Crónica que se transformó en reseña: «Toda la soledad del centro de la tierra»

Fueron tres días para leer el libro con la portada de un niño en las sombras, media mañana del 13 de enero para 83 páginas, el resto se distribuyeron entre las 5:30 pm a las 00:57 am. Van 2:39 minutos de la canción The Colours of Chloë de Eberhard Weber. Es 1:00 am y no puedo para de llorar.

Increíble es una palabra de rechazo, misma que es contraparte de lo cotidiano, lo ya conocido. Con temor, una puede articular dicho adjetivo y perderse en lo que no había formulado alguna vez, lo increíble que a veces somos y hacemos. Ahora me traslado a mi experiencia con la novela Toda la soledad del centro de la tierra (Alfaguara, 2019) de Luis Jorge Boone (Monclova, 1977). Podría parecer como cuando te enteras por las noticias o por boca de alguien más sobre las atrocidades que ocurren por la violencia de este país. Sin precisar podemos decir, contar lo que ocurre, pero nunca terminamos de asimilar la información. Supongo que una forma de seguir adelante es a través del número que se suma, que se incorpora a una cifra. La novela nace de un problema social que se ha encarnado en nosotros desde la proximidad. El hecho en el que quizá se origina la trama de la novela es la masacre en Allende, Coahuila, ocurrido en el 2011 a causa de una venganza llevada a cabo por el cártel de los Zetas. Entre esos años, 2011 al 2019 que sale la publicación, y el de hoy, los temas tratados siguen latiendo en el imaginario y en la realidad colectiva: el abandono, el despojo, las migraciones, la infancia robada, la violencia…

Toda la soledad del centro de la tierra narra los periplos de un niño huérfano entre los nueve y diez años, con el súper-anti-poder de ser invisible, es decir, ser un campeón para esconderse. Chaparro, como todos los primos lo conocen, vive con su abuela, la Güela Librada, tras ser abandonado por su padre y luego por su madre. Un día decide huir de casa e ir en búsqueda de sus progenitores hacia el próximo pueblo, Los Arroyos. En su intento de volver al origen se encuentra con el crimen organizado que habita las casas, el pueblo, todos los espacios dejando un rastro de miedo que acaba en el pozo.

Nomas dejaban los puro cimientos.

Las ruinas a punto de caerse enteras.

Los boquetes abiertos.

Como un mal recuerdo.

Para que los voltee a ver el que tengas huevos

para voltear.

¿Y, pues quién iba a querer ver aquello?

Nadie.

Para que no se les olvide ese hoyo negro que le

escarbaron al pueblo en la mera frente, en la

mera conciencia.

Dentro de las 173 páginas encontramos con el relato contado por el niño que está creciendo, poemas armados con un montón de voces y dos apartados; La Sangre y Los Gritos, que podríamos llamarlos cuentos por la independencia y fuerza que los sostiene dentro de la novela. De manera que la unión de todos estos recursos aporta a la lectura una dinámica audaz que progresa en la historia, al tiempo que se intercala en diferentes espacios de la narración.

Si sabe dónde están los otros, aunque no los vea, cómo no va a saber dónde está él. Es ciego, nomás, no está muerto. Porque nada más los muertos no saben dónde están.

No me dejen solo contarles sobre la oscuridad que abarca el relato. La verdad, son curiosas las formas que hay dentro, como los pedacitos de canciones de toda la vida, como imágenes tan bellas que la imaginación de Chaparro crea:

El mundo era un bostezo largo largo, que nunca alcanza a cerrar.

Así que todo esto me hace pensar en una cosa: la apuesta por la vida, por la luz. Quisiera contarles sobre todo lo que me ha despertado e inquietado la lectura de la novela, pero a estas alturas lo mejor es invitarlos a leer y a reflexionar con Toda la soledad del centro de la tierra.

No está de más preguntarnos: ¿Qué nos sucede cuando la violencia no es increíble?

*Diana María Picot. Estudiante de Literaturas Hispánicas en la Universidad de Sonora. Editora en Retina de Gallo Editorial y La Panadería. Trabaja en librería Hypatia.

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