Dos novelas de Laurent Binet

Es un hecho que todo está repleto de signos y como quiere Cortázar: «hasta el parpadeo es lenguaje». Todo esto se complementa con la retórica, que es el discurso, la forma con la que influenciamos el mundo a través de la palabra. En su novela La séptima función del lenguaje (2016), Laurent Binet (París, 1972) encuentra un símil de estos dos fenómenos con un juego de tenis que se debate entre lo ofensivo y lo defensivo: Björn Borg es defensivo, es decir, es semiólogo, analiza, interpreta, decodifica, el mínimo gesto del oponente es una señal; John McEnroe es retórico, ataca, es contundente, lo suyo es el puro instinto animal, busca aplastar al contrario, primero dispara y después pregunta. Ambas posturas son necesarias y complementarias. Las dos estrategias tenísticas han sido usadas como mecanismos de control político y social: formas que adopta el periodismo, la publicidad, el discurso político. Lenguaje es poder, así lo descubre Orwell cuando concibe el newspeak. Michel Foucault afirma que entendemos el mundo a través de una serie de conceptualizaciones, de códigos impuestos por un poder invisible que nos domina. Quien define una lengua le da forma a la realidad, crea una serie de mitos e impone un conjunto de valores que forman la vida social y las estructuras políticas y económicas. El sistema de signos que forma el lenguaje hablado y escrito ejerce tal influencia que basta la frase que amenaza con otra frase: «Te maldeciré». Roman Jakobson le descubre al lenguaje seis funciones y una adicional, la función de carácter performativo, aquella que permite que una oración se traduzca en actos: «hágase la luz» y la frase parece crear el mundo; «los declaro marido y mujer» y justo en ese momento, dos personas se unen en un compromiso que se presume eterno; «lo condeno a cadena perpetua» y la sentencia se convierte de inmediato en función. Las palabras son actos. Quien tenga el poder del lenguaje performativo, tendrá el poder de convencer y de dominar. Lenguaje es intercambio, tenis verbal, las palabras (como imagina Foucault, personaje en este novela) son la plasticidad de la pelota que cambia de forma cuando cruza la red.

Pero hablar de sistemas de signos, para Laurent Binet, también es hablar de la ciencia de Sherlock Holmes, es nombrar el sustento policiaco que hay en toda disciplina y en toda filosofía. El científico, como el investigador que busca la verdad, interpreta, busca las causas últimas, sigue indicios, se apoya en datos y en intuiciones, descubre relaciones ocultas entre dos fenómenos aislados en apariencia y además crea un sistema de pensamiento. Ser un semiólogo, para Laurent Binet, es también ser un detective. Binet retoma alguna de las ideas de la Escuela Francesa: «toda ciencia es un conjunto de hechos significantes», le hace decir a uno de los personajes de la novela. Pensar como detective supone que evitaremos creer en coincidencias, lo cual es un tópico de cualquier serie policiaca donde el investigador se coloca en el límite de la paranoia («yo no creo en casualidades» dice, mientras se quita los guantes de látex y reflexiona en la escena del crimen). Cree el científico, el investigador, el policía, el semiólogo, que hay un conjunto de indicios presentes que ocupan el lugar de una trama invisible para quien no está lo suficientemente despierto. El entramado que propone Laurent Binet en su novela tiene como punto de partida un accidente: Es 1980, Roland Barthes, el máximo representante del estructuralismo y autor de best sellers como Mitologías (1957), El grado cero de la escritura (1953) y Fragmentos de un discurso amoroso (1977), muere atropellado por un camión al salir de un almuerzo con el que será el presidente de Francia, François Mitterrand. Para Binet, este hecho resulta muy extraño: Le sorprende por lo rápido de los hechos, le intriga la reunión con Mitterrand, piensa en sus últimos trabajos y en las teorías que estaba desarrollando. Aquí es donde los hechos se convierten en novela: Nos alejamos de los datos duros y pensamos que debe haber un investigador asignado al caso, o dos, como en las novelas de Conan Doyle. El nombre del investigador será Bayard, ahora ya estamos dentro en el terreno de la ficción, no hay que confundirse. Bayard no parece estar muy enterado de la vida del personaje, sabe que es alguien famoso, un académico, un escritor. El detective sabe poco de lingüística o teoría de signos, vaya, no le interesa, no es su trabajo. La muerte de Barthes parece accidental pero hay indicios que permiten suponer que se podría tratarse de un asesinato. Luego vienen las preguntas: ¿Quién desearía su muerte? ¿Qué hace aquel Citroën negro vigilándonos? ¿Por qué es tan importante encontrar aquel supuesto manuscrito en que estaba trabajando? Signos que palpitan por todas partes.

Bayard tiene que entrar en el ámbito académico, conocer las teorías en las que trabajaba Barthes, entrevistarse con sus colegas que forman el círculo de la French Theory: Jacques Lacan, Michel Foucault, Louis Althusser, Jacques Derrida, Gilles Deleuze. El detective empezará de cero en este ambiente, Laurent Binet logra develarlo para los lectores del siglo XXI: tan politizado en las distintas vertientes ideológicas, tan antagónico a nivel académico en donde cada intelectual habla con recelo y resentimiento sobre sus pares, tan boyante en nuevas formas de comprender la realidad. Bayard tiene que apoyarse en un joven académico para entender el caso, su nombre es Simon Herzog, una especie de Sherlock Holmes del mundo de la semiología. La investigación será un tránsito doble: la exploración de las diversas teorías del lenguaje como si se tratara de un rito de iniciación (para los lectores, para los personajes): Orígenes de la ciencia semiológica con Saussure, clasificación de las funciones del lenguaje por Jakobson; las sociedades de control y las máquinas de las que hablaba Deleuze; las ideas de Foucault con respecto a los cambios en el discurso y sus teorías sobre el lenguaje… Simon Herzog es una máquina de descubrir relaciones ocultas, cree vivir en una especie de sueño, está cercado por su propia inteligencia y talento deductivo, pero el autor le ha adherido cierta multidimensionalidad que le permite mirar hacia afuera del mismo texto que leemos y pensar en sí mismo como un personaje.

Binet logra un firme trenzado en el que todo está relacionado: Si Althusser enloquece y estrangula a su mujer hay que establecer un vínculo con el manuscrito perdido de Barthes: fue ella quien lo destruyo; si uno de los detectives tiene que asistir a Cornell a una conferencia de Derrida, leerá Lector in fabula (1979) de Umberto Eco durante el trayecto en el avión, y Umberto Eco a su vez, será visitado en Bolonia para un interrogatorio en relación a su amistad con Barthes. En La séptima función del lenguaje todo es pretexto para la intertextualidad y la búsqueda de relaciones ocultas que hace que por momentos la escritura resulte un tanto barroca. Definida como metanovela, al igual que su anterior trabajo, la obra parece ser un homenaje al sabio de Bolonia. En esta (a veces) disparatada búsqueda de relaciones, de indicios y de afinidades, me doy cuenta como lector, que no puedo evitar pensar que, el mismo año en que murió Roland Barthes, apareció El nombre de la rosa (1980), obra que rinde culto a la inteligencia, la deducción y la búsqueda de la verdad más allá de los dogmas y las supersticiones. Para Umberto Eco, el filósofo es un detective y viceversa, y en ese universo medieval en donde se atesora el conocimiento como una fuente de privilegios para una clase, el personaje guardián de la biblioteca será un homenaje a Jorge Luis Borges, lo cual me da pretexto para recalcar lo metaliterario que hay en la obra borgeana y me da excusa para continuar con el siguiente punto; mientras, dejamos que los lectores y el autor sigan con su deportivo intercambio de pelotas en ese esforzado match que parece no terminar mientras se resuelve el misterio de la muerte de Barthes.

Hay algo que conecta a Laurent Binet con Borges, lo tengo presente en el procedimiento que utiliza en «El tema del traidor y del héroe» que aparece en Ficciones (1944). Borges empieza su relato a la manera de una digresión, ensayo o declaración de propósitos acerca de la obra que quiere escribir: «…y que ya algún modo me justifica, en las tardes inútiles. Faltan pormenores, rectificaciones, ajustes…», afirma. Borges plantea como la narración misma el borrador de un argumente que él dice «algún día escribiré». Así que la intención de Borges de relatar (que es el relato mismo) es una obra policiaca de investigación histórica en donde cabría la influencia de Chesterton y de Leibniz, y de las matemáticas de Condorcet. En este aparente proyecto de relato el mundo es una representación teatral que utiliza elementos de la historia de la literatura como las obras de Shakespeare, en particular Julio Cesar y Macbeth. El historiador y detective, que según Borges, se llamará Ryan, termina descubriendo las claves de una conspiración destinada a limpiar el nombre del personaje principal: Fergus Kilpatrick, bisabuelo de Ryan, héroe y al mismo tiempo traidor. Esta conjura, planeada por su amigo, Alexander Nolan, tendrá como objetivo juzgar al héroe por traición y al mismo tiempo, enaltecerlo como precursor de la independencia de Irlanda, hacerlo ver como mártir y luego detonar la rebelión. Todo a través de una representación teatral en la que participará la ciudad entera. El historiador termina por descubrir que la historia está imitando a la literatura y no al revés, como suele suceder; observa los trazos que dejan los signos, descubre una trama invisible, una «oculta línea de tiempo». Hermenéutica aplicada a la realidad de la historia. Borges tuerce la relación entre historia y ficción para hacer que la realidad imite a la literatura. El orquestador del plan, Nolan, se adelanta a su decodificador, deja pistas sueltas con la esperanza de que un futuro historiador dé con la verdad. Y va más allá, anticipa que el futuro investigador encubrirá los hechos. Esta idea siempre me provoca escalofríos. Borges sostiene que ese cuento que leemos no es la versión definitiva, nos aclara que el cuento no ha sido escrito pero señala sus términos. Es, al fin y al cabo, un cuento en la disección de sí mismo.

Afirma Ricardo Piglia que los cuentos de Borges «hablan de Borges leyendo». Así, leerlo será adentrarse en los tomos que heredó de su padre o en las múltiples lecturas que hacía en la biblioteca Miguel Cané. El cuento borgeano se asemeja al ensayo y a la autoficción de un lector. Tal y como en «El tema del traidor y del héroe», la novela de Laurent Binet, HHhH (2010) puede concebirse como una obra autorreferencial, habla de sí misma utilizando los mismos «tiempos» de la narración a la manera pequeñas digresiones cuyo valor consiste en dar la apariencia de no interrumpir el desarrollo de la trama. Laurent Binet empieza escribiendo su obra a la manera de un ensayo que trata sobre la obra que, según él, está escribiendo (y que es justamente la obra que estamos leyendo). De esta manera, no sabemos si estamos ante la introducción de una novela o su prólogo, la novela misma, en anteproyecto de una obra enviada al editor para solicitar un adelanto o una serie de circunloquios escritos para evitar el difícil paso de entrar en el meollo del asunto. Laurent Binet escribe un relato sobre Checoslovaquia, la ciudad de Lidice, la historia del nazismo, la Gestapo y el grupo de valientes patriotas destacados en Praga para atentar contra la vida de Reinhard Heydrich y lo que pasó después. Y de paso nos dice cómo le hizo para escribirlo y qué clase de documentación utilizó (o está utilizando). La obra tiene la presentaneidad de un work in progress. HHhH se desvía con frecuencia hacía lo que el autor se niega a que sea su narración, dando ejemplos de lo que no quisiera escribir; se entretiene con pasajes alternativos en donde parodia el estilo de otros escritores de novelas históricas, con frecuencia nos dice lo que le agrada y le desagrada, los adjetivos que sería incapaz de utilizar o bien, las referencias demasiadas oscuras que debe rechazar en su narración ya que le parecen de poco rigor histórico. Laurent Binet se crítica a sí mismo en los que parecen «tiempos muertos» de la narración. Se le crea al lector la impresión de que es testigo de la gestación de la obra que lee. El autor, lejos de mostrar la novela ya «hecha» para el ámbito del lector y su soledad (claro, mientras el autor se ha desentendido de todo bebiendo una margarita en un camastro en alguna playa caribeña), el escritor se «queda» en las páginas acompañando al lector que es testigo en «en vivo y en directo» y en «tiempo real» de la ejecución, las lecturas que alimentan constantemente el desarrollo del texto, la evolución del estilo y las dificultades de la ejecución. Esta autorreferencialidad no lo aleja de la historia que quiere contar sino que encuentra confidentes y amigos en quienes parecen observarlo (con su anuencia) en una lectura y escritura que se apetece de candid camera.

narra la vida de Reinhard Heydrich, conocido también como «La bestia rubia», «El hombre más peligroso del Tercer Reich», «El carnicero de Praga» y del atentado que terminó con su vida de parte de dos paracaidistas enviados por el gobierno checoslovaco desde el exilio en Inglaterra: Jan Kubiš y Jozef Gabčík. Heydrich fue uno los gestores de la policía secreta del régimen de Hitler. Se reconoce su participación en la fundación de la Gestapo, a la que fusionó con la SD y la policía criminal o Krippo. Él y Heinrich Himmler crearon una estructura represora para blindar el sistema totalitario que, a través de la información, el terror, el chantaje, la represión, el asesinato y las deportaciones logró eliminar toda forma de resistencia y rebelión que hubiera acabado con el sistema político del nazismo dentro y fuera de Alemania, de ahí el título del libro: Himmlers Hirn heisst Heydrich («El cerebro de Himmler se llama Heydrich»). Heydrich tuvo también dentro de su currículum la creación de los Einstatzgruppen, o Grupos de Operaciones, cuya misión era limpiar de judíos, elementos subversivos y razas indeseadas las ciudades y pueblos ocupados por el ejército. Tiempo después, Heydrich fue nombrado por el führer, protector de Bohemia Moravia, en donde gobernó con mano de hierro como una especie de procónsul todopoderoso. Tanto a Heydrich, como Eichmann y Himmler, son responsables de la conspiración de Wanasee, en donde se decidió el destino de millones de judíos que fueron asesinados en campos de concentración. Se creó una estructura legal, administrativa y logística que empezó a conducir trenes llenos de prisioneros a Belzec, Sobibor y Treblinka, que fueron los primeros Lager masivos. Como los materiales de la historia son imperfectos y perecederos Laurent Binet nos da un esbozo de una serie de hechos defendiendo aquellos que le parece más lógicos y probables tratando de llenar las lagunas históricas sin entrar demasiado en la fantasía y la especulación. Jan Kubiš y Jozef Gabčík, que son los héroes del relato llegan a Checoslovaquia sin conocer a nadie, ahí se pondrán en contacto con miembros de la Resistencia para llevar a cabo el atentado que termina por salir mal debido a que la metralleta Sten que lleva Gabčík se atasca y tienen que proceder a poner una bomba en el Mercedes descapotable de Heydrich quien, en su soberbia, pensaba que tenía a checos y eslovacos bajo control y por tal motivo no usaba un coche blindado. La venganza por la muerte de Heydrich (quien fallece de septicemia una semana después) es brutal: la Gestapo sigue toda clase de pistas que no la llevan a ninguna parte, incluso destruyen el pueblo de Lidice como represalia. Miles de personas mueren como venganza por la muerte de este personaje, una lección para todo un pueblo. Lidice se convierte en un símbolo de la barbarie del nazismo y pone en contra del régimen a la opinión pública internacional. Finalmente Jan Kubiš y Jozef Gabčík junto con su grupo de conspiradores son localizados escondidos en la cripta de una iglesia donde son rodeados y asediados por setecientos SS. Terminan por suicidarse para no entregarse a sus enemigos.

Con HHhH, Laurente Binet buscaba, según él, una deconstrucción de las relaciones entre realidad y ficción en una obra abierta a sus procesos internos, con nexos muy cercanos con el lector. Siempre tengo la impresión de que la obra parece desplazar sus placas tectónicas a la espera de transformarse en algo distinto y desconocido, además de que lleva el género hacia sus límites de torsión con respecto a la definición de la novela como género de géneros. El autor afirma que su próxima obra tratará sobre el tema de la hispanidad, podemos anticipar que buscará un punto de quiebre que conduzca a la innovación y que además, nos dará mucho de qué hablar. Los lectores que nos sentimos herederos de la cultura española lo vamos a agradecer.

Noé Vázquez (Puebla). Es escritor y ensayista.

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