Código Centinela: un relato por contagio

Sé dónde estuve el 19 y 21 de diciembre del 2020. En el apartado número catorce, de la sección de maternidad, del hospital Ignacio Chávez. En las dos ocasiones relevé a mi cansado padre, a quien no le alcanza una noche para recuperarse de la joda que significa atender a un ser amado que no puede valerse por sí mismo: su pareja, mi madre. No alcanzan las horas para que pueda recuperarse del largo día que se ha extendido todo lo que va del año.

El asunto con Martha, mi Ma, es que siempre ha sido autosuficiente. La dignidad, el coraje, la vanidad, la belleza y un inquebrantable espíritu de lucha son sus signos más representativos de personalidad. Sin embargo, de unos meses a la fecha, se ha mostrado cansada de lidiar consigo misma. Está harta de una complicación tras otra. La noto deprimida. No ha tenido tregua.

Recuerdo a mi madre llegando del trabajo. Siempre elegante. Su aroma a maquillaje y perfume Carolina Herrera mezclados con labial y tabaco mentolado. Su cabello rojo, o rubio, o cenizo. Ondulado como las nubes fantásticas que ilustraban los libros de primaria de los años ochentas. Su boca, pintada siempre de colores intensos. Sus párpados delineados para siempre.

No puedo decir que mi madre sonríe mucho en mis recuerdos, pero cuando lo hace los ilumina. Sonríe y significaba que en mi infancia todo estaba bien. El completo disparate de la existencia estaba solucionado por un instante.

Martha siempre fue el sol que nutría a la pequeña y remota galaxia de los Ballesteros Rojo. Por ella amanecíamos arropados o frescos. Por ella había días llenos de verano. Por ella el amor es algo real ahora, cercano. A veces áspero y salvaje, pero siempre evidente, solícito. Por ella mi pasado es una ventana vaporosa que nadie pudo quebrar del todo.

El 19 de diciembre me quedé con Martha durante un horario nocturno; aunque cuando estás internado en el hospital siempre es de noche. Antes que se haga muy tarde, mi madre accede a que veamos juntos ‘Groundhog Day’. En algún momento le hablo de la teoría del eterno retorno y de la gran conflagración y noto que la enfado. Nos reímos de la cara desesperada de Bill Murray atravesando su día infinito. Cuando termina la película apago las luces. Después de un rato entran a la habitación enfermeros, doctoras que encienden la luz sin decir agua va. Examinan al paciente, lo cuestionan. «¿Madre, cómo te has sentido? ¿Tienes dolor? ¿Frío? ¿Te cambiamos las sábanas? Tu escara necesita limpieza». Le toman los signos vitales. No importa que sean las 10:00 o las 03:00 de la mañana, apuntan datos en sus bitácoras y salen del apartado a seguir con sus rondas.

Apago de nuevo las luces y hablo entre tinieblas con Martha. Quiere un poco de agua. Se siente bien. En un breve periodo de tiempo se queda dormida y yo también me voy desvaneciendo hasta que alguien enciende de nuevo la luz blanca, como las que usan en sus interrogatorios para intimidar los policías que juegan el papel del bueno y el malo. El silencio de los pasillos es quebrantado por una voz femenina que explota desde viejas bocinas colocadas en los ángulos más elevados del hospital. Por lo menos una vez, cada 50 minutos, anuncia: “Código Centinela activado de urgencias a rayos X”. Y después de 15 minutos: “Código Centinela desactivado”. El Código Centinela, me explica mi madre, es cuando trasladan a un paciente Covid de un lado a otro del hospital.

Pienso en las personas que van en esas camillas. En los camilleros. En los técnicos que hacen funcionar las máquinas de rayos X que dejan ver lo que oculta la carne. Que revelan lo que rodea a los huesos: la veladura de una infección que afecta los pulmones, los tumores hijosdeputa. Pienso en las personas que desinfectan el trayecto para que el Código Centinela pueda ser desactivado. Pienso en el miedo. En lo parecido que debe ser al que percibo en mi madre de un tiempo a la fecha. Al que siento yo mismo justo ahora.

El 21 de diciembre acudo al hospital durante el día. Estoy con Martha de las 13:00 horas a 21:00. Los Códigos Centinelas se siguen sucediendo, pero son más espaciados y suceden cada dos o tres horas. Las noches castigan a los enfermos, los agravan. Es una cuestión, me dice un enfermero de nombre Israel, del ritmo cardiaco del paciente. Por la noche baja o sube la marea de los cuerpos. Pero en el caso de los enfermos esto puede ser peligroso. Además, de noche todos necesitamos a alguien, por lo que la sensación de desamparo se agiganta en la soledad de una enfermedad que castiga, que te particulariza y aísla del mundo. El enfermero dice que él cree que es la oscuridad misma la que se lleva a muchos pacientes. “Mueren personas a todas horas en el hospital, pero en la noche es más evidente. ¿Has escuchado la frase: no pasará de esta noche? Creo que viene del fenómeno que te comento sobre el ritmo cardiaco.”

Israel es impertinente, dan ganas de abofetearlo. Sin embargo, Martha pregunta sobre el asunto desde una perspectiva alejada, como si ella no fuera la que está internada. Su curiosidad me provoca serenidad y algo de gracia. Madre es como una niña que está aquí para investigar sobre los horarios en los que se abren los umbrales de la vida y la muerte en el hospital.

A las cinco de la tarde pongo en la computadora, sin previo aviso, ‘Bésame mucho’ con Cesaria Evora. Martha la canta con sentimiento. Aunque me hago el desentiendo, noto el brillo de sus lágrimas. Madre canta muy despacio. Escucho su voz retumbando dentro de mí. A ella no le importa que perciba su vulnerabilidad. Verla así no hubiera sido posible en otros tiempos. No dejaba, por nada del mundo, que la viéramos triste o débil.

La canción es muy hermosa y se cuela por el pasillo de maternidad. Una enfermera, con un mundo encima de cansancio, quizá la tararea: “que tengo miedo tenerte y perderte después”. Suenan instrumentos de viento que son como caricias. Imagino a los enfermos de toda esta ala del hospital llorando como lo hace Martha: tranquila, descansando del dolor.

Intento cambiar el ambiente melancólico, que yo mismo he provocado, y pongo ‘Stand by my’ con el mismísimo Ben E. King. Martha la tararea y me animo a hacerle segunda. Encuentro que su voz y la mía juntas arman una armonía que no suena tan terrible: “No I won’t be afraid, no I won’t be afraid. Just as long as you stand, stand by me”. En el fondo la letra, y ella lo sabe, está dedicada a ella, a nosotros.

Martha solicita una canción que no conozco. Se llama ‘Pérfida’. La cargo con Ibraim Ferrer. Es una balada triste, llegadora. Ma la canta bajito pero con sus entrañas laceradas. En cuanto termina pongo ‘I Don’t Want To Talk About It’ con un cantante que le fascina: Rod Stewart. Quiero que cambie su estado de ánimo. Siempre me ha parecido una canción dulce. Le ofrezco un caramelo de miel a mi Martha y ella accede a que lo ponga en su boca. Suavizamos juntos nuestras gargantas y cantamos: “Blue for the tears, black for the night’s fears.”

Pienso que quizá estemos molestando a los pacientes de las otras habitaciones, pero no me importa, nadie se ha quejado. Toca el turno a los Ángeles azules: ‘Cómo te voy a olvidar’. Martha no puede bailar, pero baila. No sé en qué día de su juventud. Quizá en alguna canchita del barrio o en un casino. Baila porque noto que su cuerpo esboza un zigzagueo. Hay una sonrisa en su rostro que nunca dejará de ser hermoso. “En todas partes estás tú.” A partir de aquí no puedo parar y cargo puras elegantes y arrabaleras cumbias de amor hasta que llega de nuevo la enfermera. Telcel me avisa que se han acabado mis datos.

Se llegan las nueve de la noche y mi Padre. Le pregunto si pudo descansar algo. Con la mirada herida, erosionada, me dice que debí quedarme también la noche completa. Que no termina de recobrar fuerzas. Que nosotros, sus hijos, venimos y nos queremos ir lo más pronto posible. Me molesto porque le pregunté si quería el relevo en el día o en la noche. Le digo que no vengo al hospital por obligación y que me puedo quedar, no es problema para mí. Le sugiero que a la otra me hable claro, que no es necesario llegar al chantaje emocional. Me dice que se quedará él. Suena en las bocinas el aviso de un nuevo Código Centinela. Tomo mis cosas, le digo a Martha que la amo y me marcho. «Gracias, hijo, por las canciones y la compañía», dice. Le aviento un beso con las manos. Ella lo responde.

Afuera hace una noche gris que tiene pegoteada una película de polvo muy común en el invierno de Hermosillo. Mi aplicación de Uber no funciona. No tengo datos. Camino por la Nayarit. Camino cuadras y cuadras. Estoy molesto, triste. Lloro en silencio. Nadie nos prepara para ver a nuestros padres disminuidos. Nadie nos prepara para estos días de realidad extrema. Un taxista me alcanza por la acera y me pregunta si necesito viajar. Me seco las lágrimas y le digo que no. Doy media vuelta y regreso al hospital. Corro como un imbécil hasta llegar de nuevo al Chávez. Las puertas están cerradas. «Nadie puede entrar ni salir más», me informa un joven vigilante en silla de ruedas. Son las 22:30.

Este día, según mis cálculos, he quedado contagiado de Covid-19. O quizá fue el 19 de diciembre cuando me tapé con las cobijas que una noche antes había usado mi hermano, que comenzó con síntomas del virus el 21 del mismo mes. O quizá fue cuando ayudé a mover el cuerpo de mi madre a una triste enfermera que no regresó en toda la noche con la medicina prometida para el dolor. O quizá fue el hondureño que se me acercó afuera del hospital a pedirme dinero y me tocó el hombro. O quizá fue cuando no soporté el cubrebocas y me lo quité para respirar la mañana. No sé cuándo me contagié, soy obsesivamente cuidadoso, pero fue en algún momento entre estos días. Escucho en los pasillos de mi cabeza: “Código Centinela de tus recuerdos al presente.”

El 24 de diciembre, previo a la noche buena, inicio con síntomas. Dolor de cuerpo, como cuando vas al gimnasio después de siglos. Dolor de cabeza, como si una motosierra se hubiera encendido en el interior de tus pensamientos. Ibuprofeno. Mi hermano, me informa por teléfono, con dolor de cabeza y cuerpo. Con tos y fiebre. En noche buena, justo cuando V, mi pareja, envuelve regalos y prepara una deliciosa cena que no me sabe a nada, me interno en la habitación de mi hija. Entre colores pastel, velos de princesa, muñecas, ponys y Ksi Meritos. Entre trastecitos, juegos de mesa y nenucos sube por mi cuerpo, como un arácnido terrible, el miedo. El miedo de ser uno más de los que se despiden con esta enfermedad. El miedo, sobre todo, por mi madre enferma. Temor infinito de que ella también se haya contagiado.

25 de diciembre. Muy temprano escucho las voces de mi hija e hijo en la sala. Abren regalos. Su emoción se desborda. A mí me duele hasta el cabello. Ibuprofeno. Bajo hasta la mitad de las escaleras. Desde ahí veo sus rostros encendidos. Rompen papeles, destruyen cajas. Las sorpresas vienen acompañadas por gritos de júbilo. Su felicidad es más contagiosa que el Covid-19. Quiero ir con ellos, jugar con ellos, reír con ellos, pero lo que hago es regresar a la habitación de mi hija. Me introduzco en el interior del tigre azul estampado en mi viejo cobertor San Marcos y desaparezco entre un montón de pesadillas navideñas.

Estoy seguro que tengo coronavirus. Mis síntomas no han variado, pero son más densos. V deja los alimentos por fuera de la puerta del cuarto en el que me he encerrado. Escucho el desastre que hacen mis hijos en la sala. Hablo con mi madre y mi temor crece, sale por la ventana, se desborda en las calles y los parques. Se oculta en los árboles. Mi madre tose del otro lado de la línea.

Es 26 de diciembre. Llevo apenas tres días con síntomas. Mi hermano dice que no la está pasando bien. Él padece su día seis con síntomas. La fiebre y la tos son intensas. Ha ido al médico. Lo imagino en su soledad. Con un miedo igual o más intenso que el mío. El miedo propio y el miedo por mi madre. Los dos la cuidamos. Los dos estuvimos ahí. Los dos manipulamos su cuerpo en algún momento. Revivo cada una de las aproximaciones más evidentes a ella, a su calor. Mi hermano se hará la prueba PCR mañana. Tiene esperanzas de salir negativo. Hoy perdió el olfato.

27 de diciembre. Positivo y con síntomas de alerta. Los pulmones hinchados, así está mi bro. Siento dificultad para respirar, me agito rápidamente. Sin embargo, no hay tos ni fiebre. Sólo dolor de cabeza y cuerpo, aderezado por un tope en mi respiración. Como si no pudiera almacenar el oxígeno que estoy acostumbrando a ingresar en mi pecho. Además, perdí el gusto. Todo me sabe a sal o a nada. Cada que entro al baño me pongo un poco de Ck one. Sigo oliendo los cítricos de la fragancia. Durante el día el sueño me abate constantemente. Llamo a mi madre. Está bien, dice. La escucho toser, respirar entrecortado. Su voz está quebrada del otro lado de la línea. Hablo con mi padre. Me informa que no se ha presentado fiebre. Lo que sí, Martha está débil. Come muy poco. Impotencia mezclada con miedo. Estas sensaciones tan culeras son las que debería ocultar el ibuprofeno. Cambio todo el sueño, todo el cuerpo cortado y el dolor de cabeza por un poco de certeza que mi madre estará bien. Que en ella no germina el virus.

28 de diciembre. Acudo al médico de mi seguro social. Me atienden a la distancia. No hay auscultación y lo entiendo. El médico escucha lo que le informo, vestido de astronauta, a la distancia. Escribe en la computadora mis síntomas. Le digo que mi hermano salió positivo. Me receta azitromicina, más ibuprofeno, loratadina, ivermectina y ácido ascórbico. Por supuesto, no hay medicamentos en las farmacias de mi seguro. En este seguro y para el tipo de trabajador que soy nunca las hay. Tengo que comprar toda la receta. Acudí al doctor porque quería que escuchara mis pulmones. Salgo de aquí con una receta por surtir y una orden para hacerme la prueba de antígenos. Es el peor día de los santos inocentes que recuerde. Una broma negra.

29 de diciembre. A las 12:00 me entero de lo obvio: tengo Covid-19. Duermo mucho. Tomo medicamentos. Bebo ríos de agua. Hablo brevemente con mi hermano, con V, con mi hermana. Veo a los niños desde la escalera. La comida no me sabe. Ya no percibo mi aroma a Ck one. Mis hermanos y yo pedimos a un laboratorio que vaya a casa de mi madre para hacerle la prueba PCR. Mi padre dice que mi madre tiene síntomas de Covid: dificultad para respirar, dolor de cuerpo y tos. Él está bien. Mañana irán del laboratorio. Se está consumando la semana más horrible de mi existencia.

30 de diciembre. Mi séptimo día. Siento los pulmones inflamados. Mi respiración se corta. Sin embargo, no tengo tos, ni fiebre y la saturación de oxigenación no ha bajado de 94. La buena noticia es que mi madre salió negativa al virus. Chillo. Sé que mi hermano, en la soledad de su casa y de su enfermedad, también lo hace. Liberamos la tonelada de presión que nos aplastaba. Hablo con mi madre. Le digo que está bien. Que le eche ganas. Que pronto nos veremos y conoceremos a Mila, la hija recién nacida de mi hermana. A mi hermano le han recetado inyecciones de urgencia con antinflamatorios y antibióticos. Sus pulmones están más congestionados. Sus lapsos de tos se han prolongado. La fiebre no cede.

31 de diciembre. Buena noticia: regresó el olfato y un poco el gusto. He cenado deliciosamente. Sin V estaría perdido. Su dulzura y cuidados me tranquilizan. Escucho a mi familia debajo de las escaleras. Son un escándalo que extraño tanto.

Ya es 2021. Me entero de muertes. Personas jóvenes y con hábitos más sanos que los míos. Es mi día 9 con síntomas y creo que lo peor ha pasado. Se me figura que llevo meses en este cuarto. Las muñecas de mi hija me observan enfadadas. Ya quieren que me vaya.

2 de enero. Salgo a empaparme de sol. Todos los días abro la ventana y lo dejo entrar para que me caliente el cuerpo. Sin embargo hoy necesito moverme, caminar. No hay nadie en las calles. Requiero ver a mi madre. Voy por fuera de su casa. La observo y platico con ella desde la ventana. Les llevo comida. Les digo que pronto estaremos juntos y la ropa nos olerá a sol y el día nos explotará en la cara. Mi padre dice que tenemos que hacer una carnita asada. Claro que sí, pronto. El viejo se dedica a mi madre las 24 horas. Siento un agradecimiento infinito hacia él. Nunca había sido tan importante una cita con mi familia. Nunca había deseado, con tanto ímpetu, realizar toda la ceremonia que implica asar carne.

3 de enero. Releo una maravilla de libro. No había podido hacerlo porque los ojos se me descarrilaban: Novecento. Baricco es de esos escritores cuyas historias van mucho más allá de la literatura. Sus libros son inmersiones a la sustancia misma de la naturaleza humana. Joyas que se acuñan y se funden dentro de cada lector. Además, sin rodeos, sin parafernalia. Directo y a la cabeza. El mejor pianista de la historia nunca bajó de un barco. Mantuvo confinada, para siempre, su grandeza.

Me siento mejor. Limpio el cuarto, lo desinfecto. Tés de abango, de hoja de guayaba, de bachata. Nunca les había tenido tanta fe a estas bebidas. Siento que me alivian. Además, huelen delicioso. Qué prodigio respirar, oler, caminar. En este lapso he recibo múltiples mensajes de aliento por mis redes sociales. Buenos deseos, recomendaciones y bendiciones inclusive de personas que nunca he visto físicamente. Un amigo, C, trae hasta mi casa alimentos, tés. Lo saludo desde la ventana. La gente, por lo menos mucha de ella, es maravillosa.

4 de enero. 12 días y sus noches. Mi hermano ya tiene 15 días con esto y dice que amaneció mucho mejor. Me siento contento. Leo poemas de Gamoneda y Cintio Vitier. El amor en ellos se destila como una bebida embriagante. También la sensación de que el tiempo es como la onda expansiva que provoca una piedra lanzada sobre un lago. Una vibración que dejará de percibirse cuando llegue a la orilla.

5 de enero. ¡Qué pedazo de escritor es Manuel Puig! ¡Qué ricos son los tamales! Estoy alborotado. Quiero conocer a Mila. Quiero ver a mi madre. Ibuprofeno.

6 de enero. Hablo por teléfono con Martha. Se escucha su voz muy quedita. Está débil. No quiero hablar de los pormenores de su salud. Le cuento mis sueños. Le digo que en todos ellos estamos juntos, en el mar. Aunque no es verdad totalmente, soñé con ella la otra noche. Fumaba frente al océano como en una foto que le saqué hace unos años. Cuando su padecimiento era apenas un tema que comenzaba a tomar relevancia.

7 de enero. Hice muchas actividades físicas y terminé agitado. Vi completa la temporada tres de Fargo. Terminé The Mandalorian. Me conmoví, poquito, con el final de la serie. Ibuprofeno. Té de abango. Mis hijos jugando en la sala. V, cansada, mirándolos desde una silla mecedora.

8 de enero. Se cumplen 16 días desde mis primeros síntomas. Acudo a hacerme la prueba de anticuerpos. A las 15:00 horas me entero: he desarrollado anticuerpos HgG y ya no está activo el bicho en mí, según R, una valiente doctora de primera línea frente al Covid que me ha ayudado durante este proceso. Bajo en silencio las escaleras. Ela, mi hija, me observa. ¿Todo bien, Papi? Ven, te tengo que decir algo, le digo. Se acerca con reservas. Ha aprendido en estos días que no tiene que aproximarse a mí. Me quito el cubrebocas y salto a su lado. La tomo de los brazos, le doy vueltas y vueltas. La aprieto a mí como si con ese acto conociera la verdad. No puedo evitar las lágrimas. Mi hija es muy expresiva. Grita, agradece a un Dios que imagino con cara de Baby Yoda. Después voy con el enano, Bruno. Giramos y giramos. Su sonrisa es la cosa más enternecedora del universo. Se ríe con el estómago. Lo aprieto mucho. Después voy con V. Me fundo en ella. No tengo palabras. Le agradezco infinitamente con un abrazo y un beso en la frente. Todos reímos. Digo que hasta de lavar los trastes tengo ganas. Pongo manos a la obra.

9 de enero. Conozco a Mila. Veo a mi hermana después de casi un mes. La que nuca sería madre hoy es la mamá más linda que puedan imaginar. Mila es más bella en vivo que en las fotos. La tomo en los brazos. Es tan pequeña y frágil. Tiene una personalidad fuerte. Parece una muñeca de porcelana. Mi hermano se ve muy mejorado. Mi madre, después de sus curaciones, sale al patio. Ela y Bruno la reciben con gritos. Es un día de tregua. Es un día muy lindo bajo el cielo.

Termino este texto el 15 de enero. Todavía me agito con facilidad. El gusto y el olfato no han regresado al 100 por ciento. Mi hermano está igual que yo en este sentido. A él le queda una tosecita y una sensación como de piquetes en el pecho. Mi madre sigue dándole cara a sus padecimientos, nosotros estamos a su lado.

Un día a la vez, así me decían, por distintos medios, muchas personas cuando estaba padeciendo la enfermedad. No hay otra manera de existir: un día y después el otro y si tenemos suerte, el siguiente.

*Iván Ballesteros Rojo (Hermosillo, 1979). Es narrador, editor y docente. Colabora con varias publicaciones. Dirige Pez Banana.

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