palacios, las figuras importantes, la gran política. Todo lo contrario: prefería subirme a camiones encontrados por casualidad, recorrer el desierto, con los nómadas y ser huésped de los campesinos de la sabana tropical. Su vida es un martirio, un tormento que, sin embargo soportan con una tenacidad y un ánimo asombrosos.”
Ébano será nuestro viaje iniciático, a partir de ahí conoceremos la cosmovisión general de los diversos pueblos africanos, su sentido de la temporalidad, la forma de manifestar y expresar una metafísica que no reconoce una divinidad en especial, sino la idea de que cada ser humano debe creer en algo superior; una religiosidad que los lleva a creer en tres mundos distintos y conectados entre sí: la realidad visible y sensible que nos rodea, el mundo de los antepasados y el mundo de los espíritus, de ahí sus creencias en el vudú y el chamanismo; otra vertiente de esa religiosidad es la idea de la existencia de brujos y de maldiciones. En esta serie de crónicas destaca el encontronazo que supone para el autor, ser un europeo en África. Volviendo al tema de la temporalidad, para los europeos, el tiempo funciona de manera independiente de los seres humanos, el tiempo es algo exterior, fuera de nosotros y completamente inexorable e implacable. Esclavo del tiempo, el europeo se somete a él, el europeo respeta el calendario, los onomásticos, los plazos y las fechas. Para un africano, según Kapuściński, el tiempo es «una categoría más holgada, abierta, elástica y subjetiva. Es el hombre el que influye sobre la horma del tiempo». Para ellos, el tiempo depende de nuestros actos y de alguna manera lo generamos, lo creamos a partir de nuestra voluntad. De ahí esa forma tan despreocupada de muchos africanos al esperar algo, de su ahí su falta de sentido de la urgencia.
Ébano es un retrato humano, profundamente humano, una relación de 29 relatos en primera persona que se acerca a los rostros y el sufrimiento de la gente, a sus pequeñas y no menos importantes aspiraciones. Seremos testigos de los viajes del reportero: Zanzíbar, Uganda, Ghana, Costa de Marfil, Ruanda, las diversas aldeas del Sahara. Relatos personales que nos invitan a perdernos en el azar de las coordenadas del continente negro. Cada capítulo es un episodio que relata una experiencia relevante, iluminadora, perturbadora: aldeas en donde sus habitantes se temen a sí mismos y están condenados a la autodestrucción porque ya nadie confía en nadie ya que cada habitante es el brujo o el hechicero del otro —la magia y la superstición definen las relaciones de los habitantes—, la crónica de la matanza de Ruanda que enfrentó a los tutsis contra los hutus, los contantes golpes de Estado. Kapuściński dedica un capítulo al dictador Idi Amín, y hace una vívida descripción de una típica ciudad africana con sus habitantes, al hablar de la población menciona:
“[La gente] Deambula, permanece sentada a la sombra, mira a su alrededor, dormita…No tiene nada que hacer. Nadie la espera. Por regla general pasa hambre. El más mínimo acontecimiento callejero —una riña, una pelea, un ladrón atrapado— inmediatamente reúne una multitud de esa gente. Y es porque está en todas partes; los mirones del mundo: sin hacer nada, esperando a Dios sabe qué y viviendo de no se sabe qué.”
Para Kapuściński, la literatura también es una ruta geográfica. Fue periodista, historiador, ensayista y poeta. Fue testigo de 27 revoluciones, de hambrunas, de cambios de régimen y golpes de estado, de las condiciones de vida en diversos lugares de la extinta Unión Soviética, hechos que relata en El imperio (1993), obra que narra el despotismo del gobierno soviético y el infierno de sus cárceles. O bien, la crónica de la revolución de los ayatolas en El Sha o la desmesura del poder (1982). Fue un crítico de los manejos de los medios de comunicación y vertió sus desavenencias con ellos en el libro Los cínicos no sirven para este oficio (2000). Considerado como maestro de periodistas, es visto más allá de las demarcaciones de su oficio. En el autor confluyen las figuras del poeta, el historiador, el ensayista y el viajero constante. Si la lectura de Ébano constituye un periplo, abandonar sus páginas supone una suerte de nostalgia inmediata y como lectores tenemos la suerte del regreso pendiente y la revisión del resto de sus ensayos.
∗Noé Vázquez (Puebla). Es escritor y ensayista. Cuaderno navaja es su espacio en la pecera. Publica en la revista Crash.mx y otros medios.