Bañeras azules: descubrimiento y conexión en tres tiempos

Círculos. Figuras humanas dentro de los círculos. Círculos negros sobre blanco, descolgados de una columna de papel como una cascada que llena las orillas, las paredes, el suelo. Enmarcados, enrollados, segmentados en hojas de libretas, rollos de cartón y recortes de revistas. Círculos. La mirada que da vueltas, el pensamiento que se repite, el ciclo de lo que empieza y termina en el mismo punto. La vida que da vueltas, la repetición que afirma.

Círculos. Tiempo. Repetición.

Ella lo describe por primera vez bajo el cielo de Marsella en 1978. Utiliza una hoja en blanco extraviada entre folios llenos de palabras buscando sentido, o tal vez la descripción le llega sin poder sellarse en papel, mientras da un paseo por el puerto. Lo único que tiene son síntomas aislados sin poder relacionarlos en una sola enfermedad, como si todos esos años contemplara un cielo sin constelación. Hasta que ocurre, los elementos aislados se conectan: la constelación se forma delante de sus ojos. Ella puede nombrar la enfermedad para estudiarse en la categoría de las cosas que existen en el mundo. Sin intuir los posteriores premios ni las invitaciones a ser miembro honorario de consejos de epilepsia, la psiquiatra Charlotte Dravet se concentra en describir cada uno de los elementos que crean ese tipo de epilepsia que en adelante llevará su apellido: el Síndrome de Dravet.

Después de pasar por el consultorio de quince psiquiatras, aquél julio de 1930 en Ginebra, Louisa Duess se sienta frente a ella por primera vez. La psicóloga Marguerite Sechehaye la mira a los ojos. Louisa tal vez esquiva su mirada, sumergida en el mar de símbolos que sólo pertenecen a su lenguaje. La terapeuta no sabe qué hacer, pero sabe que no puede hacer lo mismo. Ante la gravedad de la esquizofrenia de su paciente, la doctora inicia un tratamiento. Lo que imaginó una tarde desesperanzada algún tiempo después, Marguerite lo descubre: no debe imponer su lenguaje al de su paciente arrastrándola a las aguas del razonamiento, sino hacer lo que nadie ha hecho: lanzarse al río del lenguaje de Louisa para llenar los huecos que le dejó una vida ausente de vínculo maternal. Durante diez años de terapia, la doctora Sechehaye no sabe que su caso entrará en la categoría de cosas que suceden por primera vez en el mundo; la primera vez que se cura a una persona con esquizofrenia. Tampoco que adoptará a su paciente como hija y que ésta se convertirá en una psicoanalista brillante. Aquélla tarde, Sechehaye se concentra en su descubrimiento que implica la ruptura con los métodos tradicionales de hacer psicoanálisis creando su propio método. Lo único que le importa son los breves instantes en los que Renée –nombre clínico de la real Louisa- cura sus heridas.

Una tarde de octubre de 2014, Eliana, a sus diecisiete, entra por primera vez al estudio donde Paula pinta hace más de treinta años en Sonora. La artista, que no da clases particulares en el lugar destinado a la producción de su obra personal, abre la puerta ese día a la primera alumna. Al entrar de la mano de su mamá, Eliana esquiva la mirada de la pintora, pero observa de inmediato el papel, los colores, las pinturas. Paula pone crayones en las manos de madre e hija. Eliana no duda y dibuja sus primeros círculos.

Círculos. Figuras humanas dentro de los círculos. Círculos negros sobre blanco.

Esa primera tarde se extiende a otras en las que Eliana se apura a llegar al estudio para dibujar. Un día, los ojos de Eliana se posan por fin en los de la artista. Paula descubre que es momento de que trabaje sola, sin la compañía de su mamá. “Yo puedo” –repite cuando pinta a partir de ese día. A veces aprieta tan fuerte los crayones que éstos se desmoronan en sus dedos. La artista se los cambia por otros más gruesos. Sin otro sentido que experimentar una obra viva que implica la renuncia de las aspiraciones artísticas propias, Paula dedica sus tardes al proceso. Descubre que no debe aplicar métodos ni técnicas, sino dejar que la expresión surja libremente. Eliana pide cada vez más hojas y algunas veces pinta directamente con las manos. De vez en cuando mira por la ventana distraída por el sonido de un pájaro o el paso de una sombra, pero no deja de pintar. Otras veces golpea el pincel contra la pared y cae al suelo. La artista cae junto a ella y la abraza. Espera los diez minutos reglamentarios. Eliana regresa, posa su mirada sobre la mirada de la artista. Recupera su pincel y busca desesperada la hoja que dejó inconclusa.

Las tardes de trabajo se vuelven más largas. Una de ellas, Eliana también descubre. Concentrada en su pintura, se da cuenta: “Esta soy yo” –dice mientras termina su trazo en el extremo superior del papel en un movimiento coreográfico. El tiempo presente se extiende como un lienzo frente a la mirada de las dos mujeres concentradas en el acto de crear. Sin saber que las obras de Eliana colgarán de una columna de papel como una cascada, llenando las orillas, las paredes, el suelo; enmarcadas, enrolladas, segmentadas en hojas de libretas, rollos de cartón y recortes de revistas. Paula y Eliana se sostienen del presente cada tarde durante dos años. Ese lienzo las une borrando la frontera entre artista y discípulo, obra y técnica.

Foto: Juan Hernández

Conexiones

Aquélla tarde en Marsella, Charlotte Dravet describe la enfermedad que Eliana tendrá de niña casi veinte años después: el Síndrome de Dravet.

Marguerite Sechehaye, sesenta y cinco años antes del nacimiento de Eliana, crea su propio método para curar a su paciente de una enfermedad catalogada como incurable.

Más de treinta años después de que la psicóloga Dravet describa su enfermedad, Eliana entra por la puerta del estudio de Paula para entregarse al acto necesario de descubrirse a sí misma en la pintura.

Charlotte, Marguerite y Paula, en distintos tiempos, toman el mismo tren: hacen el viaje del descubrimiento sin un destino certero. El recorrido es su punto de partida y su fin.

Figuras humanas dentro de los círculos.

Eliana y Louisa, condenadas a su propio lenguaje, toman el mismo tren: hacen el viaje de la libertad sin destino certero. El recorrido es lo único que tienen.

La mirada que da vueltas, el pensamiento que se repite, el ciclo de lo que empieza y termina en el mismo punto que en realidad es distinto.

El tren de Charlotte, Marguerite, Paula, Eliana y Louisa da vueltas sobre el mismo valle. En un momento del recorrido lo perdemos de vista al girar por detrás de una montaña. Cae la oscuridad de lo desconocido en lo que nuestros ojos no pueden alcanzar. La imaginación no tiene otro remedio que iniciar su viaje.

Bañeras azules (2016) es una exposición de Eliana Ramos provocada por Paula Martins que se exhibe en el Museo de Arte de Sonora (MUSAS) durante el mes de septiembre.

*Fernanda Galindo (Hermosillo, 1977). Estudió Literatura y un Máster de Documental en Barcelona. Trabajó en la producción de Sangre, de Amat Escalante, ganadora del premio de la Crítica en el Festival de Cannes; fue jefa de producción de La influencia, de Pedro Aguilera, seleccionada en la Quincena de Realizadores del mismo festival.

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